El nido del Búho es un sitio agradable. Rodeado de edificios pertenecientes a la Iglesia, al Estado Central que nos oprime o a la Diputación Foral que nos exprime, quedan pocos puntos cardinales por los que la tranquilidad de espíritu que estas entradas necesitan pueda ser alterada. Pero el problema está en la base. Justo en el local contiguo al portal del edifico en el que dejo pasar descaradamente mi tiempo, está establecido un pequeño negocio (pequeño por la superficie, que no por la recaudación diaria) de nombre Balú. Lo primero que me molesta es que es un negocio dedicado a la venta de chuches y otras guarradas gastronómicas similares. Lo segundo es el nombre. Su sola visión en el anuncio de la puerta mancilla el apelativo de una perra de ¡¡19 primaveras!! que ha compartido esos mismo años con mis cuñados, mi sobrino, mi comadrona y un servidor. Nuestra Balú no se merece los oscuros intereses del negocio que nos altera las tardes de cualquier día de la semana y la totalidad de los findes del año.
Así que un balance a vuelapluma del número de pegotes de chicle que tapizan las aceras más próximas a nuestro domicilio arroja un resultado de unos 6 por metro cuadrado, bastante similar a la estimación que el ayuntamiento londinense hizo en el año 2000 a lo largo de la famosa Oxford Street. Ya se que la culpa no es de Balú, un negocio legal que supongo paga sus impuestos, pero es con quien puedo concentrar mis iras. Los escupidores de chicle son generalmente jóvenes, numerosos y poco respetuosos con carcas como yo y la Policía Municipal, cuya sede está a escasos 100 metros de mi maltrecho pavimento, es el clásico ejemplo de inutilidad funcionarial. ¿De qué me quejo?, dicen. ¿No tengo la fortuna de vivir en el Centro de una de las ciudades más caras de España?. ¿No pasa cada poco tiempo una máquina que trata de eliminar el mayor número de pegotes posibles?. ¡Pues no incordie, hombre que bastante tenemos como el tráfico, especialmente en estas fechas!. Está claro que la sostenibilidad que nuestro incombustible y despejado (de frente) alcalde pregona no consigue horadar los muros del edificio de nuestra poli municipal.
Pero dejemos de un lado los cabreos del Búho (propios de su edad y condición) y vayamos a lo nuestro. Chicle es una palabra de origen suramericano, aplicada por los pueblos originales de esa zona a un árbol de la familia de las sapotáceas, el Manilkare zapota, también llamado Sapota zapotilla o Achras zapota. Se trata de una planta que crece de Méjico para abajo y que ya numerosos pueblos amerindios utilizaban como goma para mascar antes de que Colón y sus muchachos se dedicaran al noble arte de colonizar aborígenes. Para ello, realizaban incisiones en la corteza de esos árboles que reaccionaban ante la herida generando un látex que los primitivos mascadores recogían y hervían, dejando después enfriar. Como se puede comprobar, el procedimiento es similar al realizado con otros árboles como los Balata o Hevea brasilensis que nos han proporcionado durante decenas de años el caucho natural. De hecho, el que la Historia conceptúa como introductor del chicle en EEUU, Thomas Adams pensó en el chicle como un sustituto del caucho natural, pero acabó utilizándolo (en 1871) en una mezcla con regaliz a la que daba forma de bloques en una máquina similar a la que entonces se estaba introduciendo para fabricar las tabletas de chocolate y vendiéndola como goma de mascar (literalmente, chewing gum) bajo el nombre de Black Jack. Desde entonces, el nombre de Adams se ha perpetuado en los envoltorios de nuestros chicles.
Todos estos árboles que acabamos de mencionar (algunos ya aparecieron en una de las primeras entradas) y otros muchos de nombres tan curiosos como Chiquibul, Perillo o Tunu generan látex que, básicamente, contienen polímeros de isopreno. Lo que pasa es que no es lo mismo hacer una rueda con esos látex que masticarlos. Por ejemplo, la goma derivada de árboles como el Hevea, empleada en la fabricación de neumáticos, tiene un sabor demasiado fuerte como para que pueda ser enmascarado por la serie de aditivos azucarados y otras fragancias que acompañan a la goma de mascar. Por eso, otros árboles, con mecanismos diferentes en la biosíntesis de los cauchos, proporcionan, al final del proceso, gomas de sabores más neutros y con texturas más agradables a la masticación. Pero muchos de esos árboles, por ejemplo el chicle, crecen en medios selváticos a los que es difícil llegar y han manifestado una especial resistencia a ser cultivados en instalaciones semiindustriales o ser transplantados a entornos más cómodos para su explotación, cosa que no ocurrió con los Hevea, que los ingleses fueron capaces de transplantar con éxito desde Brasil a sus protectorados asiáticos.
La panacea universal de goma masticable en cuanto a sabor se refiere es que no tenga sabor alguno. Aunque no al 100%, ese objetivo pudo tocarse con la punta de los dedos al advenimiento de los polímeros sintéticos. Polisoprenos sintéticos, fabricados con procedimientos basados en los catalizadores Ziegler-Natta de la entrada anterior, poliisobutileno, un polímero sintético que se usa también en ciertas cantidades en la fabricación de ruedas de competición, copolímeros de estireno y butadieno, poliacetato de vinilo y otros polímeros, constituyen la goma base de muchos de los chicles actuales. Pero la goma es el soporte de algo mucho más complicado que contiene edulcorantes, conservantes, colorantes pero que puede también contener medicamentos y similares (está patentado el chicle con Viagra, aunque no se ha vendido por el momento) o cosas más sofisticadas.
Pero, poco a poco, el chicle se ha convertido en un problema ecológico más. El carácter viscoelástico de las gomas base que se emplean en estos preparados, su capacidad de introducirse en los poros microscópicos o irregularidades que puedan contener suelos y paredes generando así procesos de adhesión importantes, su insolubilidad en agua y, sobre todo, la mala educación ciudadana que anda escupiendo chicle por todo el mundo, ha hecho reaccionar a las instituciones ante la imposibilidad de eliminar las numerosas y evidentes manchas que jalonan nuestros pavimentos. Soluciones de limpieza ensayadas como el agua a alta presión o el uso de disolventes orgánicos que ataquen esas manchas no constituyen una buena solución. En el primer caso por su alto precio y, en el segundo, porque además de ser también soluciones costosas, son totalmente incompatibles con criterios de sostenibilidad que propugnan la eliminación de todo aquello que genere los llamados COVs (Compuestos Orgánicos Volátiles). Por ello, y ante una aparentemente imposible solución de limpieza, en algunos lugares, como Singapur, los chicles están prohibidos en lugares públicos abiertos y cerrados y al que le pillan dándole a la mandibula le cae una buena multa.
Evidentemente la industria relacionada con las gomas de mascar ha tenido que reaccionar y ha empezado a investigar otras posibles soluciones al problema, basadas fundamentalmente en la búsqueda de nuevas gomas base que no presenten los problemas de las actualmente usadas. Pero la cuestión no está siendo fácil. No ha funcionado, por ejemplo, la posible solución propugnada hace años, basada en la preparación de chicles digestibles, que pudieran tragarse tras su uso. Las posibles gomas alternativas investigadas no han resultado fácilmente atacables por nuestros jugos gástricos y ello podría generar problemas serios en ese tracto de nuestro organismo. Con una óptica algo distinta se han investigado chicles bio- y fotodegradables que, una vez abandonados a su suerte, pudieran ser deteriorados por la acción de microorganismos del suelo o por la acción de la luz UV que nos llega a la Tierra. De esa forma y en poco tiempo, los residuos resultantes debieran ser algo fácil de eliminar con un simple barrido. Por lo que yo sé, hasta el momento, esa solución tampoco parece muy operativa. Y no soy muy optimista, sobre todo en lo de los fotodegradables. Me pasa con esto como con las bolsas “fotodegradables” que dicen repartirnos las grandes superficies como bolsas de compra. Coja Ud. una de esas bolsas y póngala en el balcón más Sur que tenga en su casa. Y espere sentado a que desaparezca de su vista. Como no se la lleve el viento.........
Muy recientemente, se ha publicado que la Universidad de Bristol ha patentado unos nuevos polímeros que, entre diversos usos, pudieran emplearse como gomas base de los chicles y cuya característica más relevante es que pueden eliminarse del suelo por la acción suave de agua jabonosa, lo que haría el asunto de la limpieza algo más fácil. He rastreado bastante durante estas Navidades la información publicada al respecto e incluso las publicaciones y patentes del líder del grupo de Bristol, un polimérico bastante conocido, tratando de buscar entre líneas las características de esos polímeros. Como era de esperar, poco he conseguido con esa información escrita y publicada. Los investigadores han constituido una empresa tipo spin-off para explotar comercialmente esos polímeros que se ofrecen bajo el nombre comercial de Revolymer, el mismo que han empleado para su nueva empresa. Entre lo poco que dejan entrever, es interesante anotar que parece que no se trata de estructuras químicas nuevas, sino de polímeros conocidos, adecuadamente modificados químicamente para poder regular a voluntad su carácter hidrofílico/hidrofóbico, esto es su amor-desamor por el agua. Con esa posible regulación, en el caso de su aplicación para chicles, parece adoptarse un carácter hidrofílico suficiente como para que el agua jabonosa se los lleve por delante. Porque hay que tener en cuenta que muy hidrofílico tampoco los podemos hacer, ya que en ese caso se nos disolverían en la boca en poco tiempo y se acabaría el placer de mascar. Así que me quedo al loro de lo que se pueda ir publicando y en el caso de la cuestión pasara a mayores y algún gran fabricante optara por esas gomas base, me faltará tiempo para hacerme con algún chicle que las contenga y hacer que mis colegas Josepi y Lu lo destripen hasta sus últimos componentes. Si los de Bristol se llevan el gato al agua y se hacen ricos con ese producto, el Búho os hará saber de qué demonios está hecho esa panacea a mis litigios con los compradores de Balú.
Y un saludo desde Los Belones, en Murcia, cerca de la horrible La Manga. Aquí he escrito la presente entrada que aunque tiene fecha de 2 de enero, la he concluido en la noche de Reyes. La pena es que ya se me acaban los días de asueto y tengo que volver....
Así que un balance a vuelapluma del número de pegotes de chicle que tapizan las aceras más próximas a nuestro domicilio arroja un resultado de unos 6 por metro cuadrado, bastante similar a la estimación que el ayuntamiento londinense hizo en el año 2000 a lo largo de la famosa Oxford Street. Ya se que la culpa no es de Balú, un negocio legal que supongo paga sus impuestos, pero es con quien puedo concentrar mis iras. Los escupidores de chicle son generalmente jóvenes, numerosos y poco respetuosos con carcas como yo y la Policía Municipal, cuya sede está a escasos 100 metros de mi maltrecho pavimento, es el clásico ejemplo de inutilidad funcionarial. ¿De qué me quejo?, dicen. ¿No tengo la fortuna de vivir en el Centro de una de las ciudades más caras de España?. ¿No pasa cada poco tiempo una máquina que trata de eliminar el mayor número de pegotes posibles?. ¡Pues no incordie, hombre que bastante tenemos como el tráfico, especialmente en estas fechas!. Está claro que la sostenibilidad que nuestro incombustible y despejado (de frente) alcalde pregona no consigue horadar los muros del edificio de nuestra poli municipal.
Pero dejemos de un lado los cabreos del Búho (propios de su edad y condición) y vayamos a lo nuestro. Chicle es una palabra de origen suramericano, aplicada por los pueblos originales de esa zona a un árbol de la familia de las sapotáceas, el Manilkare zapota, también llamado Sapota zapotilla o Achras zapota. Se trata de una planta que crece de Méjico para abajo y que ya numerosos pueblos amerindios utilizaban como goma para mascar antes de que Colón y sus muchachos se dedicaran al noble arte de colonizar aborígenes. Para ello, realizaban incisiones en la corteza de esos árboles que reaccionaban ante la herida generando un látex que los primitivos mascadores recogían y hervían, dejando después enfriar. Como se puede comprobar, el procedimiento es similar al realizado con otros árboles como los Balata o Hevea brasilensis que nos han proporcionado durante decenas de años el caucho natural. De hecho, el que la Historia conceptúa como introductor del chicle en EEUU, Thomas Adams pensó en el chicle como un sustituto del caucho natural, pero acabó utilizándolo (en 1871) en una mezcla con regaliz a la que daba forma de bloques en una máquina similar a la que entonces se estaba introduciendo para fabricar las tabletas de chocolate y vendiéndola como goma de mascar (literalmente, chewing gum) bajo el nombre de Black Jack. Desde entonces, el nombre de Adams se ha perpetuado en los envoltorios de nuestros chicles.
Todos estos árboles que acabamos de mencionar (algunos ya aparecieron en una de las primeras entradas) y otros muchos de nombres tan curiosos como Chiquibul, Perillo o Tunu generan látex que, básicamente, contienen polímeros de isopreno. Lo que pasa es que no es lo mismo hacer una rueda con esos látex que masticarlos. Por ejemplo, la goma derivada de árboles como el Hevea, empleada en la fabricación de neumáticos, tiene un sabor demasiado fuerte como para que pueda ser enmascarado por la serie de aditivos azucarados y otras fragancias que acompañan a la goma de mascar. Por eso, otros árboles, con mecanismos diferentes en la biosíntesis de los cauchos, proporcionan, al final del proceso, gomas de sabores más neutros y con texturas más agradables a la masticación. Pero muchos de esos árboles, por ejemplo el chicle, crecen en medios selváticos a los que es difícil llegar y han manifestado una especial resistencia a ser cultivados en instalaciones semiindustriales o ser transplantados a entornos más cómodos para su explotación, cosa que no ocurrió con los Hevea, que los ingleses fueron capaces de transplantar con éxito desde Brasil a sus protectorados asiáticos.
La panacea universal de goma masticable en cuanto a sabor se refiere es que no tenga sabor alguno. Aunque no al 100%, ese objetivo pudo tocarse con la punta de los dedos al advenimiento de los polímeros sintéticos. Polisoprenos sintéticos, fabricados con procedimientos basados en los catalizadores Ziegler-Natta de la entrada anterior, poliisobutileno, un polímero sintético que se usa también en ciertas cantidades en la fabricación de ruedas de competición, copolímeros de estireno y butadieno, poliacetato de vinilo y otros polímeros, constituyen la goma base de muchos de los chicles actuales. Pero la goma es el soporte de algo mucho más complicado que contiene edulcorantes, conservantes, colorantes pero que puede también contener medicamentos y similares (está patentado el chicle con Viagra, aunque no se ha vendido por el momento) o cosas más sofisticadas.
Pero, poco a poco, el chicle se ha convertido en un problema ecológico más. El carácter viscoelástico de las gomas base que se emplean en estos preparados, su capacidad de introducirse en los poros microscópicos o irregularidades que puedan contener suelos y paredes generando así procesos de adhesión importantes, su insolubilidad en agua y, sobre todo, la mala educación ciudadana que anda escupiendo chicle por todo el mundo, ha hecho reaccionar a las instituciones ante la imposibilidad de eliminar las numerosas y evidentes manchas que jalonan nuestros pavimentos. Soluciones de limpieza ensayadas como el agua a alta presión o el uso de disolventes orgánicos que ataquen esas manchas no constituyen una buena solución. En el primer caso por su alto precio y, en el segundo, porque además de ser también soluciones costosas, son totalmente incompatibles con criterios de sostenibilidad que propugnan la eliminación de todo aquello que genere los llamados COVs (Compuestos Orgánicos Volátiles). Por ello, y ante una aparentemente imposible solución de limpieza, en algunos lugares, como Singapur, los chicles están prohibidos en lugares públicos abiertos y cerrados y al que le pillan dándole a la mandibula le cae una buena multa.
Evidentemente la industria relacionada con las gomas de mascar ha tenido que reaccionar y ha empezado a investigar otras posibles soluciones al problema, basadas fundamentalmente en la búsqueda de nuevas gomas base que no presenten los problemas de las actualmente usadas. Pero la cuestión no está siendo fácil. No ha funcionado, por ejemplo, la posible solución propugnada hace años, basada en la preparación de chicles digestibles, que pudieran tragarse tras su uso. Las posibles gomas alternativas investigadas no han resultado fácilmente atacables por nuestros jugos gástricos y ello podría generar problemas serios en ese tracto de nuestro organismo. Con una óptica algo distinta se han investigado chicles bio- y fotodegradables que, una vez abandonados a su suerte, pudieran ser deteriorados por la acción de microorganismos del suelo o por la acción de la luz UV que nos llega a la Tierra. De esa forma y en poco tiempo, los residuos resultantes debieran ser algo fácil de eliminar con un simple barrido. Por lo que yo sé, hasta el momento, esa solución tampoco parece muy operativa. Y no soy muy optimista, sobre todo en lo de los fotodegradables. Me pasa con esto como con las bolsas “fotodegradables” que dicen repartirnos las grandes superficies como bolsas de compra. Coja Ud. una de esas bolsas y póngala en el balcón más Sur que tenga en su casa. Y espere sentado a que desaparezca de su vista. Como no se la lleve el viento.........
Muy recientemente, se ha publicado que la Universidad de Bristol ha patentado unos nuevos polímeros que, entre diversos usos, pudieran emplearse como gomas base de los chicles y cuya característica más relevante es que pueden eliminarse del suelo por la acción suave de agua jabonosa, lo que haría el asunto de la limpieza algo más fácil. He rastreado bastante durante estas Navidades la información publicada al respecto e incluso las publicaciones y patentes del líder del grupo de Bristol, un polimérico bastante conocido, tratando de buscar entre líneas las características de esos polímeros. Como era de esperar, poco he conseguido con esa información escrita y publicada. Los investigadores han constituido una empresa tipo spin-off para explotar comercialmente esos polímeros que se ofrecen bajo el nombre comercial de Revolymer, el mismo que han empleado para su nueva empresa. Entre lo poco que dejan entrever, es interesante anotar que parece que no se trata de estructuras químicas nuevas, sino de polímeros conocidos, adecuadamente modificados químicamente para poder regular a voluntad su carácter hidrofílico/hidrofóbico, esto es su amor-desamor por el agua. Con esa posible regulación, en el caso de su aplicación para chicles, parece adoptarse un carácter hidrofílico suficiente como para que el agua jabonosa se los lleve por delante. Porque hay que tener en cuenta que muy hidrofílico tampoco los podemos hacer, ya que en ese caso se nos disolverían en la boca en poco tiempo y se acabaría el placer de mascar. Así que me quedo al loro de lo que se pueda ir publicando y en el caso de la cuestión pasara a mayores y algún gran fabricante optara por esas gomas base, me faltará tiempo para hacerme con algún chicle que las contenga y hacer que mis colegas Josepi y Lu lo destripen hasta sus últimos componentes. Si los de Bristol se llevan el gato al agua y se hacen ricos con ese producto, el Búho os hará saber de qué demonios está hecho esa panacea a mis litigios con los compradores de Balú.
Y un saludo desde Los Belones, en Murcia, cerca de la horrible La Manga. Aquí he escrito la presente entrada que aunque tiene fecha de 2 de enero, la he concluido en la noche de Reyes. La pena es que ya se me acaban los días de asueto y tengo que volver....
Es problema mundial la suciedad de calles, parece.
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