Puede que no todos, pero la mayoría de los suscriptores de este Blog habrán oído alguna vez la palabra Formica. Como en otros casos, se trata de un nombre comercial que se identifica, finalmente, con un tipo de producto concreto. En este caso, Formica se identifica con esos laminados o contrachapados que han sido habituales en muchas mesas y otro tipo de mobiliario. En mi Facultad todavía andan vagabundeando unas largas mesas de prensados de viruta recubiertos por unos clásicos laminados de Formica de color marrón. Provienen de nuestra vieja Facultad en Alza, donde se usaban como mesas de clase y se han mostrado resistentes al inmisericorde paso del tiempo, a todo tipo de rayados y bolígrafos e incluso a las quemaduras con cigarros porque, aunque se os haya olvidado, en aquellas épocas se fumaba en las clases.
Los laminados de formica tienen su origen en unos materiales poliméricos implantados desde los inicios del siglo XX: las resinas fenólicas. Obtenidas a partir de sustancias químicas tan simples como el fenol y el formaldehido, siguen teniendo un amplio acomodo en la fabricación de cosas como las zapatas de los frenos de los automóviles, los llamados machos de fundición donde se vierten las coladas de metales fundidos o en la fabricación de los laminados tipo formica en los que se usan para impregnar láminas de papel que se apilan hasta formar el laminado. La historia de la compañía Formica es otra amalgama de litigios judiciales por un lado y de empresarios tozudos por otro. Pero lo que aquí nos interesa es que, en un determinado momento, la compañía patentó una variante de las resinas fenólicas al sustituir el fenol por la melamina, un compuesto orgánico en cuyo contenido el nitrógeno participa en un 66% en masa. Las resinas resultantes se conocen como resinas de melamina (y ojo al nombre, que no es lo mismo este compuesto orgánico, la melamina, que la melanina de nuestra piel y nuestro pelo. Solo cambia una letra, lo que genera confusiones, pero son cosas radicalmente distintas). Estas resinas tenían unas propiedades bastante diferentes de las de fenol, fundamentalmente en lo que se refiere a las posibilidades de coloreado diverso y a su alta resistencia al fuego y temperaturas elevadas.
La melamina está estos días, desgraciadamente para los químicos, en muchos medios de comunicación. En un proceso que tuvo su origen en una oleada de muertes de gatos y otros animales domésticos en EEUU, la cosa ha revestido una mayor gravedad con la muerte de cuatro niños chinos y la intoxicación grave de varios miles, tras la ingestión de leche y otros derivados lácteos y alimentos.
El origen del problema demuestra, una vez más, que la codicia humana está en la mayor parte de estos desastres (no hay más que recordar en nuestros lares el asunto de la colza). Resulta que varios fabricantes chinos de alimentos para animales o de productos lácteos añadían melamina a esos productos como forma de "engañar" a los procedimientos analíticos habituales para determinar el contenido en proteínas de los alimentos que comercializan. Los grupos amina existentes en la melamina eran asi contabilizados como provenientes de proteínas, acabando por incrementar el contenido en las mismas en la información que se coloca en los envases. Pero al que no engañan es al cuerpo del ser vivo que los ingiere, en el que se producen graves alteraciones en el riñón que pueden llevar a la muerte.
Como no puede ser de otra manera, la reacción ha sido inmediata, no sólo eliminando los productos del mercando sino implantando nuevas normas en la determinación de contenido proteínico que eviten ese tipo de fraudes. Porque herramientas tenemos para ello, lo que ocurre es que nadie parece haber previsto que gentes sin escrúpulos pudieran hacer lo que han hecho. Y así, me consta por publicidad recibida, que en la reciente Expoquimia que cerró sus puertas este viernes, varias casas comerciales presentaron herramientas analíticas específicas para la determinación de melamina en cantidades infinitesimales.
Aunque habrá otros que lo verán de otra manera, mi percepción es que aunque la globalidad en la que vivimos tiene también sus riesgos de naturaleza química, disponemos, en muchos casos, de medios rápidos de respuesta con los que enfrentar estas amenazas. Y no soy un optimista visceral, más bien lo contrario. O al menos eso dice mi chica.
Una de las suscriptoras del Blog que más quiero, cuyo nombre no diré, me manda un email que tiene que ver con una reciente entrada publicada en torno a los componentes químicos de los lápices labiales. Resulta que, con posterioridad a dicho post, mi amiga ha recibido un email de una conocida, en el que se le previene sobre los contenidos en plomo de determinadas marcas de dichos elementos decorativos, haciéndole saber que una médica biomolecular (sic), la Dra. Elizabeth Ayoub, afirmaba el carácter cancerígeno de tales productos en base a ese contenido en plomo. Se adornaba el email con el nombre comercial de un pintalabios cuyo precio había disminuido en siete veces por contener plomo, al mismo tiempo que se daba una lista de otras conocidas marcas que contenían plomo, junto con un sencillo test para poder identificar si nuestro lápiz labial contiene o no el ladino elemento.
Lo primero que hay que decir al respecto es que el mensaje que mi amiga ha recibido anda circulando por la red desde mayo del 2003. Afortunadamente, hay gentes sin ánimo de lucro que se dedican a seguir la pista a este tipo de mensajes, en un intento de desmontar todos aquellos que puedan contribuir a pánicos infundado o de apoyar aquellos otros que realmente sean interesantes para nuestro general bienestar. Y el del plomo en los pintalabios es uno de los que en la jerga de esos "buscadores" se denomina Email Hoax (email trampa) o, también, leyenda urbana. Si alguna vez quereis investigar en todo lo que se envía en plan email hoax, os recomiendo este enlace.
Existen varias versiones del mensaje del lápiz de labios y el plomo, casi todas en inglés. Lo que cambia son las marcas comerciales implicadas. Y también el nombre de los supuestos especialistas que han alertado sobre el problema. En un mensaje de 2006 aparece un tal Dr. Nahid Neman, especialista en cáncer de mama en el Hospital Monte Sinai de Toronto. Tal especialista no existe o no hay forma de localizarlo por medios hoy en día disponibles. En cuanto a la Dra. Ayoub del mensaje de mi amiga, una búsqueda en la ISI WEB of Knowledge proporciona 16 artículos de una tal E. Ayoub, que pudiera ser la misma persona. Todos los artículos que ha publicado tienen que ver con su experiencia en problemas artríticos. Ninguno con el cáncer, el plomo o las biomoléculas (un término que le encanta al infatigable Juanmari Arzak).
Pero en estos email trampa puede haber, a veces, algo de verdad. Y el pasado año, en octubre, las gentes de la Campaña por los Cosméticos Seguros, promocionaron en los USA el análisis independiente de 33 marcas de pintalabios compradas en San Francisco, Boston y Minneapolis. Más de la mitad tenían plomo, con contenidos entre 0.03 y 0.65 ppm del mismo, cuando el nivel permitido por la FDA americana en golosinas, un producto que por ingerirse de forma directa es próximo a lo que ocurre con los pintalabios, se cifra en 0.1 ppm. Curiosamente, el asunto no debe tener su origen en un abaratamiento de costos, porque pintalabios muy caros, como el Dior Addict, es el que más plomo lleva entre todos los investigados.
¿Es el plomo cancerígeno?. Pues nada parece indicar que lo sea. El plomo es peligroso porque se acumula en el organismo y es un potente neurotóxico al que se le atribuyen daños en las conexiones nerviosas, siendo particularmente dañino en el caso de los niños (de ahí la reglamentación en golosinas) y de las embarazadas, por el peligro potencial en el feto en desarrollo. Existe la hipótesis histórica de que la demencia que afectó a muchos Emperadores Romanos estaba causada por su reiterada costumbre de beber vino con acetato de plomo, el llamado azúcar del vino. No creo que sea por eso pero, también ahora, los romanos están majaretas, como Obélix decía y acabo de comprobar in situ. De carbonato de plomo era, igualmente, el polvo blanco con el que las geishas se embadurnaban hace años la cara.
Pero los que ya tenemos cierta edad hemos estado sujetos a concentraciones de plomo mucho más peligrosas que las de un pintalabios. Sin ir más lejos, a los fontaneros se les llamaba (y se les llama todavía en algunos sitios) plomeros, porque una gran parte de los conductos que llevaban hasta hace relativamente poco el agua a nuestras casas eran de plomo. Así que vasito de agua que nos bebíamos, residuo plúmbeo que pasaba a nuestros tejidos. Los perdigones de los miles de cazadores que pueblan nuestros montes estos días son de plomo. El plomo tetraetilo ha sido el antidetonante de las gasolinas por excelencia, pasando al ambiente en la combustión de los motores de coche. Ha habido muchas cazuelas y otros recipientes de plomo donde se han hervido tradicionalmente leche, verduras y legumbres. Y plomo se ha usado hasta hace poco en pinturas, como pigmentos para conseguir colores como el rojo, el naranja o el amarillo. O en las vidriedas de catedrales y otros nobles edificios.
Así que, una vez más, que no cunda el pánico, querida MG. Que un pintalabios no se lo come una en dos días. Que no todo se marcha al tubo digestivo. Una gran parte acaba en la ropa, las servilletas, las copas de vino o en la epidermis de los seres queridos. Ah, y en cuanto al sencillo test de rayar el pintalabios con un anillo de oro de 24 quilates y ver si la raya se pone negra, lo que indicaría la presencia de plomo, no lo intenteis. Es otra patraña de esa familia de emails.
Cuando las balanzas eran escasas y poco precisas, los tenderos de ultramarinos preferían vender las manzanas, las peras, las naranjas, los huevos o los espárragos por docenas. Evidentemente, cada docena pesaba diferente y tenía un precio distinto pero era un convenio entre vendedor y comprador que los dos aceptaban. Resultaba más rápido y fiable que andar colocando, a ojo y en una complicada balanza romana, las pesas que equilibraran nuestra docena. De forma bastante parecida, los químicos necesitamos pesar unas entidades muy pequeñas que llamamos átomos y moléculas. Son tan minúsculas que no hay balanza electrónica que pueda proporcionarnos el peso ni siquiera de unos cuantos millones de ellas.
Pues bien, los químicos también hemos adoptado una especie de docena, el llamado número de Avogadro. Cuando decimos que vamos a pesar un número de Avogadro de moléculas de agua, estamos hablando de un número algo más grande que el doce de la docena, nos referimos a 602.300.000.000.000.000.000.000 moléculas de agua. La cifra es tan portentosa que, puesta en dólares, todos los habitantes de la tierra seríamos multimillonarios y de los gordos. Como los átomos y moléculas son distintos, un mismo número de Avogadro de dos moléculas distintas pesan distinto. Y así, esa fabulosa cifra de moléculas de agua pesa la modestísima cantidad de 18 gramos mientras que si la molécula fuera la de la aspirina pesarían algo más de 180 gramos.
Esos números que escapan casi a la imaginación tienen implicaciones curiosas. Y os voy a relatar una que he leído recientemente en un número de New Scientist. Resulta que cada vez que respiramos nos estamos metiendo a los pulmones un considerable número de moléculas de oxígeno y nitrógeno que, en su día, pasaron por los mismísimos pulmones de Don Lorenzo Romano Amedeo Carlo Avogadro di Quaregna e di Cerreto, Conde de Quaregna y Cerreto, Avogadro para los amigos, un fino turinés que nació en 1776 y pasó a mejor vida a la provecta edad de 80 años, lo que no está nada mal para la época.
Y eso es bastante fácil de calcular, de modo aproximado, gracias a su famoso número. La masa total de la atmósfera se estima, aproximadamente, en 5.000.000.000.000.000.000.000 gramos. La atmósfera es una mezcla en la que cada cuatro moléculas de nitrógeno tenemos una de oxígeno. Teniendo en cuenta esa proporción y lo que pesa un número de Avogadro de moléculas de uno y otro componente, se puede estimar que un número de Avogadro de moléculas de aire pesa 28,8 gramos. De lo que resulta que la atmósfera contiene un número de moléculas que puede escribirse como una cifra que contiene un uno seguido de cuarenta y cuatro ceros (lo podía poner en forma de potencias de diez, como suele ser habitual en notación científica, pero este puñetero editor del blog no me deja escribir superíndices).
En las condiciones de temperatura y presión de un cuerpo humano, esos 28,8 gramos de la mezcla de oxígeno y agua ocupan un volumen unos 25 litros. El volumen que inspira o expira un ser humano en cada acto respiratorio es de un litro de aire (o, lo que es lo mismo, 1,152 gramos o 25000000000000000000000 moléculas, aproximadamente). Respiramos unas 25 veces por minuto, así que en los ochenta años de vida de Avogadro, éste respiró 1.051.200.000 veces, lo que supone el mismo número en litros de aire. Por su organismo pasaron, por lo tanto, a lo largo de su vida, un apabullante número de moléculas que puede escribirse con un dos y treinta y un ceros. Por tanto, una molécula de cada 5.000.000.000.000 de las existentes hoy en la atmósfera fué exhalada alguna vez por Avogadro. Como cada vez que uno de nosotros respira se mete muchas más moléculas al coleto, el cálculo final (que ya se está haciendo pesado, ya lo sé) es que, en cada una de nuestras respiraciones, paseamos por nuestro cuerpo serrano unos cinco mil millones de las moléculas de aire que algún día alentaron la vida de nuestro conde italiano.
Y un cálculo similar se puede hacer con el agua existente en la tierra, llegándose a la escatológica conclusión de que en un vaso de agua que nos bebamos hay, con toda probabilidad, bastantes moléculas de agua (unos dieciocho millones, para ser más concretos) que previamente pasaron por la vejiga de Avogadro en forma de orina.
Y estos cálculos tienen un corolario interesante en lo que a la homeopatía se refiere. El agua que bebemos no contiene sólo moléculas de agua. Por muy buenos que sean los tratamientos antes de su consumo, el agua sigue conteniendo en disolución muchas sustancias, algunas detectables y que aparecen en la etiqueta, otras en proporciones tan ínfimas que, por ahora, los químicos no podemos detectarlas, pero que tienen que estar ahí. Muchas de esas moléculas son usadas como principios activos por los homeópatas. Así que es más que probable que muchos de esos presuntos medicamentos estén ya en un simple vaso de agua sin necesidad de usar las diez, veinte o treinta tediosas diluciones que hacen las industrias que se están forrando con el negocio. No haría falta ni la famosa "memoria del agua" que les tiene tan ocupados como forma de salir del atolladero en el que están metidos.
Ahora que ando de finde largo por la capital de las gelaterias, aprovecho el Wifi gratis que me proporciona mi Hotel romano para colgar este post que he ido escribiendo a ratos muertos, despues de leer entre los papeles que me he traído (prefiero papeles que libros, son más variados y pesan menos) un artículo que mi amigo Harold McGee publicó en su columna The Curious Cook, en el New York Times, a principios del mes de agosto. Si quereis leerlo en su totalidad no teneis más que picar en este link y, luego, en el primero de la página a la que se accede. A mi me da una envidia que me produce urticaria. Gracias a su prestigio como escritor en temas gastronómicos, el tío se permite escribir de un tipo de cosas que otros explicamos cada curso, sin tener siquiera el reconocimiento de nuestros alumnos. Mientras que a él, en su siguiente visita a algún gran chef, seguro que le preguntarán por ello. Así que me vais a permitir que os haga un resumen, no vaya a ser que me lluevan las broncas de los suscriptores que no se llevan bien con el inglés.
La línea global del artículo tiene que ver con el cambio de filosofía que, en las cocinas de los restaurantes, ha supuesto la introducción de las técnicas ligadas al uso del frío. Empezando por explicar cosas tan obvias como la conservación de alimentos, el artículo continúa con aspectos más sofisticados como la formación de gelatinas, el uso de nitrógeno líquido, etc. Pero, según avanza el texto, la cosa gira hacia cuestiones tan comunes como la congelación de agua y otros líquidos mediante el empleo de los frigoríficos y congeladores actuales. En un toque de experto, menciona el llamado efecto Mpemba, que tiene ya cuarenta años y sobre el que hay mucha literatura escrita y en internet. Si no es una falacia absoluta de las que de vez en cuando cuelgo en el Blog, le falta bien poco.
A continuación, Harold se centra en cuestiones más prosaicas. Supongamos que tenemos cubitos de hielo en el congelador, que pueden estar a dieciocho bajo cero o menos (depende del congelador). En cuanto los sacamos y los ponemos en una cubitera con agua, para enfriar una botella, el hielo empieza a fundir y en la superficie de la botella que queramos enfriar, se forma una delgada capa de agua líquida en equilibrio con el hielo de la cubitera, lo que hace que en esa superficie de contacto nunca estemos por debajo de cero grados, con lo que de poco nos sirve sacar los cubitos a -23, -18 o -1. Y es en este punto, preguntándose si es posible obtener un mayor nivel de enfriamiento sin muchos más aditamentos que unos sencillos hielos, cuando el artículo entra en el dominio de mis clases de Química Física y, por otro lado, me envía directamente a mi más tierna infancia.
Harold explica el empleo de sal mezclada con hielo como forma de rebajar la temperatura, gracias a un nuevo equilibrio, ahora formado entre el hielo, por un lado, y la disolución que el agua de él proveniente forma con la sal que hayamos adicionado. Los que hayan sido estudiantes de Química Física conmigo saben lo que insisto al respecto, haciéndoles ver que aunque con ese truco podemos llegar a 21 grados bajo cero, eso no entra en conflicto con el hecho de que se eche sal a las carreteras para que hielo desaparezca. Es solo cuestión de las cantidades de sal empleadas y, en otras palabras, es la pura consecuencia de la forma que tiene el diagrama de fases sólido/líquido del sistema binario constituido por sal y agua (anda que no me he puesto pedante y académico).
Y con esa mezcla, Harold empieza a investigar los tiempos necesarios para enfriar a unos 8-10 grados una botella de vino blanco que se encuentre a temperatura ambiente. En un frigorífico la cosa puede llevar un par de horas y en el congelador casi una hora. Sin embargo, en una buena cubitera con hielo y agua rebajaríamos el asunto a media hora, fundamentalmente porque en el frigorífico y en el congelador el aire es el fluido conductor, menos eficiente que el agua de la cubitera. Con un poco o un mucho de sal adicionada a la cubitera la cosa puede ir mucho más rápida y aún más si lo que queremos enfriar es una lata de cerveza, ya que el metal conduce mejor el calor que el vidrio.
Y de ahí, a una incipiente Gelatería. En un artefacto como el que se ve en la foto, este cura que os escribe ha preparado de niño muchos helados aunque, eso si, no sin cierto esfuerzo. Había que ir a una fábrica de hielo que había en un barrio de Hernani, venirse con una barra que pesaba un testículo y cuartearlo a base de martillo y cincel. Había que llenar el recipiente central del dispositivo con leche, azúcar y alguna mermelada o edulcorante, poniendo en el exterior del recinto el hielo machacado con bastante sal. Finalmente había que darle al manubrio de la derecha durante un cierto tiempo, antes de que la resistencia creciente del mismo indicara que lo de dentro estaba solidificando. Pero era todo un triunfo abrir la maquineta y poder comerse el helado de su interior con los amigos.
En un intento de reducir el tiempo necesario para obtener un helado o un sorbete, Harold se ha divertido con un nuevo "adelanto tecnológico". La materia prima para el helado la mete en una bolsa de plástico de las de conservar alimentos. La cierra sacando el aire de forma que el líquido del interior queda en forma de una fina lámina. La bolsa así preparada la mete en otra gran bolsa con hielo, sal y un poco de agua. El resultado final es que obtiene un delicioso helado en un periquete gracias a una más extendida y eficiente superficie de contacto entre lo que pretendemos convertir en helado y la mezcla frigorífica que usamos para ello.
Y como digo, todo en el New York Times y supongo que a precio correspondiente.
Siempre he tenido una especial simpatía por la compañía multinacional DuPont. Alguno me mirará con malos ojos por hacerlo con un gigante de esta talla, casi siempre sujetos a sospecha y, también en el caso de DuPont, con sospechas confirmadas en más de una ocasión. DuPont tiene "reconocido" el ser la industria más contaminante de los EEUU, con emisiones millonarias en disulfuro de carbono y otras algo menores, pero impresionantes, en cloropreno, ácido sulfúrico, etc. De hecho, la compañía acaba de lanzar un ambicioso plan para reparar los daños producidos por sus vertidos, durante años y años, en la bahía de Delaware. Pero en esto de las fobias y filias cada uno tiene sus razones y, en mi caso, soy un impenitente seguidor de las noticias que DuPont genera en el ámbito de los polímeros. Dos personajes han condicionado esa simpatía, Wallace Carothers, del que hablo más abajo y Mike Coleman, un viejo amigo, profesor retirado de la PennState University y antiguo científico de DuPont, con el que he compartido ciencia, golf y comidas en muchas ocasiones y que me ha contado jugosos chascarrillos de la historia de DuPont en los años 50, cuando él allí trabajaba.
Creada a principios del siglo XIX por un ciudadano francés, Eleutère DuPont, que huía de los coletazos de la Revolución Francesa, su actividad a lo largo de ese siglo estuvo centrada en la fabricación de pólvora. En Wikipedia hay una referencia que habla de que más de la mitad de la pólvora empleada en la guerra civil americana procedía de DuPont. Pero al cambiar de siglo, y como consecuencia de sus incursiones en los derivados de celulosa como posibles explosivos, DuPont empezó a interesarse en otros usos de esos derivados, hasta comercializar en los años veinte cosas tan conocidas como las fibras de acetato y las fibras de viscosa (Rayon), productos que podemos llamar semisintéticos, al derivarse del tratamiento químico de fibras de celulosa (como ocurre con la metil celulosa, que ha permitido que se vendan más libros del cocinero Santamaría).
El salto cualitativo en el impacto de los productos de DuPont, cuya historia ya he contado en una entrada anterior, se produce cuando a finales de 1926, un ejecutivo con luces, Charles Stine, propone y consigue (!!) que le aprueben, la creación de un Departamento de investigación pura y dura que se introdujera en el emergente concepto de polímero. Por aquellos días, dicho concepto empezaba a asentarse como el de una molécula química larga con muchos (muchísimos) enlaces covalentes uniendo a átomos de carbono, oxígeno y otros y del que las moléculas de derivados de celulosa eran los ejemplos que DuPont ya había manejado. Para dirigir el Departamento, Stine contrató a un joven y oscuro profesor de Harvard, Wallace Carothers, cuyo CV hasta entonces no parecía poder aventurar grandes resultados.
Pero, en poco más de diez años, Carothers y su grupo consiguieron generar polímeros 100% sintéticos, usando reacciones que, ya por entonces, eran bien conocidas por los químicos orgánicos. En esos años, la DuPont patentó el Neopreno, un caucho sintético que reproducía las cualidades del caucho natural, segregado en forma de látex por árboles tropicales. En 1937, y cuando ya Carothers se había suicidado gracias a un buen combinado con cianuro, la DuPont colocó una patente que sentaba las bases de todos los poliésteres y poliamidas que en el mundo han sido, dando lugar, entre otras cosas, a una auténtica locura entre las féminas por la medias de "seda artificial" o nylon. Desde entonces, DuPont es la madre de acrónimos que la gente de la calle conoce como la Lycra, el Orlon, el Teflon o las fibras de Kevlar. En todos esos casos y en mayor o menor medida, el concepto de fibra como materia prima de un sinfín de tejidos aparece en el trasfondo.
Las actuales estrategias de DuPont enfatizan, en muchos casos, la producción de polímeros menos agresivos con la naturaleza. Y aunque, como dice el título, sólo se trata de soluciones intermedias, me parece que han vuelto a dar en el clavo para regocijo de sus accionistas. En el año 2004, DuPont y Tate&Lyle PLC crearon una joint venture, DuPont Tate&Lyle Bioproducts, con el objetivo de "generar materiales a partir de fuentes renovables como el maiz". La iniciativa se basaba en experiencias previas de los Departamentos de I+D de ambas empresas que mostraban que dicho maiz podía ser una fuente barata y renovable de 1,3 propanodiol, una molécula que también puede extraerse a partir de los productos derivados del petróleo, pero a unos costos que lo que le hacía poco competitivo frente a sus primos el etilenglicol y el butanodiol, empleados en la producción de poliésteres tan conocidos como el PET de las botellas de Coca-Cola y otras bebidas o el PBT. Y esa nueva disponibilidad de propanodiol puede dar mucho juego.
Para obtener esa molécula a partir de maiz, los granos se cuecen unas 24 horas a 125º para que se hinchen y se ablanden. Se les quita la cubierta y nos quedamos con la parte interior o endosperma que contiene almidón y gluten. El almidón se trata con enzimas que lo convierten en glucosa, algo similar a lo que ocurre en nuestro organismo cuando nos zampamos un buen plato de pasta. El gluten se procesa de forma diferente y se vende para alimentación animal (aquí se aprovecha todo).
La transformación de esa glucosa en propanodiol es una fermentación tan clásica como la del vino o el queso. En la naturaleza, por ejemplo, hay microorganismos que durante la fermentación alcohólica transforman la glucosa de las uvas en glicerol, otro primo de nuestro propanodiol. Ese glicerol (o glicerina que dicen algunos someliers que saben poco de Química) es el que se ha dicho tradicionalmente que provoca el "llanto" del vino, esas lágrimas que recorren una copa de un buen caldo después de agitarlo, pero eso no es más que una leyenda urbana que algún día quizás cuente. Pues bien, mediante ingeniería genética, una empresa del consorcio, Genencor International, ha dado con un "bicho" que a diferencia de otros existentes en las fermentaciones arriba mencionadas, transforma directamente la glucosa en propanodiol de forma eficiente y barata.
Obtenido el propanodiol (el consorcio ha inagurado recientemente una planta con una producción respetable), la cosa ha echado a andar por sendas poliméricas. Por ejemplo, el PET, el mencionado plástico de la mayoría de nuestras botellas, es el producto de la reacción entre el ácido tereftálico y el etilenglicol. Cambiando el etilenglicol por nuestro propanodiol barato y verde, la reacción es idéntica y DuPont ha empezado a vender un producto llamado Sorona, un primo del PET que se puede usar como fibra para vestimentas o alfombras o como un plástico para fabricar los más variados objetos. ¿Su gancho?. Tiene propiedades similares al PET, no es excesivamente caro y es "verde" porque casi el 40% de su molécula proviene del propanodiol de origen biológico. No es una solución totalmente verde pero menos da una piedra (de PET).
Pero los dioles como el propanodiol puedan dar mucho más juego. Una de las familias más versátiles de polímeros son los poliuretanos. Para obtenerlos se necesita, inexcusablemente, la participación de un diol, ya sea sencillo como el propanodiol o en forma de poliol, una especie de polimerillos de andar por casa que permiten obtener los llamados poliuretanos segmentados. Pues bien, también los polioles pueden obtenerse a partir del propanodiol de nuestras mazorcas. Ello implica poder preparar poliuretanos a los que despojamos de un 30-40% de unidades provenientes hasta ahora de la química derivada del petróleo. Poliuretanos de este origen están siendo ya utilizados, por ejemplo, en la fabricación de tablas de surf, para mitigar la mala conciencia que tienen los surfistas, muy ecologistas ellos, de andar siempre suspendidos en tablas 100% poliméricas.
Y esto, creo yo, no ha hecho más que empezar. Me parece que la DuPont se va a marcar un buen tanto en este nicho. Si no estuviera la Bolsa como está, me compraba unas pocas acciones de DuPont. Igual ganaba unos durillos. Y si no, supondrían al menos un pequeño reconocimiento a los sucesores de Carothers y de mi amigo Mike.
Cuando yo era un chaval, los domingos acompañaba a mis padres a dar una vuelta por Hernani y, como premio a mi formalidad filial, me acababan comprando unas chuches y unos tebeos en la plaza del pueblo, en una especie de carricoche que una señora mayor instalaba al efecto. Yo ya era un ávido lector y mi premio favorito era un tebeo denominado Pulgarcito, donde reinaban personajes como Carpanta o el reporter Tribulete, una caricatura del periodista muerto de hambre de la época, buscando la noticia más rara allí donde la hubiere. Con el paso del tiempo, los tribuletes han ido cayendo en picado en mi opinión personal sobre la generalidad de su trabajo, aún reconociendo que en esa profesión (como en todas) hay figuras señeras a las que hay que admirar.
Viene esto a cuento porque estaba yo tan tranquilo este tarde lluviosa de viernes oyendo, tras cenar, el programa informativo de RNE de las 22 horas que dirigen dos tribuletes que llevan por nombre Ana Sterling y Carlos Navarro. Mi objetivo era enterarme si la Bolsa se recuperaba o no del trancazo que le asola, despues de la aprobación por el Congreso americano de una ley que tapa, con dinero público, los agujeros que la panda de mafiosos de los bancos de inversión americanos han generado en medio mundo. La ciudadana arriba mencionada, no se con qué referencias históricas en la mano, ha iniciado una noticia que tenía que ver con los 50 años de la tragedia de la talidomida, sobre la que ya escribí en la anterior fase del Blog. Como allí se explicaba, la introducción irresponsable de esa molécula en el mercado farmaceútico, como forma de eliminar los episodios de vómitos de las gestantes, generó un rosario de malformados en muchos paises europeos (en España parece que fueron más de tres mil).
Pues bien, la tribulete de turno estaba tan bien informada que llamó repetidamente al fármaco talidomina. Aún despues de oir a un afectado hablar de talidomida, no cambio su discurso y siguió con su talidomina hasta el final. Para más inri culminó la noticia alertando a los oyentes sobre el hecho de que la talidomina se siguiera vendiendo en internet. Así que cuidadín, cuidadín.
Escribía yo en la entrada a la que arriba hago referencia que hoy sabemos que la talidomida es una molécula quiral (a esas moléculas dedicaba la entrada), moléculas que pueden presentarse en dos formas en el espacio, imágenes especulares una de otra, como nuestras dos manos lo son, lo que hace que sean iguales pero nunca superponibles. De esas dos formas o enantiómeros, que se ven en la figura de arriba (y que podeis ampliar clicando sobre ella), uno (el S) es el teratógeno causante de los problemas de los años cincuenta, mientras que el segundo ha sido aprobado por la mismísima FDA americana para su aplicación en casos de SIDA por su capacidad de inhibir la replicación del virus. Pero, desgraciadamente, lo que se vendió como talidomida hace más de cincuenta años era una mezcla de ambos. La propia FDA ha considerado el uso de la talidomida en el tratamiento de determinados mielomas, aun conociendo que, en el medio biológico del cuerpo humano, es posible el cambio de una estructura en otra. Pero hoy sabemos los riesgos de su aplicación y los podemos controlar si la enfermedad a tratar lo requiere.
En fin, mejor lo dejo que me ensaño.