Varias veces he estado a punto de escribir algo sobre explosivos y Química. Datos tengo y algunos muy interesantes. Pero el tema se presta a complicaciones, dada la procedencia geográfica del Búho. Y más en estos días, con la que está cayendo después del maldito bombazo que casi nos impide a mi chica y a mi golfear en Murcia y que, sobre todo, se ha llevado por delante el dinero de muchos contribuyentes, la ilusión de una buena parte de ellos y la vida de dos personas, tan anónimas como yo, que pasaban por allí con sus amores, intereses y desvelos. Para luego tener que leer el esperpéntico comunicado de esa banda de tres letras que lleva la filosofía del “bai, baino” (en euskera, “si, pero”) hasta límites galácticos. Así que, puestos a escribir algo relacionado con el tema, he rebajado el tono del explosivo y en lugar de referirme a algunos particularmente dañinos, he optado por hacerlo con los artefactos pirotécnicos que embelesan a los ñoñostiarras todos los agostos. Porque sobre los otros explosivos y sus explosionadores, ya saben los que me conocen lo que pienso desde hace mucho tiempo. Al enemigo, ni agua. Y menos, información sobre explosivos.
Hay otro aspecto en este tema por el que tengo que andarme con cuidado. El personaje de porte señorial, vestido de azul, que veis a la izquierda de la foto de la derecha, en la cabecera de la entrada, es mi amigo y colega Félix M. Goñi, Catedrático de Bioquímica de la UPV/EHU, Director de la Unidad de Biofísica, Centro Mixto de la UPV y CSIC, laureado y conocido científico en el ámbito de las membranas celulares.............y pirotécnico convicto y confeso. Tanto es así que su libro “Fuegos artificiales en Euskalherria: Pirotecnia y pirotécnicos” es un clásico en cualquier web que uno consulte sobre el tema. En la foto le veis, el pasado mes de abril, en su calidad de invitado especial de un reciente certamen de fuegos artificiales celebrado en La Valeta, en Malta, acompañando a dos pirotécnicos profesionales de reconocido prestigio, el valenciano Ricardo Caballer que le escucha (y que se ha llevado más de un premio en los fuegos de Donosti) y el italiano Vicenzo Martarello. Así que nuestro insigne cátedro es toda una institución en esto del cohete y la traca. Pero guipuzcoanos serios, como un servidor, nunca perdonaremos que un prohombre de Irún como Félix haya contribuido al reciente renacer de los fuegos de la Semana Grande bilbaína. Aunque ya se sabe que los de Irún son muy suyos.
El empleo de artefactos caseros más o menos pirotécnicos constituye uno de los cimientos en los que se asentó mi predilección final por la Química como materia a la que dedicar mis esfuerzos estudiantiles, predilección que estuvo a punto de frustrarse por algún fraile corazonista que sabía tanto de Química como yo de teología budista. En uno de los primeros juegos de Química de que dispuse, había una receta de pólvora, obtenida al mezclar finamente divididos carbón, azufre y clorato potásico. El caso es que a mí, y a mi amigo de la infancia Javier Ruiz del Portal, nos privaba preparar la mencionada mezcla y tratar de hacerla explotar dentro de cartuchos de caza vacíos o en dispositivos más sofisticados. Como resultado de esta desmedida afición, las menguadas cantidades de reactivos que el juego traía en origen se nos acabaron en un santiamén. Y allí estábamos. Con una receta maravillosa y sin reactivos.
La caza y captura de los mismos era entonces una labor ardua para unos chavales de 10-12 años. El carbón no era un problema. En el barrio teníamos por aquel entonces una carbonería, en la que Patxi nos dejaba arramplar con el carbón que quisiéramos. Además, como nos interesaba carbón pulverizado para la mezcla, sólo le solicitábamos el polvo que sus negros montones dejaban en el suelo de la tienda (por decir algo). Pero, eso si, era importante (cómo demonios lo sabríamos) que el carbón tenía que ser carbón vegetal, carbón proveniente de la quema de madera y no carbón tipo antracita o hulla que Patxi también tenía. El azufre lo localizamos en una droguería. Sandalito, con nombre de retintín e hijo del droguero más influyente del pueblo, era algo mayor que nosotros y, aunque con no muy buena cara, accedió a vendernos el mismo azufre que, entre otras cosas, vendía a los comerciantes de Hernani para que lo espolvorearan en los alrededores de sus comercios como elemento disuasorio contrastado a las incontinencias urinarias de los perros dedicados al marcaje de sus territorios.
El problema fundamental era el clorato potásico. No sé cómo nos enteramos que las farmacias expedían clorato potásico como remedio a ciertas afecciones de garganta. Y a ellas nos fuimos. Pero las boticas que en aquel tiempo había en Hernani estaban regidas por dos señoras de armas tomar. Una de ellas nos mandó con cajas destempladas a las primeras de cambio. En la otra, el primer intento coló, pero cuando ya tuvimos que volver por más material, la ciudadana se mosqueó y se negó a suministrar el clorato a unos niños, por si las moscas. Así que recurrí a mi madre (gracias, Gordi) para que actuara como intermediaria, convenciendo a la boticaria Irigoyen de que las pastillas que su niño iba a buscar eran para mi padre, estudiante de canto durante casi toda su vida juvenil y madura y necesitado, era obvio, de dichas pastillas para mantener sus cuerdas vocales en perfecto uso ante un do de pecho sostenido.
La verdad es que ahora pienso en nuestros preparados, en los lugares a pie de carretera en los que les pegábamos fuego, en el ruido que a veces conseguíamos, en algún que otro accidente que tuvimos (de uno de ellos tengo un indeleble recuerdo en mi mano derecha) y me quedo pasmado de cómo han cambiado las cosas para los infantes. De auténticos chavales de calle, indómitos y peligrosos a niños de peinado, chuches y playstation.
Las prodigiosas mezclas que Javier y yo preparábamos eran variantes de la famosa pólvora negra, descubierta por casualidad por los chinos hace más de mil años, cuando comprobaron que una mezcla constituida por nitrato potásico (aquí está la variante sobre nuestros preparados), carbón y azufre, en proporciones aproximadas 75:15:10, ardía con una velocidad alarmante y con una impactante luz. Luego veremos que nitrato y clorato potásicos cumplen papeles similares aunque desconozco las razones por las que los fabricantes de mi juego de Química optaron por el clorato. Esa pólvora negra (o sus variantes) sigue siendo hoy en día el componente esencial de los artefactos pirotécnicos, recogiendo el legado del uso que de ellos hicieron los árabes, los reyes aragoneses que la extendieron hasta Italia, los refinados venecianos o los franceses que conmemoraron la paz de Aquisgrán, en 1748, con un festival pirotécnico para el que Haendel escribió su maravillosa Música para los reales fuegos artificiales.
Hasta principios del siglo XIX, los maestros pirotécnicos eran alquimistas en el sentido más literal de la palabra, cuyas fórmulas magistrales se transmitían sólo a sus alumnos aventajados, en un secretismo que fue la causa de más de un espionaje, amén de robos y asesinatos documentados. Durante todos esos siglos, la pólvora negra se mezclaba con algo de polvo de hierro, zinc o cobre proporcionando a las llamas, que la combustión de la pólvora generaba, tonalidades que iban del blanco al naranja y que fueron las únicas tonalidades utilizadas hasta que el advenimiento de la Química como ciencia provocó una revolución en el ámbito del colorido.
En las líneas que anteceden hemos hablado de términos como arder, quemar, combustión, términos que usamos en nuestra vida norma. En las combustiones habituales que ocurren en nuestra vida cotidiana, éstas ocurren gracias al oxígeno contenido en el aire. Merced a su omnipresencia en nuestra atmósfera se quema (con presencia de una llama) el fósforo de una cerilla, el gas de nuestra cocina, el papel o la madera. En nuestro medio fisiológico es también el oxígeno el responsable de las combustiones, aunque aquí no se vea la llama. Pero gracias al oxígeno que respiramos, la glucosa generada a partir de la sacarosa del azúcar reacciona con el oxigeno para dar anhídrido carbónico y vapor de agua, que exhalamos en la respiración, junto a una considerable cantidad de calor que usamos como fuente de energía de nuestro organismos. Esa reacción también es una combustión.
En los fuegos artificiales, los pirotécnicos utilizan trucos para tener aportes adicionales de oxígeno al existente en la atmósfera y hacer así que las reacciones de combustión sean instantáneas y violentas. Para conseguirlo, todas las formulaciones contienen sales como los nitratos, los cloratos de las farmacéuticas de mi pueblo o unas sales mas ricas en oxígeno, y más estables que los cloratos, como son los percloratos. En presencia de sustancias ávidas por el oxígeno como el azufre o el carbón, estos nitratos, cloratos o percloratos se descomponen proporcionando oxígeno en mayor o menor medida, oxígeno que es empleado por el azufre o el carbón de las pólvoras para realizar reacciones de combustión, proporcionando una gran cantidad de calor y la generación de gases que, como el CO2 o el SO2, resultan fundamentales a la hora de generar la fuerza adecuada para impulsar a una altura más o menos grande nuestros dispositivos de ruido, luz y color.
Los tonos invariablemente naranjas de los antiguos fuegos artificiales estaban causados por el fenómeno de la incandescencia, esto es la luz emitida por sólidos a alta temperatura (mis amigos físicos hablarían de la radiación de un cuerpo negro o de un cuerpo gris). Casi todo el mundo tiene intuitivamente la idea de cosas incandescentes, a altas temperaturas, con tonos de color distintos. Piénsese en el propio carbón (el cuerpo negro por excelencia) en una caldera, en el hierro al rojo en una fundición, etc. La luz que emiten los sólidos cuando están incandescentes puede ser de diferentes tonalidades (de diversa longitud de onda, decimos los físicos y los químicos) dependiendo de la temperatura a la que se encuentren. Y así, entre 400 y 1400ºC el carbón pasa de verse rojo apagado a rojo intenso, a rojo anaranjado, a naranja o amarillo, hasta acabar de un amarillo pálido. Si quisiéramos ver el carbón azul tendríamos que llegar a temperaturas de cerca 8000º, lo que evidentemente no conseguimos en nuestros artefactos pirotécnicos. El empleo de polvo de hierro, cobre, etc. que hemos mencionado antes producía partículas incandescentes con tonalidades algo distintas.
La ampliación de esas tonalidades a otras como los verdes, azules o rojos intensos se produjo gracias a la incorporación de una serie de sustancias químicas como las sales de bario, estroncio o cobre. En este caso, la emisión de luz de esos colores se produce por un fenómeno diferente, conocido como luminiscencia, un término que engloba a otros como fosforescencia o fluorescencia de los que tenemos ejemplos como las luciérnagas o los líquidos fluorescentes que se emplean para iluminar las boyas o los corchos de los pescaderos nocturnos. Unas pocas sales cloradas de algunos metales exhiben el fenómeno de la fluorescencia en tonalidades visibles como las arriba mencionadas y constituyen una parte esencial de los modernos fuegos artificiales. Y así, el cloruro de bario emite luces fluorescentes de color verde, el cloruro de estroncio rojo y el cloruro de cobre azul. El problema es que estos cloruros son altamente higroscópicos (cogen fácilmente el vapor de agua del ambiente) lo que hace que las mezclas pirotécnicas se hagan difíciles de quemar y, en algún caso, inestables. La solución ha sido conseguir, mediante adecuadas estrategias, que el metal y el cloro estén juntos en el vapor que se forma durante el proceso de combustión. La molécula correspondiente, excitada por esas altas temperaturas, emitirá luz en el color correspondiente al cloruro formado.
Para entenderlo un poco mejor revisemos la preparación de un fuego que nos de un intenso color rojo. En terminología pirotécnica, los colores de un fuego artificial vienen, invariablemente, de las llamadas estrellas, pequeñas bolsas del tamaño de una cereza o una fresa que contienen los elementos esenciales para conseguir el efecto o color deseado. Una estrella roja característica contiene un 67% de perclorato potásico, un 3-4% de carbonato de estroncio, un 13,5% de una brea de pino (que hace el papel de combustible) y un 6% de almidón como ligante de todo ello. Se trata de una mezcla cuidadosamente elegida, estable durante el almacenamiento y que, cuando arda, nos va a proporcionar el color rojo deseado. Como se ve, no contiene cloruro de estroncio, que es el que generará el color rojo intenso. ¿De donde surge?. Una vez que hemos conseguido altas temperaturas mediante la combustión de la brea y el generador de oxígeno (el perclorato), éste último nos produce también iones cloruro al descomponerse. El carbonato de estroncio, una fuente estable de estroncio, nos proporcionará éste al descomponerse a las altas temperaturas generadas. Ya tenemos por tanto un cloruro de estroncio generado in situ que, excitado por el nivel térmico alcanzado, emitirá su inherente color rojo.
Se suele poner un exceso de brea sobre la estrictamente necesaria para asegurar que parte del oxígeno liberado no sea usado por el estroncio para formar óxido de estroncio que solidificaría en la propia llama y nos daría un rojo un tanto deslavado. Pero tampoco hay que poner demasiado, porque entonces la brea sin quemar, a las altas temperaturas alcanzadas, produciría una tonalidad amarillenta que, rápidamente, desvirtuaría nuestro rojo intenso. En la preparación de estos artefactos hay que tener también en cuenta que la consecución de colores puros implica el empleo de ingredientes químicos de alta calidad. La llamada linea D de emisión del sodio (de color naranja) es tan fuerte que pequeñas cantidades de sodio en algunos de los compuestos químicos empleados puede ser la ruina para el color buscado. El potasio, por el contrario, tiene lineas de emisión muy débiles, que no interfieren, de ahí el empleo de nitratos y percloratos potásicos como suministradores de oxígeno. Como se ve la cosa tiene muchas aristas que hay que suavizar.
El color azul ha sido siempre un problema, porque aunque el cloruro de cobre proporciona un intenso color de ese tipo, lo cierto es que resiste mal en las condiciones de una llama caliente. Recientemente se han conseguido algunas mejoras con la adicción a las mezclas del llamado magnalium, una aleación de aluminio y magnesio que, al contrario de lo que hacen ambos metales por separado, consigue que la temperatura de llama no sea tan alta, con lo que el intenso brillo de ambos metales en incandescencia no se produce y no enmascara a los colores deseados. Además, al no elevarse tanto la temperatura, la emisión azul de las sales de cobre resiste mejor en el tiempo.
Seguro que este próximo agosto vais a ver los fuegos con otros ojos.
Hay otro aspecto en este tema por el que tengo que andarme con cuidado. El personaje de porte señorial, vestido de azul, que veis a la izquierda de la foto de la derecha, en la cabecera de la entrada, es mi amigo y colega Félix M. Goñi, Catedrático de Bioquímica de la UPV/EHU, Director de la Unidad de Biofísica, Centro Mixto de la UPV y CSIC, laureado y conocido científico en el ámbito de las membranas celulares.............y pirotécnico convicto y confeso. Tanto es así que su libro “Fuegos artificiales en Euskalherria: Pirotecnia y pirotécnicos” es un clásico en cualquier web que uno consulte sobre el tema. En la foto le veis, el pasado mes de abril, en su calidad de invitado especial de un reciente certamen de fuegos artificiales celebrado en La Valeta, en Malta, acompañando a dos pirotécnicos profesionales de reconocido prestigio, el valenciano Ricardo Caballer que le escucha (y que se ha llevado más de un premio en los fuegos de Donosti) y el italiano Vicenzo Martarello. Así que nuestro insigne cátedro es toda una institución en esto del cohete y la traca. Pero guipuzcoanos serios, como un servidor, nunca perdonaremos que un prohombre de Irún como Félix haya contribuido al reciente renacer de los fuegos de la Semana Grande bilbaína. Aunque ya se sabe que los de Irún son muy suyos.
El empleo de artefactos caseros más o menos pirotécnicos constituye uno de los cimientos en los que se asentó mi predilección final por la Química como materia a la que dedicar mis esfuerzos estudiantiles, predilección que estuvo a punto de frustrarse por algún fraile corazonista que sabía tanto de Química como yo de teología budista. En uno de los primeros juegos de Química de que dispuse, había una receta de pólvora, obtenida al mezclar finamente divididos carbón, azufre y clorato potásico. El caso es que a mí, y a mi amigo de la infancia Javier Ruiz del Portal, nos privaba preparar la mencionada mezcla y tratar de hacerla explotar dentro de cartuchos de caza vacíos o en dispositivos más sofisticados. Como resultado de esta desmedida afición, las menguadas cantidades de reactivos que el juego traía en origen se nos acabaron en un santiamén. Y allí estábamos. Con una receta maravillosa y sin reactivos.
La caza y captura de los mismos era entonces una labor ardua para unos chavales de 10-12 años. El carbón no era un problema. En el barrio teníamos por aquel entonces una carbonería, en la que Patxi nos dejaba arramplar con el carbón que quisiéramos. Además, como nos interesaba carbón pulverizado para la mezcla, sólo le solicitábamos el polvo que sus negros montones dejaban en el suelo de la tienda (por decir algo). Pero, eso si, era importante (cómo demonios lo sabríamos) que el carbón tenía que ser carbón vegetal, carbón proveniente de la quema de madera y no carbón tipo antracita o hulla que Patxi también tenía. El azufre lo localizamos en una droguería. Sandalito, con nombre de retintín e hijo del droguero más influyente del pueblo, era algo mayor que nosotros y, aunque con no muy buena cara, accedió a vendernos el mismo azufre que, entre otras cosas, vendía a los comerciantes de Hernani para que lo espolvorearan en los alrededores de sus comercios como elemento disuasorio contrastado a las incontinencias urinarias de los perros dedicados al marcaje de sus territorios.
El problema fundamental era el clorato potásico. No sé cómo nos enteramos que las farmacias expedían clorato potásico como remedio a ciertas afecciones de garganta. Y a ellas nos fuimos. Pero las boticas que en aquel tiempo había en Hernani estaban regidas por dos señoras de armas tomar. Una de ellas nos mandó con cajas destempladas a las primeras de cambio. En la otra, el primer intento coló, pero cuando ya tuvimos que volver por más material, la ciudadana se mosqueó y se negó a suministrar el clorato a unos niños, por si las moscas. Así que recurrí a mi madre (gracias, Gordi) para que actuara como intermediaria, convenciendo a la boticaria Irigoyen de que las pastillas que su niño iba a buscar eran para mi padre, estudiante de canto durante casi toda su vida juvenil y madura y necesitado, era obvio, de dichas pastillas para mantener sus cuerdas vocales en perfecto uso ante un do de pecho sostenido.
La verdad es que ahora pienso en nuestros preparados, en los lugares a pie de carretera en los que les pegábamos fuego, en el ruido que a veces conseguíamos, en algún que otro accidente que tuvimos (de uno de ellos tengo un indeleble recuerdo en mi mano derecha) y me quedo pasmado de cómo han cambiado las cosas para los infantes. De auténticos chavales de calle, indómitos y peligrosos a niños de peinado, chuches y playstation.
Las prodigiosas mezclas que Javier y yo preparábamos eran variantes de la famosa pólvora negra, descubierta por casualidad por los chinos hace más de mil años, cuando comprobaron que una mezcla constituida por nitrato potásico (aquí está la variante sobre nuestros preparados), carbón y azufre, en proporciones aproximadas 75:15:10, ardía con una velocidad alarmante y con una impactante luz. Luego veremos que nitrato y clorato potásicos cumplen papeles similares aunque desconozco las razones por las que los fabricantes de mi juego de Química optaron por el clorato. Esa pólvora negra (o sus variantes) sigue siendo hoy en día el componente esencial de los artefactos pirotécnicos, recogiendo el legado del uso que de ellos hicieron los árabes, los reyes aragoneses que la extendieron hasta Italia, los refinados venecianos o los franceses que conmemoraron la paz de Aquisgrán, en 1748, con un festival pirotécnico para el que Haendel escribió su maravillosa Música para los reales fuegos artificiales.
Hasta principios del siglo XIX, los maestros pirotécnicos eran alquimistas en el sentido más literal de la palabra, cuyas fórmulas magistrales se transmitían sólo a sus alumnos aventajados, en un secretismo que fue la causa de más de un espionaje, amén de robos y asesinatos documentados. Durante todos esos siglos, la pólvora negra se mezclaba con algo de polvo de hierro, zinc o cobre proporcionando a las llamas, que la combustión de la pólvora generaba, tonalidades que iban del blanco al naranja y que fueron las únicas tonalidades utilizadas hasta que el advenimiento de la Química como ciencia provocó una revolución en el ámbito del colorido.
En las líneas que anteceden hemos hablado de términos como arder, quemar, combustión, términos que usamos en nuestra vida norma. En las combustiones habituales que ocurren en nuestra vida cotidiana, éstas ocurren gracias al oxígeno contenido en el aire. Merced a su omnipresencia en nuestra atmósfera se quema (con presencia de una llama) el fósforo de una cerilla, el gas de nuestra cocina, el papel o la madera. En nuestro medio fisiológico es también el oxígeno el responsable de las combustiones, aunque aquí no se vea la llama. Pero gracias al oxígeno que respiramos, la glucosa generada a partir de la sacarosa del azúcar reacciona con el oxigeno para dar anhídrido carbónico y vapor de agua, que exhalamos en la respiración, junto a una considerable cantidad de calor que usamos como fuente de energía de nuestro organismos. Esa reacción también es una combustión.
En los fuegos artificiales, los pirotécnicos utilizan trucos para tener aportes adicionales de oxígeno al existente en la atmósfera y hacer así que las reacciones de combustión sean instantáneas y violentas. Para conseguirlo, todas las formulaciones contienen sales como los nitratos, los cloratos de las farmacéuticas de mi pueblo o unas sales mas ricas en oxígeno, y más estables que los cloratos, como son los percloratos. En presencia de sustancias ávidas por el oxígeno como el azufre o el carbón, estos nitratos, cloratos o percloratos se descomponen proporcionando oxígeno en mayor o menor medida, oxígeno que es empleado por el azufre o el carbón de las pólvoras para realizar reacciones de combustión, proporcionando una gran cantidad de calor y la generación de gases que, como el CO2 o el SO2, resultan fundamentales a la hora de generar la fuerza adecuada para impulsar a una altura más o menos grande nuestros dispositivos de ruido, luz y color.
Los tonos invariablemente naranjas de los antiguos fuegos artificiales estaban causados por el fenómeno de la incandescencia, esto es la luz emitida por sólidos a alta temperatura (mis amigos físicos hablarían de la radiación de un cuerpo negro o de un cuerpo gris). Casi todo el mundo tiene intuitivamente la idea de cosas incandescentes, a altas temperaturas, con tonos de color distintos. Piénsese en el propio carbón (el cuerpo negro por excelencia) en una caldera, en el hierro al rojo en una fundición, etc. La luz que emiten los sólidos cuando están incandescentes puede ser de diferentes tonalidades (de diversa longitud de onda, decimos los físicos y los químicos) dependiendo de la temperatura a la que se encuentren. Y así, entre 400 y 1400ºC el carbón pasa de verse rojo apagado a rojo intenso, a rojo anaranjado, a naranja o amarillo, hasta acabar de un amarillo pálido. Si quisiéramos ver el carbón azul tendríamos que llegar a temperaturas de cerca 8000º, lo que evidentemente no conseguimos en nuestros artefactos pirotécnicos. El empleo de polvo de hierro, cobre, etc. que hemos mencionado antes producía partículas incandescentes con tonalidades algo distintas.
La ampliación de esas tonalidades a otras como los verdes, azules o rojos intensos se produjo gracias a la incorporación de una serie de sustancias químicas como las sales de bario, estroncio o cobre. En este caso, la emisión de luz de esos colores se produce por un fenómeno diferente, conocido como luminiscencia, un término que engloba a otros como fosforescencia o fluorescencia de los que tenemos ejemplos como las luciérnagas o los líquidos fluorescentes que se emplean para iluminar las boyas o los corchos de los pescaderos nocturnos. Unas pocas sales cloradas de algunos metales exhiben el fenómeno de la fluorescencia en tonalidades visibles como las arriba mencionadas y constituyen una parte esencial de los modernos fuegos artificiales. Y así, el cloruro de bario emite luces fluorescentes de color verde, el cloruro de estroncio rojo y el cloruro de cobre azul. El problema es que estos cloruros son altamente higroscópicos (cogen fácilmente el vapor de agua del ambiente) lo que hace que las mezclas pirotécnicas se hagan difíciles de quemar y, en algún caso, inestables. La solución ha sido conseguir, mediante adecuadas estrategias, que el metal y el cloro estén juntos en el vapor que se forma durante el proceso de combustión. La molécula correspondiente, excitada por esas altas temperaturas, emitirá luz en el color correspondiente al cloruro formado.
Para entenderlo un poco mejor revisemos la preparación de un fuego que nos de un intenso color rojo. En terminología pirotécnica, los colores de un fuego artificial vienen, invariablemente, de las llamadas estrellas, pequeñas bolsas del tamaño de una cereza o una fresa que contienen los elementos esenciales para conseguir el efecto o color deseado. Una estrella roja característica contiene un 67% de perclorato potásico, un 3-4% de carbonato de estroncio, un 13,5% de una brea de pino (que hace el papel de combustible) y un 6% de almidón como ligante de todo ello. Se trata de una mezcla cuidadosamente elegida, estable durante el almacenamiento y que, cuando arda, nos va a proporcionar el color rojo deseado. Como se ve, no contiene cloruro de estroncio, que es el que generará el color rojo intenso. ¿De donde surge?. Una vez que hemos conseguido altas temperaturas mediante la combustión de la brea y el generador de oxígeno (el perclorato), éste último nos produce también iones cloruro al descomponerse. El carbonato de estroncio, una fuente estable de estroncio, nos proporcionará éste al descomponerse a las altas temperaturas generadas. Ya tenemos por tanto un cloruro de estroncio generado in situ que, excitado por el nivel térmico alcanzado, emitirá su inherente color rojo.
Se suele poner un exceso de brea sobre la estrictamente necesaria para asegurar que parte del oxígeno liberado no sea usado por el estroncio para formar óxido de estroncio que solidificaría en la propia llama y nos daría un rojo un tanto deslavado. Pero tampoco hay que poner demasiado, porque entonces la brea sin quemar, a las altas temperaturas alcanzadas, produciría una tonalidad amarillenta que, rápidamente, desvirtuaría nuestro rojo intenso. En la preparación de estos artefactos hay que tener también en cuenta que la consecución de colores puros implica el empleo de ingredientes químicos de alta calidad. La llamada linea D de emisión del sodio (de color naranja) es tan fuerte que pequeñas cantidades de sodio en algunos de los compuestos químicos empleados puede ser la ruina para el color buscado. El potasio, por el contrario, tiene lineas de emisión muy débiles, que no interfieren, de ahí el empleo de nitratos y percloratos potásicos como suministradores de oxígeno. Como se ve la cosa tiene muchas aristas que hay que suavizar.
El color azul ha sido siempre un problema, porque aunque el cloruro de cobre proporciona un intenso color de ese tipo, lo cierto es que resiste mal en las condiciones de una llama caliente. Recientemente se han conseguido algunas mejoras con la adicción a las mezclas del llamado magnalium, una aleación de aluminio y magnesio que, al contrario de lo que hacen ambos metales por separado, consigue que la temperatura de llama no sea tan alta, con lo que el intenso brillo de ambos metales en incandescencia no se produce y no enmascara a los colores deseados. Además, al no elevarse tanto la temperatura, la emisión azul de las sales de cobre resiste mejor en el tiempo.
Seguro que este próximo agosto vais a ver los fuegos con otros ojos.
Hola, ya han pasado muchos dias desde la publicacion de esta información. Me gustaria saber cuales son sus avances y sobre todo si les puede preguntar a sus amigos científicos que son los emisores moleculares, que sirven para dar más tonalidades. Gracias
ResponderEliminarHola Ricardo,
ResponderEliminarEl 28 de setiembre de 2008 en: http://elblogdebuhogris.blogspot.com/2008/09/hogueras-y-fuegos-artificiales.html
publiqué una entrada más reciente al respecto. Aunque no se si será lo que andas buscando.
Recorriendo tu blog, me encontré con este post que me resultó muy interesante por varias cosas: porque tus primeras andanzas como químico fueron justo en la típica edad de la curiosidad y de creerte invencible y tan bueno en lo que hacías, que descartaste los peligros...lo mismo que ocurrió con mis hijos a esa misma edad, que esperaban que yo no estuviera en casa, y hacían experimentos con petardos o simpleas cabezas de fósforo que embutían en el tronco de mi rosal predilecto y lo hacían estallar...imagínate, pero nadie sabía a qué se debía que hubiera hoyos en esa planta , cuando yo les preguntaba. Esto me lo confesaron siendo adultos y gozaban a costa de mi inocencia.
ResponderEliminarEn este post me llamó la atención la palabrita "perclorato"...yo leí que es un disruptor endocrino y en EEUU se encontró altos niveles en la leche de vaca y en leche materna cuando estaban haciendo una investigación sobre el origen de problemas en la función de la glándula tiroides, y este perclorato aparece en los herbicidas, fuegos artificiales, algunas bengalas para señalización, y en el combustible sólido de cohetes, y el problema fue vinculado a que se transporta grandes distancias por las aguas subterráneas, o ríos...
Bueno, este famoso perclorato perdura por algún tiempo y en ese intertanto puede entorpecer la producción de hormonas tiroídeas, que estimulan el crecimiento en el esqueleto de los niños o provocar esto mismo en el feto de una mujer embarazada!
Eso que cuentas, que se usan nitratos en vez de percloratos, lo usa el Cirque du Soleil, para espectáculos bajo techo, porque provoca menos humo.
Gracias, Búho, por toda la información.
Gracias Gabriela. Tu comentario a un post ciertamente antiguo, llega sin embargo el mismo día (08/12/11) en el que la American Chemical Society ha impartido un Curso online sobre estas cosas y que yo he seguido. Lo que son las coincidencias!!!!
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