Ya he mencionado en otra entrada a Harold MacGee, una especie de gurú de la gastronomía internacional. En el año 2004 ha publicado una versión revisada de su clásico “On Food and Cooking: The Science and Lore of the Kitchen”, un libro aparecido por primera vez en 1984 y que se ha convertido en un clásico para todos aquellos que quieran profundizar en las razones últimas (digamos científicas) de la gastronomía. Este noviembre, de paso por Donosti, invitado por Juanmari Arzak y Andoni Luis Adúriz (Mugaritz), mi chica y yo tuvimos la suerte de disfrutar de una cena en su compañía en el cálido ambiente que nos dispensan Juanmari y Elena en el restaurante del Alto de Miracruz. A las pocas semanas, Harold me mandó un ejemplar dedicado de su libro (una biblia de 884 páginas), con la promesa de que pronto volverá al País Vasco para que los naturales del lugar se lo enseñemos mejor.
Poco a poco voy avanzando en la lectura del libro (cada día se me acumulan más cosas para leer). Para un químico polimérico como yo, resulta una obra que engancha. No en vano, Harold comenzó estudios de Química y aunque los abandonó, la Química le guía en muchos de los capítulos del libro y su terminología me es muy próxima. Los últimos días he estado leyendo cosas sobre el pan, después de cabrearme por enésima vez tras sacar del congelador un pan recientemente congelado y constatar que al intentar cortarlo se me deshacía entre las manos. ¡Esto lo tiene que explicar el libro de Harold!, grité en mi ofuscación. Y del resultado de mis pesquisas surge la entrada de hoy.
No es una guía para hacer un pan mejor, no es una receta para panaderos ilustrados, sólo un compendio de curiosidades relativas al proceso de elaboración del pan y su posterior deterioro que un búho alquimista hasta la médula ha osado extraer del libro de Harold. Haremos, en primer lugar, un repaso a los elementos esenciales en la confección clásica del pan.
Uno tendería a decir que el elemento básico en la confección de pan es la harina de trigo. Y no se equivoca. Pero cuando se aplica la escrutadora mirada de un químíco al problema, la cosa cambia. Empezaremos por el análisis de la sensación que uno tiene cuando mastica repetidamente un pequeño pedazo de miga de pan. Es algo parecido a mascar chicle y la razón está en el gluten, lo que los chinos llamaban el “músculo de la harina”. El gluten es el resultado final de un proceso asociativo entre las diferentes proteínas existentes en la harina. Asociación molecular que ya traté en mi entrada del pasado jueves 18 de mayo con el sugerente título de erótica molecular. Las proteínas son largas cadenas, polímeros otra vez, constituidas por la repetición de cientos o miles de unidades de aminoácidos.
En la harina de trigo hay dos tipos de proteínas, la gliadina (responsable de la llamada enfermedad celíaca) y la glutenina. Estas últimas contienen en sus extremos unidades de aminoácidos con azufre, lo que hace que se puedan unir entre si por enlaces azufre-azufre, dando lugar a cadenas mucho más largas, aunque para ello necesitan del concurso del oxígeno (luego hablamos sobre ello). Por otro lado, las moléculas de gliadina y de glutenina pueden unirse lateralmente entre sí por enlaces más débiles, los ya varias veces citados puentes de hidrógeno. Todo ello genera una red tridimensional de moléculas de proteína. Tal red es lo que denominamos gluten, una especie de plastilina de harina, por bautizarla de algún modo y para que se entiendan las propiedades que tiene.
Pero el gluten sólo supone el 10-12% de la harina de trigo. Más del 70% restante es almidón. El almidón es también un polímero y además se pueden contar cosas curiosas sobre él. La unidad que se repite en el almidón es la de la glucopiranosa, básicamente similar a la molécula de la glucosa. Pero cuando unidades de glucopiranosa se unen entre sí, pueden “darse la mano” de diversas formas (como pasaba en los polímeros tácticos, entrada del 29 de marzo). Y del resultado de esas diversas formas de unirse en cadenas resultan cosas tan dispares como el almidón y las fibras de celulosa. Ambas son cadenas de glucopiranosa. En la celulosa el encadenamiento es tal que permite formar fibras cristalinas, mientras que en el almidón su encadenamiento provoca un polvo amorfo, sin asomo alguno de estructura cristalina.
¿Es eso importante en la vida real?. Pues tan importante como que el almidón (presente en la patata, arroz, trigo, etc.) es fácilmente asimilado por el organismo humano como fuente de carbohidratos, mientras que las fibras de celulosa, contenidas en muchas verduras y hortalizas, entran y salen tal cual en nuestro organismo, aunque dicen los que saben que esa fibra es buena para nuestro tracto intestinal y previene de cánceres de colon y similares. La diferencia es, por tanto, diáfana. Y todo por una diferencia de estructura aparentemente nimia a los ojos sorprendidos de un profano.
El almidón está en la harina de trigo en forma de gránulos como los que se ven en la foto de microscopía electrónica de la derecha del encabezado, foto obtenida por mi amiga y colega Alba González, cuya doble nacionalidad hispano-cubana ha sido certificada este viernes por el Ministerio de AAEE. Dejándonos de intimidades, los gránulos mostrados en la foto pertenecen a una alubia de Tolosa, pero la apariencia es la misma en muchas semillas de vegetales. Una especie de membranas que actúan como envoltorio de las esferas o gránulos de almidón. En contacto con agua esos gránulos se hinchan, desapareciendo su geometría más o menos esférica, siempre que subamos la temperatura por encima de unos 50ºC. Es lo que se conoce como gelatinización del almidón que no es sino la desaparición del cierto orden existente en las cadenas situadas en el interior de los gránulos de almidón. En último extremo, la gelatinización con el agua y calor conduce a algo parecido a una bechamel, aunque en ésta el agua que se usa es la contenida en la leche.
Hay muchos tipos de harina y cada uno de ellos tiene su propio contenido en almidón y proteínas, lo que hace que las posibilidades de combinación sean casi infinitas. No vamos a entrar en detalle al respecto, pero mientras que la clásica harina de pan tiene un contenido más alto en proteínas, las harinas para todo uso en cocina suelen tener un menor contenido de éstas.
El agua empleada en la obtención de la masa de pan también tiene su importancia. Por ejemplo, aguas duras, ricas en calcio o magnesio contribuyen a masas más firmes debido a que esos elementos hacen de puente entre cadenas de proteínas, un fenómeno similar al que hace que unas alubias se “encallen” en aguas duras. Aguas ligeramente ácidas dan lugar a un gluten menos firme mientras aguas alcalinas hacen lo contrario. El contenido de agua también puede variarse a la hora de hacer la mezcla para la masa pero una receta clásica tiene 65 partes de agua por 100 de harina de cualquier tipo.
La sal solo va en 1.5-2% pero dependiendo de su contenido puede contribuir también en mayor o menor medida a la firmeza de la masa, aunque su contribución es mucho menos importante. Finalmente, la levadura anda en similares proporciones a la sal, aunque también aquí cada panadero tiene su receta. Su papel es el de producir un gas, el anhídrido carbónico, como consecuencia de su actividad metabólica (seres vivos al fin) sobre las unidades de carbohidratos existentes en el almidón. Aparte de producir el gas que infla la masa de pan y genera celdas huecas en el interior, pueden proporcionar otras características adicionales a la masa, afectando a la consistencia y el aroma.
El primer paso, por tanto, en la elaboración del pan es mezclar físicamente harina de trigo con agua, sal y la levadura. Cuando realizamos la mezcla comienzan varios interesantes procesos. Los gránulos de almidón absorben agua y las enzimas existentes en la harina como la amilasa empiezan a atacar a esas moléculas de almidón, rompiéndolas y produciendo la glucosa que necesitan las levaduras para producir CO2 y alcohol, en un proceso similar al de la fermentación de la uva. Al contrario que en ella, donde el CO2 se escapa del líquido en fermentación, aquí alcohol y CO2 quedan ocluidos en la masa, de donde son mayoritariamente expulsados durante el horneado. En este mismo procesos inicial, las cadenas de gluteína absorben algo de agua y se estiran, comenzando a establecer interacciones entre ellas. La mezcla empieza a aparecer ante nosotros como algo coherente y con un cierto toque fibroso.
Esa labor de conjunción se completa en el amasado, donde la labor de estirar y recoger sobre si misma la masa, permite que las moléculas de proteínas también se estiren, facilitando así el que se unan entre si tanto por los enlaces de azufre de los extremos como, lateralmente, por los puentes de hidrógeno, que hemos mencionado antes. El amasado también airea el conjunto suministrando oxígeno para la consecución de los puentes de azufre.
Tras el amasado, es necesario que la fermentación tenga lugar a una temperatura conveniente. La ideal para que trabaje bien la levadura anda por 27ºC. Temperaturas mas bajas hacen que el proceso se dilate demasiado, mientras que a temperaturas más altas pueden producirse ciertos sabores poco agradables.
Y finalmente hay que hornear, un proceso fundamental para las características finales del pan. Aquí también las variantes y trucos son muchos. Desde suministrar vapor de agua al horno para que se caliente rápido y tenga una fina capa de agua en la superficie que impida que se haga demasiado dura la corteza, hasta diferentes ciclos de temperatura para conseguir texturas especiales. Durante el horneado, el agua y el alcohol que hay en el interior de la masa se vaporizan y las celdas de gas producidas por el CO2 en la fermentación se expanden con ello. Con el calor, el gluten progresa en su asociación y hace que la masa se vaya haciendo más firme, mientras que la superficie va tostándose como consecuencia de un proceso degradativo que, adecuadamente controlado, proporciona texturas, aromas y presentaciones agradables.
Ya tenemos el pan recién comprado, todavía caliente. A partir de aquí empieza un deterioro irreversible no del todo bien comprendido. Visualmente, la miga va endureciéndose, cosa que mucha gente cree debido a la progresiva pérdida de agua. Sin embargo, hace muchos años que se demostró que pan bien aislado del exterior, sin posibilidades de pérdidas de agua, sufre un proceso similar. Aunque, como digo, sigue investigándose el complejo proceso de envejecimiento, parece que el principal factor en el proceso es la retrogradación de las moléculas de almidón. Dicho proceso sería el contrario de la gelatinización arriba indicada e implica la pérdida de agua y una recristalización de las cadenas, así como a otros procesos peor entendidos. Todos ellos contribuyen al endurecimiento. El fenómeno de la cristalización se da a mayor velocidad a bajas temperaturas. Calentando el pan, con algo de humedad adicional le daríamos la vuelta al proceso, volviendo a gelatinizar el almidón y a “rejuvenecer” el pan.
Pero Harold no dice nada especial sobre el efecto de la congelación en el envejecimiento, más allá de lo que acabo de relatar sobre las temperaturas bajas. Así que echando mano de mi faceta de teórico, que también la tengo, propongo una hipótesis a verificar experimentalmente. Muchas veces, al descongelar un trozo de pan cortado se aprecia que la miga parece desprenderse en parte de la corteza y, además, el pan se rompe en múltiples pedazos al querer pellizcar un trozo de él. Mi hipótesis es que al contraerse la miga por efecto de la retrogradación, ésta no puede hacerlo de forma homogénea, porque la zona cerca de la corteza está ya rígida. Ello produciría una especie de estiramiento interno que crearía, finalmente, esa rotura de la miga en algún punto del interior. Y eso estaría tanto más favorecido cuanto más baja fuera la temperatura del congelador, ya que el proceso de contracción es más brusco.
****************
Hasta aquí llegaba mi entrada antes de que uno de mis devotos lectores, Xabi Gutierrez, confeso adicto al pan y la bollería, me hiciera llegar sus comentarios. Según él, y seguro que lo conoce por experiencia, si haces un pan según el proceso que acabo de describir, éste puede comerse con una calidad aceptable incluso hasta el tercer día, cosa que no pasa con los panes comercializados. Y si ese pan lo metes al congelador y tras varios días lo descongelas suave (2 horas) y lo metes al horno a 200ºC (2-3 minutos) el pan está casi como recién hecho. ¿Dónde radica la diferencia con el pan que usualmente adquirimos?.
Yo no lo sé, pero del email de Xabi intuyo que él lo achaca a ciertos mejorantes panarios que se usan habitualmente en un intento de que el pan a consumir tenga una corteza muy crujiente y una miga blanda y aireada.
He investigado un poco el asunto de estos aditivos. De la enrevesada información que proporciona una firma especializada, se puede concluir que un mejorante contiene una variada gama de productos para lograr el fin que arriba se menciona. Entre los más importantes se encuentran sustancias como la vitamina C (ácido ascórbico). Curiosamente entendida como un antioxidante aquí hace el papel inverso, proporcionando el oxígeno necesario para que tenga lugar la formación de los puentes de azufre entre moléculas de gluteína que fortalecen el gluten. Esa aparente contradicción no es tal, ya que el ácido ascórbico con el oxígeno del aire y durante el amasado forma ácido dehidroascórbico que, en el procesos de fermentación, vuelve a devolver el oxígeno, regenerando el ascórbico. Es una especie de suministro continuado y lento de oxígeno durante la fermentación, en la que el oxígeno del aire no podría llegar a toda la masa.
Los mejorantes panarios también contienen emulsificantes como la lecitina y algunos monoglicéridos y diglicéridos de ácidos grasos. Suelen contener enzimas como la amilasa para asegurarnos de que las moléculas de almidón vayan siendo atacadas y desintegradas en la glucosa que necesitan las levaduras. Para idéntico papel, de forma inicial, los mejorantes suelen llevar la propia glucosa, dextrosa o fructosa. Finalmente pueden contener grasas que hacen la masa más fina e incluso gluten para complementar el que lleve de forma original la harina que se emplee.
El que el uso de estos aditivos suponga una interferencia en el proceso normal de envejecimiento del pan parece bastante claro, pero no he encontrado, por ahora, literatura que estudie su influencia. Tiempo al tiempo......
Poco a poco voy avanzando en la lectura del libro (cada día se me acumulan más cosas para leer). Para un químico polimérico como yo, resulta una obra que engancha. No en vano, Harold comenzó estudios de Química y aunque los abandonó, la Química le guía en muchos de los capítulos del libro y su terminología me es muy próxima. Los últimos días he estado leyendo cosas sobre el pan, después de cabrearme por enésima vez tras sacar del congelador un pan recientemente congelado y constatar que al intentar cortarlo se me deshacía entre las manos. ¡Esto lo tiene que explicar el libro de Harold!, grité en mi ofuscación. Y del resultado de mis pesquisas surge la entrada de hoy.
No es una guía para hacer un pan mejor, no es una receta para panaderos ilustrados, sólo un compendio de curiosidades relativas al proceso de elaboración del pan y su posterior deterioro que un búho alquimista hasta la médula ha osado extraer del libro de Harold. Haremos, en primer lugar, un repaso a los elementos esenciales en la confección clásica del pan.
Uno tendería a decir que el elemento básico en la confección de pan es la harina de trigo. Y no se equivoca. Pero cuando se aplica la escrutadora mirada de un químíco al problema, la cosa cambia. Empezaremos por el análisis de la sensación que uno tiene cuando mastica repetidamente un pequeño pedazo de miga de pan. Es algo parecido a mascar chicle y la razón está en el gluten, lo que los chinos llamaban el “músculo de la harina”. El gluten es el resultado final de un proceso asociativo entre las diferentes proteínas existentes en la harina. Asociación molecular que ya traté en mi entrada del pasado jueves 18 de mayo con el sugerente título de erótica molecular. Las proteínas son largas cadenas, polímeros otra vez, constituidas por la repetición de cientos o miles de unidades de aminoácidos.
En la harina de trigo hay dos tipos de proteínas, la gliadina (responsable de la llamada enfermedad celíaca) y la glutenina. Estas últimas contienen en sus extremos unidades de aminoácidos con azufre, lo que hace que se puedan unir entre si por enlaces azufre-azufre, dando lugar a cadenas mucho más largas, aunque para ello necesitan del concurso del oxígeno (luego hablamos sobre ello). Por otro lado, las moléculas de gliadina y de glutenina pueden unirse lateralmente entre sí por enlaces más débiles, los ya varias veces citados puentes de hidrógeno. Todo ello genera una red tridimensional de moléculas de proteína. Tal red es lo que denominamos gluten, una especie de plastilina de harina, por bautizarla de algún modo y para que se entiendan las propiedades que tiene.
Pero el gluten sólo supone el 10-12% de la harina de trigo. Más del 70% restante es almidón. El almidón es también un polímero y además se pueden contar cosas curiosas sobre él. La unidad que se repite en el almidón es la de la glucopiranosa, básicamente similar a la molécula de la glucosa. Pero cuando unidades de glucopiranosa se unen entre sí, pueden “darse la mano” de diversas formas (como pasaba en los polímeros tácticos, entrada del 29 de marzo). Y del resultado de esas diversas formas de unirse en cadenas resultan cosas tan dispares como el almidón y las fibras de celulosa. Ambas son cadenas de glucopiranosa. En la celulosa el encadenamiento es tal que permite formar fibras cristalinas, mientras que en el almidón su encadenamiento provoca un polvo amorfo, sin asomo alguno de estructura cristalina.
¿Es eso importante en la vida real?. Pues tan importante como que el almidón (presente en la patata, arroz, trigo, etc.) es fácilmente asimilado por el organismo humano como fuente de carbohidratos, mientras que las fibras de celulosa, contenidas en muchas verduras y hortalizas, entran y salen tal cual en nuestro organismo, aunque dicen los que saben que esa fibra es buena para nuestro tracto intestinal y previene de cánceres de colon y similares. La diferencia es, por tanto, diáfana. Y todo por una diferencia de estructura aparentemente nimia a los ojos sorprendidos de un profano.
El almidón está en la harina de trigo en forma de gránulos como los que se ven en la foto de microscopía electrónica de la derecha del encabezado, foto obtenida por mi amiga y colega Alba González, cuya doble nacionalidad hispano-cubana ha sido certificada este viernes por el Ministerio de AAEE. Dejándonos de intimidades, los gránulos mostrados en la foto pertenecen a una alubia de Tolosa, pero la apariencia es la misma en muchas semillas de vegetales. Una especie de membranas que actúan como envoltorio de las esferas o gránulos de almidón. En contacto con agua esos gránulos se hinchan, desapareciendo su geometría más o menos esférica, siempre que subamos la temperatura por encima de unos 50ºC. Es lo que se conoce como gelatinización del almidón que no es sino la desaparición del cierto orden existente en las cadenas situadas en el interior de los gránulos de almidón. En último extremo, la gelatinización con el agua y calor conduce a algo parecido a una bechamel, aunque en ésta el agua que se usa es la contenida en la leche.
Hay muchos tipos de harina y cada uno de ellos tiene su propio contenido en almidón y proteínas, lo que hace que las posibilidades de combinación sean casi infinitas. No vamos a entrar en detalle al respecto, pero mientras que la clásica harina de pan tiene un contenido más alto en proteínas, las harinas para todo uso en cocina suelen tener un menor contenido de éstas.
El agua empleada en la obtención de la masa de pan también tiene su importancia. Por ejemplo, aguas duras, ricas en calcio o magnesio contribuyen a masas más firmes debido a que esos elementos hacen de puente entre cadenas de proteínas, un fenómeno similar al que hace que unas alubias se “encallen” en aguas duras. Aguas ligeramente ácidas dan lugar a un gluten menos firme mientras aguas alcalinas hacen lo contrario. El contenido de agua también puede variarse a la hora de hacer la mezcla para la masa pero una receta clásica tiene 65 partes de agua por 100 de harina de cualquier tipo.
La sal solo va en 1.5-2% pero dependiendo de su contenido puede contribuir también en mayor o menor medida a la firmeza de la masa, aunque su contribución es mucho menos importante. Finalmente, la levadura anda en similares proporciones a la sal, aunque también aquí cada panadero tiene su receta. Su papel es el de producir un gas, el anhídrido carbónico, como consecuencia de su actividad metabólica (seres vivos al fin) sobre las unidades de carbohidratos existentes en el almidón. Aparte de producir el gas que infla la masa de pan y genera celdas huecas en el interior, pueden proporcionar otras características adicionales a la masa, afectando a la consistencia y el aroma.
El primer paso, por tanto, en la elaboración del pan es mezclar físicamente harina de trigo con agua, sal y la levadura. Cuando realizamos la mezcla comienzan varios interesantes procesos. Los gránulos de almidón absorben agua y las enzimas existentes en la harina como la amilasa empiezan a atacar a esas moléculas de almidón, rompiéndolas y produciendo la glucosa que necesitan las levaduras para producir CO2 y alcohol, en un proceso similar al de la fermentación de la uva. Al contrario que en ella, donde el CO2 se escapa del líquido en fermentación, aquí alcohol y CO2 quedan ocluidos en la masa, de donde son mayoritariamente expulsados durante el horneado. En este mismo procesos inicial, las cadenas de gluteína absorben algo de agua y se estiran, comenzando a establecer interacciones entre ellas. La mezcla empieza a aparecer ante nosotros como algo coherente y con un cierto toque fibroso.
Esa labor de conjunción se completa en el amasado, donde la labor de estirar y recoger sobre si misma la masa, permite que las moléculas de proteínas también se estiren, facilitando así el que se unan entre si tanto por los enlaces de azufre de los extremos como, lateralmente, por los puentes de hidrógeno, que hemos mencionado antes. El amasado también airea el conjunto suministrando oxígeno para la consecución de los puentes de azufre.
Tras el amasado, es necesario que la fermentación tenga lugar a una temperatura conveniente. La ideal para que trabaje bien la levadura anda por 27ºC. Temperaturas mas bajas hacen que el proceso se dilate demasiado, mientras que a temperaturas más altas pueden producirse ciertos sabores poco agradables.
Y finalmente hay que hornear, un proceso fundamental para las características finales del pan. Aquí también las variantes y trucos son muchos. Desde suministrar vapor de agua al horno para que se caliente rápido y tenga una fina capa de agua en la superficie que impida que se haga demasiado dura la corteza, hasta diferentes ciclos de temperatura para conseguir texturas especiales. Durante el horneado, el agua y el alcohol que hay en el interior de la masa se vaporizan y las celdas de gas producidas por el CO2 en la fermentación se expanden con ello. Con el calor, el gluten progresa en su asociación y hace que la masa se vaya haciendo más firme, mientras que la superficie va tostándose como consecuencia de un proceso degradativo que, adecuadamente controlado, proporciona texturas, aromas y presentaciones agradables.
Ya tenemos el pan recién comprado, todavía caliente. A partir de aquí empieza un deterioro irreversible no del todo bien comprendido. Visualmente, la miga va endureciéndose, cosa que mucha gente cree debido a la progresiva pérdida de agua. Sin embargo, hace muchos años que se demostró que pan bien aislado del exterior, sin posibilidades de pérdidas de agua, sufre un proceso similar. Aunque, como digo, sigue investigándose el complejo proceso de envejecimiento, parece que el principal factor en el proceso es la retrogradación de las moléculas de almidón. Dicho proceso sería el contrario de la gelatinización arriba indicada e implica la pérdida de agua y una recristalización de las cadenas, así como a otros procesos peor entendidos. Todos ellos contribuyen al endurecimiento. El fenómeno de la cristalización se da a mayor velocidad a bajas temperaturas. Calentando el pan, con algo de humedad adicional le daríamos la vuelta al proceso, volviendo a gelatinizar el almidón y a “rejuvenecer” el pan.
Pero Harold no dice nada especial sobre el efecto de la congelación en el envejecimiento, más allá de lo que acabo de relatar sobre las temperaturas bajas. Así que echando mano de mi faceta de teórico, que también la tengo, propongo una hipótesis a verificar experimentalmente. Muchas veces, al descongelar un trozo de pan cortado se aprecia que la miga parece desprenderse en parte de la corteza y, además, el pan se rompe en múltiples pedazos al querer pellizcar un trozo de él. Mi hipótesis es que al contraerse la miga por efecto de la retrogradación, ésta no puede hacerlo de forma homogénea, porque la zona cerca de la corteza está ya rígida. Ello produciría una especie de estiramiento interno que crearía, finalmente, esa rotura de la miga en algún punto del interior. Y eso estaría tanto más favorecido cuanto más baja fuera la temperatura del congelador, ya que el proceso de contracción es más brusco.
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Hasta aquí llegaba mi entrada antes de que uno de mis devotos lectores, Xabi Gutierrez, confeso adicto al pan y la bollería, me hiciera llegar sus comentarios. Según él, y seguro que lo conoce por experiencia, si haces un pan según el proceso que acabo de describir, éste puede comerse con una calidad aceptable incluso hasta el tercer día, cosa que no pasa con los panes comercializados. Y si ese pan lo metes al congelador y tras varios días lo descongelas suave (2 horas) y lo metes al horno a 200ºC (2-3 minutos) el pan está casi como recién hecho. ¿Dónde radica la diferencia con el pan que usualmente adquirimos?.
Yo no lo sé, pero del email de Xabi intuyo que él lo achaca a ciertos mejorantes panarios que se usan habitualmente en un intento de que el pan a consumir tenga una corteza muy crujiente y una miga blanda y aireada.
He investigado un poco el asunto de estos aditivos. De la enrevesada información que proporciona una firma especializada, se puede concluir que un mejorante contiene una variada gama de productos para lograr el fin que arriba se menciona. Entre los más importantes se encuentran sustancias como la vitamina C (ácido ascórbico). Curiosamente entendida como un antioxidante aquí hace el papel inverso, proporcionando el oxígeno necesario para que tenga lugar la formación de los puentes de azufre entre moléculas de gluteína que fortalecen el gluten. Esa aparente contradicción no es tal, ya que el ácido ascórbico con el oxígeno del aire y durante el amasado forma ácido dehidroascórbico que, en el procesos de fermentación, vuelve a devolver el oxígeno, regenerando el ascórbico. Es una especie de suministro continuado y lento de oxígeno durante la fermentación, en la que el oxígeno del aire no podría llegar a toda la masa.
Los mejorantes panarios también contienen emulsificantes como la lecitina y algunos monoglicéridos y diglicéridos de ácidos grasos. Suelen contener enzimas como la amilasa para asegurarnos de que las moléculas de almidón vayan siendo atacadas y desintegradas en la glucosa que necesitan las levaduras. Para idéntico papel, de forma inicial, los mejorantes suelen llevar la propia glucosa, dextrosa o fructosa. Finalmente pueden contener grasas que hacen la masa más fina e incluso gluten para complementar el que lleve de forma original la harina que se emplee.
El que el uso de estos aditivos suponga una interferencia en el proceso normal de envejecimiento del pan parece bastante claro, pero no he encontrado, por ahora, literatura que estudie su influencia. Tiempo al tiempo......
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