Ando estos días documentándome para una charla que tengo que impartir en octubre sobre la Química y el agua de grifo. Un tema que lleva un tiempo acumulándose en mis neuronas y mis papeles y sobre el que ya he publicado algunas entradas en el Blog. Es evidente que una parte fundamental de la charla va a tener que ver con los beneficios que ha reportado a la Humanidad el empleo de compuestos de cloro para conseguir un agua que no ponga en riesgo nuestras vidas. Pero hay otras temáticas igualmente interesantes alrededor del agua potable que tienen que ver con la Química y, una de ellas, es el empleo de compuestos de flúor para prevenir las caries. La entrada que ahora vais a leer ha sido posible gracias a un documento que he encontrado en la web del Instituto Nacional (americano) de Salud Dental y Craneofacial (NIDCR), un organismo gubernamental que se afana en esa área de la salud de los americanos. Lo que sigue es una selección traducida de manera libre de muchos de los datos que se aportan en esta página de esa web.
Aunque en menor medida, el asunto de la fluoración del agua es casi como el de las vacunas, si uno se atiene a lo que puede obtener cuando pone la palabra en cuestión en el buscador de Google. El debate entre los pro y los antifluoración suele hacer saltar chispas y es entendible que la gente normal, que no quiere ahondar en los argumentos de unos y otros, acabe confundida. Eso si, como en el caso de las vacunas, los argumentos de los anti suelen llevar una carga adicional de tremendismo, que puede hacer flojear las voluntades de los más proclives a creerse que, todo en este mundo, es una gran conspiración destinada a matarnos lentamente (aunque nunca se sepa quién es y dónde vive el avispado que se libra de ese monstruo de mil cabezas que nos lleva a la tumba).
Con este post no voy a entrar (por ahora) en el debate. Simplemente os voy a contar la curiosa historia de un dentista que ejerció a principios del siglo XX y que jugó un papel decisivo en la fluoración del agua de grifo. Frederick McKay era, en 1900, un joven dentista graduado en la Universidad de Pennsylvania, titulación que consiguió gracias a muchos y mal pagados trabajos. Al año siguiente, siguiendo esa tradición trashumante que tienen muchos americanos, decidió buscarse la vida a tres mil kilómetros a la izquierda (en el mapa USA) de su Massachusetts natal con los medios de transporte de la época, estableciéndose en Colorado Springs, en el estado de Colorado.
La primera sorpresa con sus incipientes clientes fue que muchos de ellos tenían los dientes plagados de manchas marrones. Intrigado por el asunto, empezó a preguntar a los nativos y a buscar en la escasa literatura a la que él tenía acceso. Los primeros tenían diversas teorías sobre el origen de las manchas (comer demasiaso cerdo, leche de mala calidad, etc.) pero la literatura científica no parecía contener nada al respecto. Tampoco sus colegas en la región estaban muy por la labor de interesarse por las preocupaciones de un recién llegado.
Sin embargo, en 1909, McKay tuvo la suerte de que un renombrado dentista de la época G.V. Black (lo de black tiene su gracia en este contexto de dientes casi negros) se interesara por el problema, lo empezara a investigar y lo propagara en congresos y reuniones dedicados a los piños. Hasta su muerte en 1915, Black colaboró con McKay y de esa colaboración surgió otra hecho experimental sorprendente. Los tintados dientes de los habitantes de Colorado Springs no tenían asomo de caries, un mal bastante habitual en las bocas de la época. McKay ya elaboró entonces una teoría sobre la posible relación del agua potable con las manchas aunque, muerto Black, su influencia volvió a ser menguada.
Pero el runrun estaba ahí y, en 1923, unos padres de Oakley, Idaho, hicieron viajar hasta allí a nuestro McKay (casi 700 Km atravesando las Montañas Rocosas) para contarle que, en los últimos años, los dientes de sus niños habían empezado a tener manchas como las de Colorado Springs. Y, curiosamente, eso parecía haber empezado con niños nacidos después de que en esa localidad se construyera una conducción de agua potable desde un lejano manantial de agua caliente. MacKay analizó el agua pero no descubrió nada raro. Aunque, antes de irse, aconsejó a los habitantes de Oakley que dejaran de consumir el agua del manantial de marras. En pocos años, los habitantes pudieron comprobar que las manchas no se daban en los niños nacidos tras el abandono.
La respuesta definitiva a este hecho intrigante llegó a principios de los años 30 cuando McKay y Grover Kempf, del Servicio de Salud americano, fueron llamados a hacer otros 800 kilómetros hasta Arkansas, a una localidad llamada Bauxite (los químicos sonreirán), un pueblo creado en torno a una factoría que fabricaba aluminio. El asunto era que los habitantes de ese enclave tenían manchas en los dientes por doquier (y no caries, claro) mientras que pueblos relativamente próximos no habían detectado caso alguno. De nuevo McKay hizo análisis del agua en vano y no pudo sino constatar el hecho y, de nuevo, marcharse con el rabo entre las piernas.
Pero ALCOA, la propietaria de la factoría, que ya estaba sufriendo algún que otro acoso sobre la base de las maldades del aluminio, se encontró con ese nuevo problema sobre la mesa y decidió investigar qué pasaba. Con las más modernas técnicas analíticas de la época, los químicos de Alcoa llegaron pronto a una sorprendente conclusión. El agua de Bauxite un alto contenido en fluoruros. Pidieron enseguida a McKay que les enviara muestras del agua de Colorado Springs, amén de otros sitios por donde nuestro dentista (viajero incansable) había pasado a investigar la epidemiología de las manchas. Los resultados fueron concluyentes. Donde había manchas en los dientes y la paralela resistencia a las caries, la gente bebía agua con altos contenidos de fluoruros.
Así nació la idea de fluorar las aguas de grifo. Previamente hubo que verificar el contenido mínimo para conseguir el efecto beneficioso (anticaries) y no el efecto perjudicial (las manchas y otros asuntos ligados a la enfermedad que hoy llamamos fluorosis). Esa concentración anda en torno a una parte por millón (1 ppm), que es lo mismo que poner 1 gramo de fluoruro por cada tonelada de agua (o 1000 litros de agua). Verificado lo cual, en 1945, la localidad de Grand Rapids, en Michigan, 1000 kilómetros a la derecha de Colorado Springs, aprobó el fluorar el agua de consumo de sus vecinos y, siguiendo a estos pioneros, la fluoración se extendió rápidamente por todo el territorio americano.
Aquí tocaría hablar de los resultados beneficiosos de esa profusa fluoración, de la aparición de los detractores de la medida y sus argumentos, de las pastas dentífricas con flúor y de muchas más cosas. Pero se queda para otro post, que este ya es muy largo y luego mi amiga Ana Ribera me riñe.
Aunque en menor medida, el asunto de la fluoración del agua es casi como el de las vacunas, si uno se atiene a lo que puede obtener cuando pone la palabra en cuestión en el buscador de Google. El debate entre los pro y los antifluoración suele hacer saltar chispas y es entendible que la gente normal, que no quiere ahondar en los argumentos de unos y otros, acabe confundida. Eso si, como en el caso de las vacunas, los argumentos de los anti suelen llevar una carga adicional de tremendismo, que puede hacer flojear las voluntades de los más proclives a creerse que, todo en este mundo, es una gran conspiración destinada a matarnos lentamente (aunque nunca se sepa quién es y dónde vive el avispado que se libra de ese monstruo de mil cabezas que nos lleva a la tumba).
Con este post no voy a entrar (por ahora) en el debate. Simplemente os voy a contar la curiosa historia de un dentista que ejerció a principios del siglo XX y que jugó un papel decisivo en la fluoración del agua de grifo. Frederick McKay era, en 1900, un joven dentista graduado en la Universidad de Pennsylvania, titulación que consiguió gracias a muchos y mal pagados trabajos. Al año siguiente, siguiendo esa tradición trashumante que tienen muchos americanos, decidió buscarse la vida a tres mil kilómetros a la izquierda (en el mapa USA) de su Massachusetts natal con los medios de transporte de la época, estableciéndose en Colorado Springs, en el estado de Colorado.
La primera sorpresa con sus incipientes clientes fue que muchos de ellos tenían los dientes plagados de manchas marrones. Intrigado por el asunto, empezó a preguntar a los nativos y a buscar en la escasa literatura a la que él tenía acceso. Los primeros tenían diversas teorías sobre el origen de las manchas (comer demasiaso cerdo, leche de mala calidad, etc.) pero la literatura científica no parecía contener nada al respecto. Tampoco sus colegas en la región estaban muy por la labor de interesarse por las preocupaciones de un recién llegado.
Sin embargo, en 1909, McKay tuvo la suerte de que un renombrado dentista de la época G.V. Black (lo de black tiene su gracia en este contexto de dientes casi negros) se interesara por el problema, lo empezara a investigar y lo propagara en congresos y reuniones dedicados a los piños. Hasta su muerte en 1915, Black colaboró con McKay y de esa colaboración surgió otra hecho experimental sorprendente. Los tintados dientes de los habitantes de Colorado Springs no tenían asomo de caries, un mal bastante habitual en las bocas de la época. McKay ya elaboró entonces una teoría sobre la posible relación del agua potable con las manchas aunque, muerto Black, su influencia volvió a ser menguada.
Pero el runrun estaba ahí y, en 1923, unos padres de Oakley, Idaho, hicieron viajar hasta allí a nuestro McKay (casi 700 Km atravesando las Montañas Rocosas) para contarle que, en los últimos años, los dientes de sus niños habían empezado a tener manchas como las de Colorado Springs. Y, curiosamente, eso parecía haber empezado con niños nacidos después de que en esa localidad se construyera una conducción de agua potable desde un lejano manantial de agua caliente. MacKay analizó el agua pero no descubrió nada raro. Aunque, antes de irse, aconsejó a los habitantes de Oakley que dejaran de consumir el agua del manantial de marras. En pocos años, los habitantes pudieron comprobar que las manchas no se daban en los niños nacidos tras el abandono.
La respuesta definitiva a este hecho intrigante llegó a principios de los años 30 cuando McKay y Grover Kempf, del Servicio de Salud americano, fueron llamados a hacer otros 800 kilómetros hasta Arkansas, a una localidad llamada Bauxite (los químicos sonreirán), un pueblo creado en torno a una factoría que fabricaba aluminio. El asunto era que los habitantes de ese enclave tenían manchas en los dientes por doquier (y no caries, claro) mientras que pueblos relativamente próximos no habían detectado caso alguno. De nuevo McKay hizo análisis del agua en vano y no pudo sino constatar el hecho y, de nuevo, marcharse con el rabo entre las piernas.
Pero ALCOA, la propietaria de la factoría, que ya estaba sufriendo algún que otro acoso sobre la base de las maldades del aluminio, se encontró con ese nuevo problema sobre la mesa y decidió investigar qué pasaba. Con las más modernas técnicas analíticas de la época, los químicos de Alcoa llegaron pronto a una sorprendente conclusión. El agua de Bauxite un alto contenido en fluoruros. Pidieron enseguida a McKay que les enviara muestras del agua de Colorado Springs, amén de otros sitios por donde nuestro dentista (viajero incansable) había pasado a investigar la epidemiología de las manchas. Los resultados fueron concluyentes. Donde había manchas en los dientes y la paralela resistencia a las caries, la gente bebía agua con altos contenidos de fluoruros.
Así nació la idea de fluorar las aguas de grifo. Previamente hubo que verificar el contenido mínimo para conseguir el efecto beneficioso (anticaries) y no el efecto perjudicial (las manchas y otros asuntos ligados a la enfermedad que hoy llamamos fluorosis). Esa concentración anda en torno a una parte por millón (1 ppm), que es lo mismo que poner 1 gramo de fluoruro por cada tonelada de agua (o 1000 litros de agua). Verificado lo cual, en 1945, la localidad de Grand Rapids, en Michigan, 1000 kilómetros a la derecha de Colorado Springs, aprobó el fluorar el agua de consumo de sus vecinos y, siguiendo a estos pioneros, la fluoración se extendió rápidamente por todo el territorio americano.
Aquí tocaría hablar de los resultados beneficiosos de esa profusa fluoración, de la aparición de los detractores de la medida y sus argumentos, de las pastas dentífricas con flúor y de muchas más cosas. Pero se queda para otro post, que este ya es muy largo y luego mi amiga Ana Ribera me riñe.
Recuerdo en mi juventud ilusa, cuando compraba revistas como Enigmas y Año Cero, que leí que se fluoraba las aguas porque el flúor era un desecho de nosequé industria y no había mejor manera de deshacerse de él que dárselo a beber a la gente. En fin...
ResponderEliminarQue buena la historia que nos cuentas! Porque es verdad, la red está inundada de escritos terroríficos en contra del flúor...y es verdad también que muchas veces nos hacen dudar...
ResponderEliminarMe gusta ver la capacidad de observación de algunas personas, y más aún el interés que demuestran y cómo van uniendo puntos...
Mis felicitaciones.
Me ha encantado y tiene la longitud justa. Y no porque lo diga yo, lo sabes tú también.
ResponderEliminarBesos!
Grande, maestro. Y esto para el siguiente artículo:
ResponderEliminarhttp://www.cochrane.org/CD010856/ORAL_water-fluoridation-prevent-tooth-decay
Muy interesante como siempre. No veo yo tanta preocupación y crítica acerca de la fluoración del agua y bien que se encargan de resaltar las diferentes marcas que su producto es fluorado. Señal de que es bien admitido.
ResponderEliminar(Casi al final del primer párrafo: "esa área" (no haga el Búho como los locutores de radio...), y el agua de Bauxite tendrá "alto contenido en fluoruros" (altos serán en los diferentes análisis)).
Corregido Alexforo, qué haría yo sin tus precisiones...
ResponderEliminarGracias Centinel por el paper. En este tema, como siempre, no es lo mismo vivir en un país rico que en uno pobre...
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