Los viejos alquimistas y los químicos y físicos de épocas más recientes han andado siempre tratando de destripar la materia hasta sus recónditos límites. La idea de átomo como parte más pequeña de una sustancia está latente en el conocimiento humano desde tiempo de los griegos, aunque sólo en los siglos XVIII y XIX se pusieron las bases para establecer concluyentemente que había entidades muy pequeñas (átomos o moléculas) que atesoraban las propiedades intrínsecas de los diferentes materiales conocidos. Pero tras ese logro, los científicos se pusieron a destripar el propio átomo y hechos como el descubrimiento del electrón a finales del siglo XIX se considera uno de los logros más relevantes de la ciencia.
En el fondo, toda esta trayectoria no hace sino revelar un criterio reduccionista claro como trasfondo de todas estas actividades científicas: descompongamos la materia hasta sus últimos límites y cuando lo hayamos hecho y hayamos comprendido la esencia de esas partículas elementales, podremos entender y predecir las propiedades de la materia al nivel a la que la usamos en nuestra vida diaria. Pero las cosas no son tan sencillas. Ya no es sencillo llegar hasta los últimos constituyentes de la materia. Véase si no la sopa de partículas elementales que marean a los físicos. Por otro lado, y es lo que a mi me interesa en esta entrada, conocer esos componentes fundamentales no asegura poder predecir qué ocurre cuando muchos de ellos se unen para constituir un material a escala macroscópica (lo contrario de microscópica). Hablamos entonces de propiedades emergentes que surgen como consecuencia de la interacción de muchas partículas elementales y que es difícil de predecir a “priori”. Vamos a ver un ejemplo muy habitual en textos de ciencia: el caso de los átomos de carbono.
Cuando uno contempla un diamante tallado y un trozo de grafito es difícil imaginar que ambos materiales son químicamente idénticos o, al menos, constituidos primordialmente por átomos de carbono, el mismo que forma parte mayoritaria de los compuestos orgánicos. El grafito es una refinada forma de lo que el común de los mortales llamamos carbón, tanto es así que fue denominado al principio meta antracita, relacionándolo con uno de los clásicos carbones que extraen los mineros. La gente ve grafito todos los días sin más que contemplar la mina de un lápiz. El grafito es opaco, negro y con aire terroso, relativamente blando, conductor de la electricidad y se usa como lubricante. Por el contrario, el diamante es transparente, uno de los materiales más duros que manejamos los humanos, además de un buen aislante a la electricidad y un excelente abrasivo. Pero ambos son, quimicamente hablando, agrupaciones de átomos de carbono.
Lo que proporciona esas propiedades tan opuestas es la diferente forma que tienen esos átomos de carbono de organizarse en el espacio. En el grafito los átomos de carbono se unen por enlaces covalentes formando capas de estructuras hexagonales organizadas. Pero las capas se apilan unas con otras a distancias de unos 0.00000003 cm sin conexión química (enlaces) entre ellas. Como consecuencia de ello las capas pueden deslizarse unas sobre otras, de ahí su carácter lubricante. En el diamante, la organización es en forma de redes tridimensionales donde cada átomo de carbono está unido a otros cuatro carbonos por enlaces covalentes y esa red se propaga en todas las direcciones, formando una estructura reticular que sólo puede destruirse con el concurso de grandes fuerzas. Por eso los diamantes son tan duros y relativamente estables ante ataques químicos.
La explicación de esa diferente organización tiene que ver con las condiciones en las que se formaron uno y otro material. Partiendo de un mismo magma de carbono fundido a temperaturas de unos cuatro mil grados (podemos pensar en una lava volcánica rica en carbón fundido), lo determinante para una u otra estructura son las condiciones de su entorno. Una veta de carbón grafítico (o de hulla, antracita o similares) es la consecuencia de la “colisión” de ese magma con algo mucho más frío y a presión atmosférica, por ejemplo el agua de mar, lo que resulta en una solidificación brusca del magma. Una mina de diamantes, como las siempre citadas en Nigeria o Sudáfrica, es el resultado de unas condiciones muy especiales de presión y temperatura, que sólo se dan a grandes profundidades del globo terráqueo (en el llamado manto). En esas condiciones, algunos diamantes aparecen en el seno del magma y erupciones muy bruscas desde el interior del manto terráqueo pueden proporcionar rocas volcánicas como las kimberlitas que esconden los preciados diamantes.
Ambos materiales son dos formas distintas del estado sólido del carbono. Y lo mismo que el agua líquida se transforma en vapor de agua a 100 grados bajo presión de una atmósfera pero necesita más temperatura a presiones elevadas (la olla a presión) o menos a presiones reducidas (en el Everest o la Luna), el grafito se puede convertir en diamante siempre que busquemos las condiciones de temperatura y presión adecuadas. Aunque la idea es atractiva, la vida es muy complicada y se empeña siempre en poner palos en las ruedas de nuestros sueños. A 30ºC, se necesitan presiones de unas quince mil veces la presión atmosférica para transformar grafito en diamante. Además, aunque el proceso es posible, la velocidad de la transformación es muy lenta.
El primer éxito serio en esta transformación se atribuye a General Electric que, en 1955, construyó una instalación en la que poder alcanzar la fabulosa presión de 150.000 atmósferas. No quiero ni contaros lo que eso supone en cuanto a materiales a emplear. A esa presión y a unos 2200ºC la transformación de carbono grafítico en diamante es casi completa en cuestión de minutos.
Dice la propaganda de los joyeros que los diamantes son eternos. Habría que matizar. De hecho, aunque parezca mentira, el carbono grafítico es la forma estable del carbono y no el diamante. Como consecuencia de ello, si se calientan diamantes a 1500ºC, su transformación en negro carbón es también cuestión de minutos.
Pero la organización de los átomos de carbono todavía ha reservado recientes sorpresas. Los fulerenos son también agrupaciones de átomos de carbono, en principio más parecidos al grafito que al diamante, ya que se organizan en estructuras que en lugar de ser hexagonales son pentagonales o heptagonales. Esto, que parece irrelevante, fuerza a esas agrupaciones de átomos a curvarse en forma de esferas como la que se puede ver aquí al lado, también conocidas como buckyballs. La terminología empleada fue introducida en recuerdo de Richard Buckminster Fuller, un arquitecto que empleó el mismo tipo de organización estructural para construir cubiertas geodésicas. Uno de los fulerenos más populares es el que aquí se muestra, con 60 átomos de carbono en forma de un icosahedro truncado, similar a la estructura de un balón de fútbol (con la Iglesia hemos topado). El descubrimiento de estas estructuras y sus interesantes propiedades proporcionó en 1996 el Premio Nobel de Química a Robert F. Curl, Harold W. Kroto, y Richard E. Smalley.
Relacionado con este descubrimiento está una estructura de átomos de carbono que está dando mucho que hablar en la nanotecnología que parece invadirlo todo en los últimos años. Se trata de estructuras muy similares a las anteriores pero que se enrollan en forma de cilindros de unos pocos nanometros (cada nanometro es 0.000000001 metros) y longitudes del orden del milímetro (0.001 metros). Estas intrigantes estructuras, denominadas nanotubos, han despertado una inusitada expectación en ámbitos científicos puros y aplicados. Tienen propiedades eléctricas, mecánicas y térmicas tan singulares que las potenciales aplicaciones son muchas. El problema es que muchas de esas propiedades dependen de las características del nanotubo como longitud, diámetro o incluso de como se tuercen. Para terminar de complicarlo hay nanotubos cilíndricos de pared sencilla y los hay de pared doble. En definitiva, que hay mucho que estudiar sobre ellos, incluidos los aspectos de seguridad de quienes los manejen y sus impactos ambientales cuando se desechen, algo que con los tamaños que estamos hablando no es obvio.
Los nanotubos tienen su primo de Zumosol en las conocidas fibras cortas y largas de carbono, que no son sino fibras de grafito convenientemente enrrolladas y que tan buen juego han dado en materiales deportivos high-tech como tablas de esquí, palos de golf, raquetas de tenis, etc.
En el fondo, toda esta trayectoria no hace sino revelar un criterio reduccionista claro como trasfondo de todas estas actividades científicas: descompongamos la materia hasta sus últimos límites y cuando lo hayamos hecho y hayamos comprendido la esencia de esas partículas elementales, podremos entender y predecir las propiedades de la materia al nivel a la que la usamos en nuestra vida diaria. Pero las cosas no son tan sencillas. Ya no es sencillo llegar hasta los últimos constituyentes de la materia. Véase si no la sopa de partículas elementales que marean a los físicos. Por otro lado, y es lo que a mi me interesa en esta entrada, conocer esos componentes fundamentales no asegura poder predecir qué ocurre cuando muchos de ellos se unen para constituir un material a escala macroscópica (lo contrario de microscópica). Hablamos entonces de propiedades emergentes que surgen como consecuencia de la interacción de muchas partículas elementales y que es difícil de predecir a “priori”. Vamos a ver un ejemplo muy habitual en textos de ciencia: el caso de los átomos de carbono.
Cuando uno contempla un diamante tallado y un trozo de grafito es difícil imaginar que ambos materiales son químicamente idénticos o, al menos, constituidos primordialmente por átomos de carbono, el mismo que forma parte mayoritaria de los compuestos orgánicos. El grafito es una refinada forma de lo que el común de los mortales llamamos carbón, tanto es así que fue denominado al principio meta antracita, relacionándolo con uno de los clásicos carbones que extraen los mineros. La gente ve grafito todos los días sin más que contemplar la mina de un lápiz. El grafito es opaco, negro y con aire terroso, relativamente blando, conductor de la electricidad y se usa como lubricante. Por el contrario, el diamante es transparente, uno de los materiales más duros que manejamos los humanos, además de un buen aislante a la electricidad y un excelente abrasivo. Pero ambos son, quimicamente hablando, agrupaciones de átomos de carbono.
Lo que proporciona esas propiedades tan opuestas es la diferente forma que tienen esos átomos de carbono de organizarse en el espacio. En el grafito los átomos de carbono se unen por enlaces covalentes formando capas de estructuras hexagonales organizadas. Pero las capas se apilan unas con otras a distancias de unos 0.00000003 cm sin conexión química (enlaces) entre ellas. Como consecuencia de ello las capas pueden deslizarse unas sobre otras, de ahí su carácter lubricante. En el diamante, la organización es en forma de redes tridimensionales donde cada átomo de carbono está unido a otros cuatro carbonos por enlaces covalentes y esa red se propaga en todas las direcciones, formando una estructura reticular que sólo puede destruirse con el concurso de grandes fuerzas. Por eso los diamantes son tan duros y relativamente estables ante ataques químicos.
La explicación de esa diferente organización tiene que ver con las condiciones en las que se formaron uno y otro material. Partiendo de un mismo magma de carbono fundido a temperaturas de unos cuatro mil grados (podemos pensar en una lava volcánica rica en carbón fundido), lo determinante para una u otra estructura son las condiciones de su entorno. Una veta de carbón grafítico (o de hulla, antracita o similares) es la consecuencia de la “colisión” de ese magma con algo mucho más frío y a presión atmosférica, por ejemplo el agua de mar, lo que resulta en una solidificación brusca del magma. Una mina de diamantes, como las siempre citadas en Nigeria o Sudáfrica, es el resultado de unas condiciones muy especiales de presión y temperatura, que sólo se dan a grandes profundidades del globo terráqueo (en el llamado manto). En esas condiciones, algunos diamantes aparecen en el seno del magma y erupciones muy bruscas desde el interior del manto terráqueo pueden proporcionar rocas volcánicas como las kimberlitas que esconden los preciados diamantes.
Ambos materiales son dos formas distintas del estado sólido del carbono. Y lo mismo que el agua líquida se transforma en vapor de agua a 100 grados bajo presión de una atmósfera pero necesita más temperatura a presiones elevadas (la olla a presión) o menos a presiones reducidas (en el Everest o la Luna), el grafito se puede convertir en diamante siempre que busquemos las condiciones de temperatura y presión adecuadas. Aunque la idea es atractiva, la vida es muy complicada y se empeña siempre en poner palos en las ruedas de nuestros sueños. A 30ºC, se necesitan presiones de unas quince mil veces la presión atmosférica para transformar grafito en diamante. Además, aunque el proceso es posible, la velocidad de la transformación es muy lenta.
El primer éxito serio en esta transformación se atribuye a General Electric que, en 1955, construyó una instalación en la que poder alcanzar la fabulosa presión de 150.000 atmósferas. No quiero ni contaros lo que eso supone en cuanto a materiales a emplear. A esa presión y a unos 2200ºC la transformación de carbono grafítico en diamante es casi completa en cuestión de minutos.
Dice la propaganda de los joyeros que los diamantes son eternos. Habría que matizar. De hecho, aunque parezca mentira, el carbono grafítico es la forma estable del carbono y no el diamante. Como consecuencia de ello, si se calientan diamantes a 1500ºC, su transformación en negro carbón es también cuestión de minutos.
Pero la organización de los átomos de carbono todavía ha reservado recientes sorpresas. Los fulerenos son también agrupaciones de átomos de carbono, en principio más parecidos al grafito que al diamante, ya que se organizan en estructuras que en lugar de ser hexagonales son pentagonales o heptagonales. Esto, que parece irrelevante, fuerza a esas agrupaciones de átomos a curvarse en forma de esferas como la que se puede ver aquí al lado, también conocidas como buckyballs. La terminología empleada fue introducida en recuerdo de Richard Buckminster Fuller, un arquitecto que empleó el mismo tipo de organización estructural para construir cubiertas geodésicas. Uno de los fulerenos más populares es el que aquí se muestra, con 60 átomos de carbono en forma de un icosahedro truncado, similar a la estructura de un balón de fútbol (con la Iglesia hemos topado). El descubrimiento de estas estructuras y sus interesantes propiedades proporcionó en 1996 el Premio Nobel de Química a Robert F. Curl, Harold W. Kroto, y Richard E. Smalley.
Relacionado con este descubrimiento está una estructura de átomos de carbono que está dando mucho que hablar en la nanotecnología que parece invadirlo todo en los últimos años. Se trata de estructuras muy similares a las anteriores pero que se enrollan en forma de cilindros de unos pocos nanometros (cada nanometro es 0.000000001 metros) y longitudes del orden del milímetro (0.001 metros). Estas intrigantes estructuras, denominadas nanotubos, han despertado una inusitada expectación en ámbitos científicos puros y aplicados. Tienen propiedades eléctricas, mecánicas y térmicas tan singulares que las potenciales aplicaciones son muchas. El problema es que muchas de esas propiedades dependen de las características del nanotubo como longitud, diámetro o incluso de como se tuercen. Para terminar de complicarlo hay nanotubos cilíndricos de pared sencilla y los hay de pared doble. En definitiva, que hay mucho que estudiar sobre ellos, incluidos los aspectos de seguridad de quienes los manejen y sus impactos ambientales cuando se desechen, algo que con los tamaños que estamos hablando no es obvio.
Los nanotubos tienen su primo de Zumosol en las conocidas fibras cortas y largas de carbono, que no son sino fibras de grafito convenientemente enrrolladas y que tan buen juego han dado en materiales deportivos high-tech como tablas de esquí, palos de golf, raquetas de tenis, etc.
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