viernes, 21 de febrero de 2025

Microplásticos en la Antártida y en el cerebro

El pasado domingo, 9 de febrero, me dieron un disgusto con el desayuno. Un prestigioso y veterano divulgador científico, en un magazín de RNE, se sumó al coro de noticias alarmistas sobre los Micro- y Nanoplásticos, noticias que hacían referencia a dos artículos científicos recientemente publicados. Como le admiro desde hace tiempo, me extrañó que, en su cortísima reseña de uno de esos artículos, hablara de “concentraciones récord de microplásticos en zonas más remotas de la Antártida como el Polo Sur y en unos glaciares”. Algo que creo que no hubiera hecho si se hubiera leído el artículo con el mismo cuidado que suele emplear en otras novedades científicas que nos cuenta cada domingo. El Búho, que si se ha leído el artículo, os va a hacer un resumen ciertamente algo diferente y luego cada cual que piense lo que quiera.

El mencionado artículo todavía no se había publicado “oficialmente” ese día 9. De hecho, si picáis en el enlace que acabo de poneros, comprobareis que la fecha con la que va a pasar al historial de la revista que lo publica es el 25 de febrero, pero cuando se trata de artículos que se sabe van a impactar en la gente, la propia revista ya se encarga de distribuir a los medios el material y así conseguir “Me gusta” inmediatos, que es lo que priva.

Los investigadores implicados (ingleses, irlandeses y alemanes) habían recogido muestras de nieve en tres remotas zonas de la Antártida donde se alojan campos de investigación o de turismo muy limitado: los glaciares Union y Schanz y el propio Polo Sur. El campo situado en el Glaciar Union es estacional y está operativo durante el verano austral entre octubre y febrero y suele alojar a unas 140 personas. El del glaciar Schanz es, en realidad, de carácter turístico y no suele albergar mas de 16 personas. Por el contrario en el campo del Polo Sur, la National Science Foundation (NSF) mantiene unas 100 personas durante el verano y unas 50 en invierno, recibiendo cada año unas 250 personas adicionales que visitan el enclave. Por tanto, estamos hablando de zonas que, aunque de forma limitada, reciben gente, lo que no ocurre con la gran mayoría de toda la vasta extensión del resto de la Antártida (casi 14 millones de kilómetros cuadrados, 27 veces la extensión de España). Así que, como primera idea a resaltar, la contaminación que pueda haber en los lugares investigados no puede identificarse con la de la Antártida en su inmensidad.

Sin entrar en muchos detalles técnicos, las muestras de nieve tomadas en esos asentamientos se dejaron fundir, se filtraron adecuadamente para que no se introdujeran contaminaciones derivadas del propio laboratorio que las estudió y se evaluaron, tanto el número de microplásticos presentes como el peso de los mismos, por litro de nieve. Para ello usaron una técnica de análisis químico conocida como Espectroscopia infrarroja de Transformada de Fourier (FTiR) que permite medir el tamaño de las partículas así como identificarlas químicamente.

Ese análisis constata que los microplásticos más abundantes están en forma de micropartículas (trozos de plástico de unas pocas micras) y microfibras (fibras de longitud en esa misma escala). Y en cuanto a materiales, las más abundante son las poliamidas sintéticas (incluida la conocida como poliamida o nylon 6), cosa que tampoco es de extrañar porque, como dice una de las investigadoras en las noticias de prensa, las poliamidas están presentes en muchas prendas, así como en cuerdas y banderas para marcar rutas seguras dentro y alrededor del campamento. Otros polímeros muy encontrados son el polietilentereftalato (PET), utilizado en botellas pero también en fibras de poliéster, el polietileno, componente por ejemplo de los tupperwares y bolsas de basura o el caucho sintético de las ruedas de vehículos de todo tipo.

En el artículo, los propios investigadores también reconocen que esos microplásticos están en zonas próximas a los asentamientos y no en zonas de control, alejadas de los mismos, que ellos mismos establecieron, lo que sugiere que son las personas que viven en los asentamientos las causantes de la contaminación, contraviniendo, quizás inadvertidamente, el tratado de Madrid que establece que los plásticos deben eliminarse de las zonas visitadas de la Antártida o, en el caso del polietileno, incinerarse. Aunque en un largo párrafo previo a la afirmación que he marcado arriba en negrita, los autores nos quieren hacer ver el papel de los vientos y tempestades en el transporte de microplásticos a largas distancias, lo cierto es que eso no se deduce de su estudio y parece más que probable que las concentraciones encontradas sean consecuencia de las actividades de las pequeñas colonias de humanos allí alojados. Aunque sería deseable, como dicen los autores “utilizar una mayor cobertura espacial, con más ubicaciones remotas y una mayor cobertura temporal, lo que podría ayudar a determinar la correlación entre la concentración y la proximidad al campamento”. Pero, mientras tanto, hay lo que hay.

Como decía al principio, mi admirado divulgador científico se hacía eco de una afirmación que, ciertamente, se encuentra en el artículo científico y que establece que “el estudio actual, que detecta concentraciones de microplásticos aproximadamente 100 veces mayores en comparación con Aves et al. (2022), destaca cómo el microplástico en la nieve antártica puede ser más preocupante de lo que se pensaba anteriormente”. Esa afirmación es discutible en dos aspectos. Primero, porque los resultados se comparan únicamente con los del artículo que acabo de enlazar. Sacar de ahí la conclusión de “concentraciones récord” es un poco aventurado. Y segundo, los mismos autores aclaran que la razón de la discrepancia puede nacer de que la técnica que ellos utilizan permite identificar y cuantificar partículas y fibras más pequeñas, menores de 11 micras, que no se detectaban usando las técnicas utilizada en el estudio con el que se comparan resultados (en ese caso, solo se detectaban las mayores de 50 micras). Y es seguro, pero esto es de mi cosecha, que a medida que se vayan refinando esos métodos de medida ese número seguirá aumentando. Es lo “malo” de tener cada día mejores técnicas analíticas, como pasa con la detección de sustancias químicas en diversos ámbitos.

Los autores también encuentran que, al analizar la morfología de sus microplásticos, la que hemos denominado micropartículas es predominante (79%) sobre la de microfibras (21%), en franco desacuerdo con el trabajo de Aves et al. (2022), ya citado, que encontraban a las microfibras como predominantes (61%). Para explicarlo, aducen que, en este último caso, los autores, “eran incapaces de distinguir entre microfibras sintéticas y naturales”. Y este asunto de las fibras naturales y artificiales es muy interesante y nadie lo ha destacado adecuadamente.

En el apartado 3.3 del artículo se menciona que en la nieve analizada aparecían Otros materiales que los autores no conceptúan como Microplásticos. Se trata de micropartículas y microfibras, según ellos de origen natural y que, además de arena y carbón, consistían fundamentalmente y casi en su totalidad (Figura 7c), de fibras de celulosa (no lo dicen explícitamente pero es muy probable que se trate de algodón) y poliamidas naturales (los autores hablan de pieles pero seguro que también de lana). Y resulta (figura 7a) que esos otros materiales son mayoritarios en los tres asentamientos con porcentajes del 53% en el Glaciar Union, 77% en el Schanz y hasta el 83% en el Polo Sur.

Estamos ante un caso más de esa aparente inconsistencia de considerar Microplásticos solo a los polímeros de origen sintéticos, cuando hay evidencias, por ejemplo, de que en los océanos, los polímeros de origen natural, sobre todo en forma de fibras, son los más abundantes, como nos hicimos eco en esta entrada. Quizás ahí resida el hecho de que en este estudio, como ya hemos mencionado, haya más microplásticos en forma de micropartículas que de microfibras. Simplemente han dejado fuera otras microfibras de origen antropogénico (algodón, lana, etc) que ellos no consideran microplásticos. Si no las hubieran dejado fuera, el mencionado récord de microplásticos aún sería mas evidente (estoy más guapo callado).

Hay alguna otra perla que he encontrado leyendo despacio el artículo. Por ejemplo, en el último párrafo del apartado 4 (Discusión), a propósito de las implicaciones que estos microplásticos pudieran tener en la Antártida, se dice que su presencia pudiera inducir cambios importantes en el albedo o reflectividad de la nieve, algo que pudiera contribuir al calentamiento global. Aunque hay literatura científica reciente al respecto, sus conclusiones no dejan de ser meras especulaciones, dado que, copio literalmente, “los efectos potenciales de los microplásticos en la fusión de la nieve y el hielo están mal cuantificados y son restringidos”. Y, además, eso afectaría a áreas muy reducidas de terreno antártico.

Cambiando de tercio, el otro artículo que ha tenido amplia difusión en los medios es el asunto de la presencia de microplásticos en diversos órganos de cadáveres, particularmente en el cerebro. No quiero profundizar en este caso porque no tengo todavía el artículo suficientemente destripado (hay 39 páginas solo de material suplementario), pero todo se andará. Aunque, de entrada, tanto para mí como para algunos de mis amigos más próximos, ligados al ámbito de los materiales plásticos, hay un resultado ciertamente sorprendente.

En su cuantificación, los autores dan concentraciones medias de microplásticos de hasta 26 miligramos por gramo en cerebros de doce personas aquejadas de demencia (lo que añade “pimienta” a la noticia). 26 miligramos por gramo de muestra de cerebro supone un 2,6 %. Teniendo en cuenta que un cerebro humano pesa aproximadamente unos 1300-1400 gramos, eso supondría que “atesoramos” en nuestro cerebro tres gramos y medio de plástico en forma de microplásticos. Veremos si esos números se confirman en posteriores investigaciones, no vaya a ser como aquello de que consumíamos semanalmente el equivalente a una tarjeta de crédito de plástico, derivado del contenido en microplásticos en nuestra comida y bebida. Yo diría que eso se ha desmontado contundentemente (ver aquí y aquí) pero nadie en los medios parece haberse enterado.

Dice la Búha que, en lo tocante a la música clásica, tengo una cierta tendencia a aquella que lleva una alta carga de ritmo, metal y percusión. Tiene algo de razón y, a la búsqueda de un motivo, tengo que aducir que, de niño, muchos domingos acompañaba a mi padre a ver los conciertos de la Banda de Música de Hernani que el había fundado a finales de 1955. En el programa de esos conciertos abundaban pasodobles, música de zarzuela y oberturas de óperas, todo ello con la loable intención de atraer espectadores. De esa época proviene mi apego a la Obertura de Guillermo Tell de Rossini. En el enlace, Claudio Abbado dirige a la Filarmónica de Berlín, en uno de los conciertos veraniegos al aire libre (1996). Imaginaros a la banda de mi pueblo sudando tinta para seguir ese ritmo…

domingo, 9 de febrero de 2025

Cristales y vidrios y su diferente reciclado

Me escribió hace poco un reciente suscriptor del Blog (Jorge F.) que me alegró el día diciéndome que estaba "devorando" las entradas antiguas (el entrecomillado es suyo). A propósito de una de esas viejas entradas, en la que hablé sobre la fabricación del vidrio recordando una visita a la isla de Murano, Jorge me planteaba sus dudas sobre el uso que se hace en la vida normal de los términos vidrio y cristal. Así como sobre las diferencias entre ambos que había encontrado en diversas webs relacionadas y las implicaciones de esas diferencias en su reciclado a través del contenedor verde. En el que, como os habréis fijado, se nos dice que podemos tirar botellas y botes de vidrio pero no otras cosas como copas de vino, vidrios de espejos, bombillas, etc. Y no me extraña que le hayan surgido dudas, porque tras visitar algunos de los sitios que me mencionaba en su email, veo que hay un despiste bastante generalizado. Que Jorge detectó correctamente y yo le confirmé. Así que voy a aprovechar el intercambio entre ambos para pergeñar una entrada.

Un sitio en el que podríamos bucear para tratar de aclarar ambos términos, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, no contribuye precisamente a aclarar ese embrollo. La RAE entiende por cristalino "lo relativo o parecido al cristal". Y si uno va a la voz cristal, la primera acepción se refiere a "los sólidos cuyos átomos o moléculas están regular y repetidamente distribuidos en el espacio". Algo que parecen que han asumido algunas de las webs que consultó el amigo Jorge. Además, también establece que uno de los sinónimos de la palabra cristal es vidrio de ventana.

Pero los físicos y químicos que hemos trabajado con materiales tenemos muy claras las diferencias entre un vidrio y un cristal. En el lenguaje científico, ambas denominaciones implican estructuras internas de esos materiales radicalmente diferentes y es por eso que nos sentimos algo incómodos con el uso indistinto que se hace en el lenguaje popular. Aunque también las usemos, dada su implantación. En una vieja entrada de este Blog, traté de explicar las diferencias entre ambos tipos de materiales usando el ejemplo de los átomos de carbono, que pueden dar lugar a estructuras tan diferentes como los diamantes de alguna mina de Suráfrica o los carbones de Asturias.

En ese sentido, un diamante es un ejemplo de material cristalino, entendiendo por tal el que forma cristales o es capaz de cristalizar al solidificar desde un fundido o una disolución, de forma bastante lenta en el tiempo y, a veces, bajo la acción de presiones elevadas. Ello da lugar a materiales con ordenaciones de los átomos que los componen en redes de forma geométrica bien definidas (cubos, prismas, pirámides). Eso puede originar estructuras como la de los ya citados diamantes o cristales de sulfato de calcio (o yeso) tan impresionantes por su tamaño como los que se pueden ver en la Geoda Gigante de Pulpí en Almería. A un nivel más pequeño podemos ver también formaciones cristalinas picando en los enlaces siguientes, relativos a la sal Maldon o a minerales como la galena.

Por el contrario, cuando un vidriero funde en los hornos de Murano la materia prima empleada para producir el vidrio, saca el fundido del horno y lo enfría bruscamente, esa acción provoca que, al solidificar, no haya ordenación alguna de los átomo o moléculas que lo constituyen, formando un material que se denomina sólido amorfo o sólido vítreo (o simplemente vidrio). Átomos o moléculas están ahora tan desordenados como lo estaban en el fundido, sólo que en éste la cosa se movía y al solidificar se queda quieta. Este Blog contiene entradas sobre otros materiales amorfos como la plastilina (cuando está sólida tras meterla en el congelador), el carbón de mina antes mencionado u otros muchos plásticos como el poliestireno, el PVC o el polimetacrilato de metilo.

Para daros una idea sencilla, la figura de abajo es una representación muy simplificada, y en dos dimensiones, de un sólido cristalino (un cristal) y un sólido amorfo (un vidrio). En el mundo real, esas estructuras se propagan generalmente en las tres direcciones del espacio formando, en el caso de los sólidos cristalinos, las estructuras geométricas presentes en los ejemplos que os he dado. Cosa que no ocurre con los sólidos amorfos o vidrios.

Desde un punto de vista histórico, la confusión entre vidrio y cristal puede que arranque de los vidrieros venecianos, que se trasladaron a Murano a finales del siglo XI como forma de evitar los repetidos incendios que provocaban en Venecia. Un miembro de una conocida familia de artesanos del vidrio que aún sigue teniendo talleres en Murano, Angelo Barovier, introdujo a mediados del siglo XV el cristallo para denotar a un vidrio totalmente transparente, sin el ligero color amarillo o verdoso originado por impurezas de óxido de hierro. Para conseguir este efecto se adicionaba a los componentes tradicionales del vidrio (sílice, carbonato de sodio y óxido calcio) pequeñas cantidades de óxido de manganeso que anulaban el efecto de esas impurezas de hierro. Con el tiempo el uso del término cristallo puede que fuera determinante en el uso del término cristal para referirse a vidrios finos, especialmente a aquellos utilizados en lujosas vajillas, a las que los vidrieros daban diversas formas y coloridos adecuadamente seleccionados.

Sin embargo, a día de hoy, la fabricación de ese vidrio de alta calidad (mal llamado cristal), se logra mediante la adición de óxido de plomo a la mezcla tradicional que hemos mencionado arriba y que vamos a fundir, en cantidades que casi llegan al 40%. Ello cambia de forma drástica el punto de fusión de la mezcla de partida y la viscosidad del fundido obtenido con ella, fundamental para que los vidrieros trabajen con él adecuadamente. Posteriormente, también cambian diversas propiedades del vidrio sólido obtenido tras enfriar ese fundido. Como su índice de refracción, que hace que copas u otros objetos de ese vidrio que contiene óxido de plomo, sean más brillantes y puedan dispersar la luz en un espectro de colores. O el sonido especial que se genera cuando se chocan en un brindis. En alguna web que sabe de qué va esto, he visto que se propone dejar de usar el término cristal y usar, en su lugar, el término vidrio de plomo. Aunque ya se que suena peor.

Pero esa modificación inducida por el óxido de plomo plantea un problema importante a las empresas que se dedican a fabricar botellas a partir de vidrio reciclado. Si, por ejemplo, mezclamos botellas de vidrio y copas de vino en el contenedor verde de reciclado, dependiendo de la cantidad de unas y otras, modificamos la temperatura de fusión del conjunto y también la viscosidad del fundido obtenido tras la fusión. Al contrario de lo que ocurre en el caso de los artesanos vidrieros, esos cambios hacen que el reciclado industrial en masa (como el que hacen las empresas que fabrican vidrio) presente ciertas complicaciones. Además, como hemos mencionado de pasada, las copas de vino pueden contener diseños especiales con grabados, pinturas o incrustaciones de metales, que deben eliminarse. Así que, amigas y amigos, botellas y frascos al contenedor verde y copas de vino u otras piezas como lámparas de techo, espejos, bombillas y otros al contenedor de rechazo. O, si son grandes (vidrios laminados, etc.), a los puntos limpios que seguro tendréis en vuestras localidades.

El asunto del plomo plantea un problema adicional pues, como sabéis, se trata de un metal pesado de elevada toxicidad para los humanos (recordad la historia de la gasolina con plomo). El contenido de ese metal en esos vidrios de alta calidad podría liberarse de forma lenta y en bajas cantidades, sobre todo en contacto con líquidos ácidos como el vino. Así que se está optando por fabricar estos objetos con otros óxidos como los de bario, titanio, zinc o potasio que, sustituyendo al de plomo, evitan los problemas de toxicidad de éste sin rebajar las propiedades de transparencia, brillo y sonido característicos de una buena copa, que es lo que nos gusta.

A modo de coda final, tengo que reconocer que el asunto del cristallo lo había leído yo en algún sitio, pero no conseguía localizar la procedencia del término. Así que tras perder mucho tiempo googleando, recurrí a la Inteligencia Artificial, en forma del ChatGPT, y asunto concluido.

Y ya que hemos hablado de vidrieros de la Serenísima República de Venecia, nada mejor que Vivaldi para cerrar la entrada. El Concerto per flautino con Lucia Horsch y los Amsterdam Vivaldi Players.

viernes, 31 de enero de 2025

Toxicidad de las dioxinas a la baja

Este martes he estado en la Biblioteca de Iurreta (Durango) dando una charla sobre dioxinas y su presencia pasada y presente en las emanaciones de las incineradoras, así como en los días siguientes al derrumbamiento del vertedero de Zaldibar en febrero de 2019. Es una charla que ya había impartido hace dos años y que he tenido que actualizar. Y entre las cosas que he actualizado hay una interesante novedad que he visto reflejada en pocos medios de comunicación. Y qué, resumiendo, consiste en que la toxicidad de las dioxinas es ahora, según la OMS, entre el 40 o el 50% inferior a lo que solía ser. Una buena noticia. Quizás por eso no ha interesado a muchos medios.

Como probablemente sepáis, el término “DIOXINAS” se aplica genérica pero incorrectamente a una vasta familia de 419 sustancias químicas distintas (que se suelen llamar congéneres), divididas en tres familias (las verdaderas Dioxinas, los Furanos y los Bifenilos clorados). Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), de este conjunto, solo 29 congéneres entrañan riesgos toxicológicos relevantes para los humanos. La sustancia más tóxica de ese grupo es la 2,3,7,8-tetraclorodibenzo-p-dioxina cuya estructura veis en la figura que ilustra esta entrada. Como va a salir mucho en ella, la denominaremos por su acrónimo TCDD.

La TCDD ha estado relacionada con algunos de los episodios de contaminación que, a lo largo del siglo XX, han contribuido al mal nombre de la Química y han generado una parte importante de los quimiofóbicos que ahora existen. Por ejemplo, las consecuencias del uso del llamado “agente naranja” en la guerra de Vietnam, una mezcla de sustancias químicas empleadas por el ejército americano para deforestar amplias zonas de Vietnam, Laos y Camboya y complicar así la vida de los escurridizos vietcongs. O la explosión en Seveso (1976), al norte Italia, de una planta química que fabricaba triclorofenol y que sumió a la ciudad en la ruina y causó múltiples problemas a sus habitantes. En ambos casos, el causante de los graves problemas de salud fue nuestra TCDD que se encontraba en el agente naranja y en la nube tóxica de Seveso de forma fortuita, como un subproducto minoritario e inadvertido. En realidad, la industria química nunca ha producido dioxinas y furanos intencionadamente. Ese no es el caso de los PCBs que hasta los años 70 se produjeron sobre todo para su uso como aislantes para transformadores eléctricos de las redes de distribución de electricidad.

Existe un problema complejo a la hora de evaluar la toxicidad resultante de una fuente de de emisiones de dioxinas (una incineradora, el tráfico rodado en un determinado sitio o el incendio posterior al derrumbe de Zaldibar). O a la hora de determinar la carga de dioxinas que un ciudadano medio tiene en su organismo y que proviene, en un 90%, de su alimentación (sobre todo pescado azul, lácteos, huevos y carne). En ambos casos, cada fuente de emisiones o cada individuo es una caso peculiar y casi único porque, a la hora de realizar los análisis, nos enfrentamos a una mezcla compleja de esas sustancias. Dependiendo de donde provenga, su composición puede ser diferente en cada caso y, además, cada uno de sus componentes tiene diferente toxicidad.

Para tener en cuenta todo ello, la OMS estableció en 2005 los llamados Factores de Toxicidad Equivalente (o TEFs en su acrónimo en inglés). Que miden la toxicidad relativa de cada una de las 29 dioxinas, furanos o PCBs tenidos como tóxicos por la OMS, en relación con la que hemos tomado como más tóxica, la TCDD. Asignándole a ésta un valor 1 de toxicidad, los Factores de Toxicidad Equivalente nos dicen cuántas veces menos tóxicos son el resto. Hay otra dioxina de toxicidad similar a la TCDD pero el resto de ese grupo de congéneres son desde tres hasta cientos de miles de veces menos tóxicas.

Conocidas las diferentes toxicidades y la concentración de los compuestos en una mezcla concreta, se puede estimar su Equivalente Tóxico (TEQ) mediante un sencillo cálculo que consiste e ir multiplicando la cantidad de cada congénere (por metro cúbico en el caso de las emisiones) por su TEF y sumando esos productos. El número que obtenemos o TEQ es la cantidad por metro cúbico de TCDD que tendría la misma toxicidad que la muestra que estamos analizando.

Contado asi parece fácil pero no lo es. Sobre todo porque establecer los Factores de Toxicidad Equivalente (TEF) es muy complicado y, desde 2005, la OMS ha ido detectando una serie de fallos que le han llevado a emprender una nueva evaluación de los TEFs para actualizar los publicados en 2005. Los resultados de esa revisión, que comenzó con una reunión de expertos en Lisboa en 2022, se han publicado en enero de 2024.

La consecuencia más importante que se deriva de esa revisión es que si aplicamos, por ejemplo, esos nuevos factores a los estudios previos sobre Equivalentes tóxicos de alimentos que suelen acumular dioxinas y recalculamos con ellos los nuevos Equivalentes tóxicos, resultan ser entre un 40-50% inferiores a los que se calcularon con los TEF de 2005. Por ejemplo, en el artículo que acabo de mencionar, se toma una evaluación del Equivalente Tóxico de unas sardinas del Mediterráneo, contenida en un artículo de 2015 de investigadores catalanes y que resultaba ser 2,24 picogramos (en este caso por gramo de sardina) utilizando los Factores de Toxicidad Equivalente de 2005. Al aplicar los nuevos, el Equivalente Tóxico cae hasta 1,13 picogramos por gramo de sardina, un 50% más bajo.

Es evidente que estamos ante una buena noticia que va a tener como consecuencia el que, probablemente, las exposiciones a dioxinas, furanos y PCBs a las que estamos sometidos los europeos y que suele evaluar la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) resulten en valores sustancialmente a la baja.

Y aunque parezca contradictorio, para celebrar una buena noticia pongo música fúnebre. El Libera Me de la Misa de Réquiem de Fauré. Con el barítono Roderick Williams y la Orquesta Sinfónica Nacional de Dinamarca y su coro, dirigidos por Ivor Bolton. Pero es que me gusta.

jueves, 16 de enero de 2025

Cocinar con utensilios negros de plástico

El pasado 11 de setiembre la revista Chemosphere publicó, en su versión online, un artículo en cuyo título se hacía referencia a la contaminación de artículos domésticos por retardantes a la llama. Entre esos artículos se encontraban utensilios de cocina, de plástico negro, como los que se ven en la figura. El origen de esa contaminación nace de que tales artículos se habían fabricado con plásticos reciclados de dispositivos electrónicos como carcasas de televisores, teléfonos móviles, componentes de ordenadores y otros productos similares, a los que esos retardantes se suelen añadir para prevenir chispazos o sobrecalentamientos que puedan devenir en posibles incendios de los mismos. El artículo ha sido masivamente citado en medios nacionales e internacionales, propugnando algunos de ellos, como la CNN, La Vanguardia o elDiario.es, que lo mejor que podéis hacer, si tenéis esos utensilios, es deshaceros de ellos y usar solo elementos metálicos. Los argumentarios son, en todos los casos, parecidos y demuestran, como es habitual, que nadie en los medios se lee los artículos originales, buscando únicamente titulares que asusten al personal.

Hace unos años, la mayoría de esos retardantes adicionados a diferentes plásticos eran compuestos con bromo en sus moléculas y uno de ellos, un miembro de la familia de los decabromo difenil éteres conocido por su acrónimo BDE-209, ha sido uno de los más usados. Desde hace casi dos décadas, la Agencia de Protección Ambiental (EPA) americana y su homóloga europea han ido prohibiendo el uso de algunos compuesto bromados (incluido el BDE-209) sobre la base de sus posibles peligros para la salud, derivados de estudios con animales. Paulatinamente han sido siendo sustituidos por otros (con bromo y fósforo), supuestamente menos nocivos. Pero objetos fabricados antes de esas prohibiciones pueden estar siendo ahora reciclados, con su carga de retardantes incluida. Una organización ecologista de abogados, conocida como EarthJustice, radicada en California y que tiene una estrecha relación con otra denominada Toxic Free Future, a la que pertenecen dos de los tres autores del artículo que comentamos, ha llevado este diciembre de 2024 a los tribunales a la EPA, con el argumento de que la Agencia ha prohibido algunos retardantes a la llama pero no el uso de plásticos reciclados que los contengan. La EPA ha justificado su decisión diciendo que las cantidades de retardantes existentes en esos plásticos reciclados son muy pequeñas y que sería muy complejo y costoso el analizarlas.

Para llevar a cabo el estudio descrito en el artículo (farragoso de leer hasta para un experimentado lector como vuestro Búho), los investigadores compraron en comercios o en páginas web americanas 203 productos negros, que incluyen sobre todo los citados utensilios de cocina (109 espumaderas, coladores, pinzas, …), pero también 36 juguetes, 30 accesorios para el cuidado del pelo y 28 bandejas y otros objetos empleados en la distribución de alimentos. Como fase previa, llevaron a cabo un proceso de cribado sobre todos los objetos, mediante una técnica denominada fluorescencia de rayos X (XRF), tratando de evaluar si los objetos contenían bromo o no, una especie de prueba del algodón que pudiera indicar si en ellos había retardantes a la llama bromados. El artículo no especifica cuántos de los 209 dieron positivo en el cribado pero si afirma que solo 20 de los 203 objetos originales (menos de un 10%) contenían productos con bromo en concentraciones superiores a 50 mg/kg (o 50 ppm). Algunos objetos, como una bandeja de sushi, llegaban hasta las 18600 ppm pero la mayoría (12) estaban por debajo de 1000.

Los autores no argumentan por qué seleccionaron solo los que tenían más de 50 mg/kg pero, es muy probable, que tenga que ver con el hecho de que la siguiente fase de su investigación fue detectar, identificar y cuantificar los posibles retardantes bromados presentes en esos veinte objetos seleccionados, mediante una técnica denominada espectrometría de masas, acoplada a un cromatógrafo líquido. Y, probablemente, con cantidades inferiores a los 50 mg/kg, la técnica tenía problemas para una cuantificación fiable. En cualquier caso, en esta segunda fase del estudio, los autores detectaron y cuantificaron 8 retardantes bromados en 17 de los 20 objetos sujetos análisis (no queda claro de dónde venía el bromo de los otros tres). Entre esos 8 compuestos se encontraba el ya citado BDE-209, en concentraciones más altas que el resto y que iban desde 2 hasta 11900 mg/kg, encontrándose el valor más alto en la ya mencionada bandeja de sushi.

Un ejemplo de cómo una lectura poco detallada puede hacer que un medio difunda noticias con poco rigor, es el de eldiario.es, donde su redactor escribe como conclusión del artículo que nos ocupa que “un 85% de los más de 200 productos analizados contenían niveles elevados de retardantes de llama bromados”, algo que, desde luego, no se desprende de una lectura concienzuda del artículo. Como acabo de explicar, se detectaron y cuantificaron retardantes bromados, de forma fidedigna, en 17 de los 20 objetos investigados. Ciertamente un 85% pero no de la totalidad de los 203 de partida sino de los 20 seleccionados tras el cribado. Así que el porcentaje correcto, sobre los mas de 200 productos analizados que dice el redactor, es un 8,4%. Lo cual se confirma simplemente leyendo la primera página del artículo en cuestión. En el llamado Resumen gráfico (Graphical Abstract) inicial se dice literalmente que “17 de los 20 productos analizados contenían retardantes”, algo que también se dice en el Resumen (Abstract) que sigue al gráfico y que quizás sea la causa de la confusión del periodista (“se encontraron retardantes en el 85% de productos analizados”). Cuando los autores hablan de “analizados” se refieren a los 20 analizados por Espectrometría de masas y no a los 209.

¿Es peligroso el uso de estos utensilios en nuestra cocina?. Es una pertinente pregunta y dada la preocupación levantada es bueno darle alguna vuelta. Cuando usamos esos utensilios de cocina estamos sujetos a dos potenciales riesgos: tocarlos y que los retardantes se absorban por nuestra piel y/o que se transfieran al líquido en el que cocinamos, fundamentalmente al aceite cuando freímos. Con respecto al primer efecto, un artículo de la Universidad de Birmingham de 2018, muy parecido y mucho más detallado que el que nos ocupa y que los autores citan, deja claro en una de sus conclusiones que “la exposición a los retardantes a la llama bromados, a través del contacto dérmico con utensilios de cocina, es mínima”.

La segunda posibilidad, mas plausible, es que los retardantes pasen a un aceite caliente y al final a nuestro organismo. El propio artículo de la Universidad de Birmingham que acabo de mencionar realizó experimentos diseñados para imitar el proceso de cocción en aceite. Una pequeña porción de 0,05 g del utensilio a estudiar se colocaba en 0,5 ml de aceite de oliva en un tubo de ensayo, que se mantenía a 160 °C durante 15 minutos para simular el proceso de cocción, recogiendo el aceite resultante para analizar el retardante transferido. Después de "cocinar" cada utensilio, el experimento se repetía dos veces más, utilizando la misma parte del utensilio, para investigar el impacto de la cocción repetida en aceite en la eficiencia de transferencia de los retardantes. Para cada retardante (incluido el BDE-209) se obtuvieron las constantes de transferencia al aceite y los científicos de Birmingham proporcionaron una sencilla fórmula para calcular las cantidades a que estamos expuestos cuando usamos utensilios que contienen esos retardantes.

Las condiciones impuestas en esos ensayos no creo yo que sean una buena réplica de lo que hacemos cuando preparamos una tortilla o freímos patatas, acciones que implican exposiciones cortas del utensilio al aceite y, por tanto, con dificultades para alcanzar los 160º. Pero nuestros amigos de Toxic Free Future los dieron por buenos y construyeron la parte final de su artículo con ellos. Usando el valor medio (y no la mediana como dicen ellos) encontrado en sus medidas para el BDE-209, el más abundante de los analizados, y la sencilla fórmula del trabajo de la gente de Birmingham, calculan que una persona media estaría expuesta, manejado esos utensilios, a (y copio literalmente) “34700 nanogramos por día de BDE-209, cerca de la dosis de referencia de la EPA de 7000 nanogramos/kilo de peso/día. O, lo que es igual, a 42000 nanogramos/día para un adulto de un peso medio de 60 kilos”). La llamada dosis de referencia (RfD) es una forma que los toxicólogos tienen de establecer la ingesta diaria segura de las sustancias químicas.

Y así se había quedado la cosa desde la publicación del artículo en setiembre hasta el mes pasado cuando, el día 6, saltó la sorpresa. Un conocido científico (Joe Schwarcz) de la McGill University, hizo notar que la dosis de referencia de la EPA de 7000 nanogramos /kilo de peso/día se corresponde con 420000 y no 42000 nanogramos/día para un ciudadano/a de 60 kilos. Basta saber multiplicar 7000x60, así que los autores se habían columpiado en más de un orden de magnitud y sus aterrorizantes conclusiones no son lo que parece o, al menos, son diez veces más suaves. Y aunque no se hubieran equivocado tampoco la cosa es tan preocupante porque, como ya os he contado otras veces (ver el tercer párrafo de esta entrada), a la hora de establecer esas dosis seguras, los toxicólogos se curan en salud y dividen por 100 o hasta por un millón de veces las dosis que demuestran ser problemáticas en los estudios con animales.

El 15 de diciembre, Chemosphere, la revista donde nuestro artículo había visto la luz, publicó un Corrigendum en el que se subsanaba ese error matemático. A pesar de las implicaciones de esa equivocación, el Corrigendum establecía que “el error no afectaba a los conclusiones generales del artículo”. Pues vale, si a ellos les parece así y la revista no dice nada….. Diré también que la corrección no ha sido generalmente publicitada por los mismos medios que en octubre y noviembre nos metían miedo en el cuerpo sobre los utensilios.

Además, un día más tarde, el 16 de diciembre, la revista era eliminada de la Web of Science, una herramienta de acceso a múltiples bases de datos que brindan información sobre la calidad de las publicaciones en distintas disciplinas académicas. Y la razón es que Chemosphere había conculcado los criterios editoriales de calidad que mantiene Clarivate, la empresa que gestiona esa Web of Science. El asunto tiene importantes repercusiones en los artículos que en ella se publiquen y, sobre todo, en la valoración de los Curricula de sus autores. La coincidencia en el tiempo de esa exclusión con la corrección del error en el artículo de los utensilios negros, no quiere decir que ese artículo haya sido la causa de la decisión de Clarivate. Solo en el mes de diciembre se habían retirado ocho artículos de la misma revista y desde mayo, otros 60 habían sido puestos en revisión por los comentarios adversos sobre ellos.

Así que vosotros podéis hacer lo que queráis con los utensilios de cocina de plástico negro que tengáis. Si andáis un poco “acongojados” con lo que habéis leído por ahí, no tenéis mas que seguir los consejos de los medios y cambiarlos por herramientas de acero inoxidable, que el miedo es libre. Yo lo tengo claro. Es verdad que pienso que las agencias que cuidan por nuestra salud tendrán que establecer medidas para que esa basura plástica electrónica no pase a cadenas de reciclado de objetos que estén en contacto con aceite caliente y similares. Pero lo más que voy a hacer con mis espátulas favoritas es cambiarlas por unas nuevas si observo a simple vista algún deterioro. Además, he comprobado que la mayoría de esos utensilios que tengo y los que se venden en tiendas serias de mi pueblo son de poliamida (nylon). Y aunque no se si es reciclada o no, ni si el material original proviene de basura electrónica o no, las poliamidas son los materiales en los que los de Toxic Free Future detectaron las concentraciones más bajas de los retardantes a la llama.

Y ya que vamos de americanos. El compositor Aaron Copland (1900-1990) dirigiendo su propia obra. La última parte (Hoedown) de su música para ballet Rodeo, con la Filarmónica de Los Angeles en 1976.