La mística de un buen vino en su botella, con su corcho, su cápsula y su etiqueta con su añada ya no es lo que era. Hemos ido aceptado poco a poco que se venda vino en tetrabrik o en cajas de cartón con su grifito incluido. Con corchos de plástico o, incluso, sin corcho y con un tapón a rosca. En los últimos años está irrumpiendo en el mercado, y parece que se acabará implantando más, el vino comercializado en latas de aluminio similares a las empleadas en las bebidas de cola, la cerveza u otros refrescos. Pero esa paulatina entrada de las latas de vino ha tenido un escollo importante que, aunque identificado correctamente, parece estar todavía lejos de una solución satisfactoria para todos los que se están apuntando a ese mercado.
En dos artículos publicados recientemente en el American Journal of Enology and Viticulture (una revista que visito de vez en cuando pues uno lee cosas muy interesantes), investigadores de la americana Cornell University dan cuenta de los resultados obtenidos al estudiar el problema planteado por una serie de vinicultores que, tras optar por vender parte de su producción en latas como las que veis en la imagen que ilustra esta entrada (y que podéis ampliar picando en ella), detectaron que, al abrir algunas de esas latas, aquello olía, además de a vino, a huevos podridos. En mayor o menor medida pero, en cualquier caso y para su preocupación, el “aroma” era bastante evidente en muchos casos.
Como bien saben los lectores de este Blog, el vino es una compleja mezcla de agua (85%), alcohol (13%) y un 2% restante constituido por cientos y cientos de sustancias químicas que dependen de la variedad de uva, de la situación geográfica del viñedo, del tiempo de maduración de las uvas y de los posteriores y complejos procesos de vinificación. En algunos casos, los vinicultores incluso añaden sustancias (popularmente conocidas como sulfitos) para hacer que el vino se conserve en buen estado frente a la agresión de las llamadas levaduras “salvajes”.
Por su parte, las latas de aluminio suelen estar recubiertas en su interior por una capa (liner) de una resina epoxi, a la que ya he mencionado en alguna de las múltiples entradas dedicadas al Bisfenol A (BPA para los amigos y enemigos) porque, hasta ahora, son epoxis de BPA las que se han venido empleando para evitar la corrosión del interior de muchos tipos de latas. Así que entre la complejidad del vino, el aluminio y la resina, los investigadores tenían todo un puzzle a resolver si quería saber de dónde salía ese olor no deseado y cómo se podría evitar. Problema que, dicho sea de paso, no se produce cuando en latas similares se envasan bebidas carbónicas o cerveza.
En el primero de los dos artículos, publicado en enero de 2023, los autores llegaron a la conclusión de que el origen del problema parecía estar bastante claro. Tanto si un vino contiene “sulfitos añadidos”, como dicen las etiquetas por imperativo legal de la UE, o los contiene de forma natural, provenientes de ciertos aminoácidos con azufre intrínsecos al vino, en todos los vinos hay una cierta (pequeña) cantidad de un gas llamado anhídrido sulfuroso (SO2), cuya concentración depende mucho del pH del vino final. Pues bien, es ese gas, en contacto con zonas del aluminio que no estén perfectamente protegidas por el revestimiento de la cara interna de la lata, el origen del problema. El SO2 oxida al aluminio (la oxidación es visible con adecuadas técnicas ópticas), mientras que él, por su parte, se convierte en ácido sulfhídrico (H2S), el compuesto químico causante del olor a huevos podridos.
Esta primera conclusión es además consistente con el hecho de que este indeseado efecto se da de forma más acusada en los vinos blancos que son los que, por ahora, más se han comercializado en lata. Y eso es así porque los blancos suelen llevar más sulfitos añadidos que los tintos, que están más protegidos frente a las mencionadas levaduras “salvajes” por su más alto contenido en taninos.
Además de esa conclusión principal, los autores establecieron que ciertos revestimientos a base polímeros acrílicos, como los que pueden usarse para evitar así el uso de las epoxis de BPA, incrementan la presencia de H2S. Y que si el nivel de SO2 se mantiene por debajo de unos 0,4 mg/L, el aroma no deseado no es patente durante almacenamientos de las latas en tiempos del orden de 8 meses.
En el segundo de los dos artículos mencionados, publicado en febrero de este año, los investigadores se han dedicado a estudiar, de forma sistemática, las diferentes variables que provocan el problema del olor a huevos podridos. Y lo cierto es que no creo que las conclusiones hayan hecho muy felices a los vinicultores.
Aunque se volvió a confirmar que el contenido en SO2 es el mejor indicador de la subsiguiente formación de H2S durante el almacenamiento de vinos enlatados, los investigadores constataron una variación considerable en la formación de H2S, y la visible corrosión, no solo entre los diferentes tipos de revestimiento empleados, sino también entre latas producidas con el mismo material de revestimiento pero por diferentes fabricantes de latas. Incluso en fabricantes individuales que usan la misma lata y el mismo revestimiento se producían variaciones de lata a lata.
Finalmente, los autores encontraron una correlación poco significativa entre la producción de H2S en las diferentes latas y el espesor del revestimiento en cada lata. Estas observaciones, junto con la evidencia visible de daños en el revestimiento después del almacenamiento, sugieren que la resistencia química del revestimiento a las reacciones con el vino (especialmente, pero no solo, con los sulfitos), junto con el grosor inicial del revestimiento, son fundamentales para la estabilidad de los vinos enlatados. Pero incrementar el espesor del revestimiento no es algo que deseen los fabricantes, tanto por precio como por el reciclado posterior del aluminio.
En fin, que creo que seguiré bebiendo vino en botellas de 3/4 hasta que me lo prohiban o me muera. Y ya que hablamos de vino, y como coda musical final, ahí os va el In Taberna Quando Sumus del Carmina Burana de Carl Orff, interpretado por el Coro de voces masculinas de Colonia y la Neue Philharmonie Westfalen, todos bajo la batuta de Bernhard Steiner. Y si queréis saber lo que dicen los cantores aquí tenéis la traducción.
En dos artículos publicados recientemente en el American Journal of Enology and Viticulture (una revista que visito de vez en cuando pues uno lee cosas muy interesantes), investigadores de la americana Cornell University dan cuenta de los resultados obtenidos al estudiar el problema planteado por una serie de vinicultores que, tras optar por vender parte de su producción en latas como las que veis en la imagen que ilustra esta entrada (y que podéis ampliar picando en ella), detectaron que, al abrir algunas de esas latas, aquello olía, además de a vino, a huevos podridos. En mayor o menor medida pero, en cualquier caso y para su preocupación, el “aroma” era bastante evidente en muchos casos.
Como bien saben los lectores de este Blog, el vino es una compleja mezcla de agua (85%), alcohol (13%) y un 2% restante constituido por cientos y cientos de sustancias químicas que dependen de la variedad de uva, de la situación geográfica del viñedo, del tiempo de maduración de las uvas y de los posteriores y complejos procesos de vinificación. En algunos casos, los vinicultores incluso añaden sustancias (popularmente conocidas como sulfitos) para hacer que el vino se conserve en buen estado frente a la agresión de las llamadas levaduras “salvajes”.
Por su parte, las latas de aluminio suelen estar recubiertas en su interior por una capa (liner) de una resina epoxi, a la que ya he mencionado en alguna de las múltiples entradas dedicadas al Bisfenol A (BPA para los amigos y enemigos) porque, hasta ahora, son epoxis de BPA las que se han venido empleando para evitar la corrosión del interior de muchos tipos de latas. Así que entre la complejidad del vino, el aluminio y la resina, los investigadores tenían todo un puzzle a resolver si quería saber de dónde salía ese olor no deseado y cómo se podría evitar. Problema que, dicho sea de paso, no se produce cuando en latas similares se envasan bebidas carbónicas o cerveza.
En el primero de los dos artículos, publicado en enero de 2023, los autores llegaron a la conclusión de que el origen del problema parecía estar bastante claro. Tanto si un vino contiene “sulfitos añadidos”, como dicen las etiquetas por imperativo legal de la UE, o los contiene de forma natural, provenientes de ciertos aminoácidos con azufre intrínsecos al vino, en todos los vinos hay una cierta (pequeña) cantidad de un gas llamado anhídrido sulfuroso (SO2), cuya concentración depende mucho del pH del vino final. Pues bien, es ese gas, en contacto con zonas del aluminio que no estén perfectamente protegidas por el revestimiento de la cara interna de la lata, el origen del problema. El SO2 oxida al aluminio (la oxidación es visible con adecuadas técnicas ópticas), mientras que él, por su parte, se convierte en ácido sulfhídrico (H2S), el compuesto químico causante del olor a huevos podridos.
Esta primera conclusión es además consistente con el hecho de que este indeseado efecto se da de forma más acusada en los vinos blancos que son los que, por ahora, más se han comercializado en lata. Y eso es así porque los blancos suelen llevar más sulfitos añadidos que los tintos, que están más protegidos frente a las mencionadas levaduras “salvajes” por su más alto contenido en taninos.
Además de esa conclusión principal, los autores establecieron que ciertos revestimientos a base polímeros acrílicos, como los que pueden usarse para evitar así el uso de las epoxis de BPA, incrementan la presencia de H2S. Y que si el nivel de SO2 se mantiene por debajo de unos 0,4 mg/L, el aroma no deseado no es patente durante almacenamientos de las latas en tiempos del orden de 8 meses.
En el segundo de los dos artículos mencionados, publicado en febrero de este año, los investigadores se han dedicado a estudiar, de forma sistemática, las diferentes variables que provocan el problema del olor a huevos podridos. Y lo cierto es que no creo que las conclusiones hayan hecho muy felices a los vinicultores.
Aunque se volvió a confirmar que el contenido en SO2 es el mejor indicador de la subsiguiente formación de H2S durante el almacenamiento de vinos enlatados, los investigadores constataron una variación considerable en la formación de H2S, y la visible corrosión, no solo entre los diferentes tipos de revestimiento empleados, sino también entre latas producidas con el mismo material de revestimiento pero por diferentes fabricantes de latas. Incluso en fabricantes individuales que usan la misma lata y el mismo revestimiento se producían variaciones de lata a lata.
Finalmente, los autores encontraron una correlación poco significativa entre la producción de H2S en las diferentes latas y el espesor del revestimiento en cada lata. Estas observaciones, junto con la evidencia visible de daños en el revestimiento después del almacenamiento, sugieren que la resistencia química del revestimiento a las reacciones con el vino (especialmente, pero no solo, con los sulfitos), junto con el grosor inicial del revestimiento, son fundamentales para la estabilidad de los vinos enlatados. Pero incrementar el espesor del revestimiento no es algo que deseen los fabricantes, tanto por precio como por el reciclado posterior del aluminio.
En fin, que creo que seguiré bebiendo vino en botellas de 3/4 hasta que me lo prohiban o me muera. Y ya que hablamos de vino, y como coda musical final, ahí os va el In Taberna Quando Sumus del Carmina Burana de Carl Orff, interpretado por el Coro de voces masculinas de Colonia y la Neue Philharmonie Westfalen, todos bajo la batuta de Bernhard Steiner. Y si queréis saber lo que dicen los cantores aquí tenéis la traducción.