Estas últimas semanas he estado muy ocupado como “charlatán” divulgador. En una de esas charlas hablé sobre la composición química del vino. Composición que puede resumirse en un 85% de agua, un 13% de alcohol y un parco 2% donde están todas las sutiles diferencias de los millones de vinos que se comercializan, sutilezas proporcionadas por cientos de moléculas químicas, la gran mayoría presentes en cantidades ridículas. Y que a medida que se fueron descubriendo, merced sobre todo a modernas técnicas analíticas, han ido planteando nuevos interrogantes sobre su intrincado papel en la percepción olfativa de un buen caldo que, creen los entendidos, todavía estamos lejos de entender del todo.
Aunque los humanos llevamos haciendo vino desde tiempos del Neolítico (hace siete mil años), la aparición de los incipientes microscopios y el descubrimiento gracias a ellos y a Pasteur (1858) de las bacterias formadoras de ácido acético (vinagre) y su papel, junto con otros microorganismos (levaduras, enzimas) en la crianza del vino, marcan el inicio de la Ciencia del vino. Mas tarde, la Ley de los Alimentos y Fármacos Puros (The Pure Food and Drug Acta) de 1906, promulgada por el presidente Theodore Roosevelt para proteger a sus ciudadanos de prácticas fraudulentas en su comercialización, ley que incluía al vino y otras bebidas alcohólicas, permitió a la FDA americana perseguir ciertos fraudes que se daban en el vino.
Y merced a ella y otros imperativos, se hizo cada vez más importante para los vinicultores confiar en la Ciencia, además de en el “arte” y el azar, para elaborar cada vez mejor sus productos. Para lo que se utilizaron cada vez más métodos analíticos, incrementando la disponibilidad de técnicas que permitían determinar parámetros como la densidad, la cantidad de azúcar, el pH, la cantidad de alcohol, etc, muchos de los cuales siguen vigentes.
Es importante puntualizar, además, que entonces y ahora los análisis químicos y microbiológicos complementan al llamado análisis sensorial, descripción del vino que hacen los catadores profesionales. La nariz humana ha sido y es decisiva a la hora de detectar aromas en cantidades ridículas. Y no solo en el ámbito del vino. Os recuerdo el caso del oculto aroma de la rosa damascena. Incluso en comparación con muchas técnicas analíticas de última generación, una nariz bien entrenada es capaz de detectar compuestos en concentraciones similares a ellas. La única condición es que la concentración del aroma que llegue a la nariz esté por encima de una concentración umbral, que puede ser muy diferente dependiendo de la sustancia química que genere el aroma.
Desde el advenimiento de la técnica denominada Cromatografía de Gases en los años 50 y sobre todo de la llamada Espectrometría de Masas en los 90 y la combinación de ambas, son muchos los grupos de investigación que han dedicado su esfuerzo a conocer la composición cualitativa y cuantitativa del vino hasta niveles tan pequeños como los nanogramos por litro. Para finales de los años ochenta se habían identificado más de 800 sustancias volátiles en los aromas de los vinos. Cuando se generalizó el uso de esas técnicas analíticas, se tuvo la sensación de que, merced al conocimiento de la mayoría de los componentes existentes en ese 2% del vino del que hablábamos arriba, podríamos entender el lenguaje de los catadores o incluso permitirnos crear vinos artificiales de diseño que pudieran competir en el mercado. Es una idea reduccionista, similar a la de pretender comprender un determinado material a partir de los elementos químicos que lo componen, de lo que hablaremos al final. En uno y otro caso nada más lejos de la realidad.
Porque enseguida fue siendo evidente que la simple reducción del vino a su composición cualitativa y cuantitativa (cuántas sustancias químicas y en qué proporción en él se encuentran) no implicaba el ser capaces de explicar toda la complejidad que algunas narices expertas son capaces de describir. Y ello estuvo todavía más claro cuando, bien entrados los años noventa, apareció una modificación de la cromatografía de gases a la que se puso el adjetivo de olfatométrica, técnica de la que ya os hablé en su momento.
En ella, unos microlitros de vino se arrastran con un gas a través de la llamada columna cromatográfica, el verdadero corazón de la técnica. Los diversos componentes contenidos en el vino interaccionan de forma diferente con el revestimiento interno de la columna, se “entretienen” más o menos en su interior y, como consecuencia, salen a diferentes tiempos del aparato. Y a la salida, tras registrar el número de diferentes sustancias que van saliendo y su proporción relativa, se encuentra un dispositivo que permite colocar la experta nariz de un catador entrenado que detecta a qué huele la sustancia que sale del aparato en cada preciso momento. Y que puede describir como olor a fresa, plátano, mantequilla, etc..
Y con esta combinación de una técnica analítica con una entrenada nariz, se ha podido llegar a interesantes conclusiones que ilustran la complejidad sensorial del vino. Y dar lugar a las variadas sorpresas que se han ido llevando, a lo largo de los años, gentes como las que forman el Grupo de Análisis de Aromas y Enología del Departamento de Química Analítica de la Universidad de Zaragoza, en la que me formé como químico. El que esté interesado en una idea inicial de esa complejidad puede recurrir a uno de sus artículos, que lleva mucho tiempo en mis archivos y que utilicé para preparar la charla sobre el vino que mencionaba al principio.
La idea fundamental es que las diferentes sustancias químicas del vino interaccionan entre ellas y dan lugar a nuevos matices que los expertos catadores perciben y describen. Esas mismas interacciones hacen que la adición deliberada al vino de ciertos aromas individuales, por encima de la concentración umbral antes descrita y, por tanto, detectables por los catadores, les pasen desapercibidos. Es como si los componentes presentes, amortiguaran el efecto de la adición de ese componente extra. Y por ello, y de forma parecida al comportamiento del pH de una disolución cuando se adiciona un ácido o una base, se habla de efecto amortiguador o tampón (esto les va a encantar a los químicos).
También se ha podido comprobar que entre las sustancias pertenecientes a una misma familia química pueden darse efectos sinérgicos, de forma y manera que un grupo determinado de sustancias, cada una de las cuales se encuentra en cantidades por debajo de la concentración umbral para su detección por los catadores, sumen sus contribuciones y hagan que el vino huela a aromas característicos, ya sean propios de esa familia de sustancias o no. O que otras interacciones hagan que ciertos aromas se anulen entre sí. Por ejemplo, sustancias con azufre en su molécula rebajan o eliminan el olor a plátano de un éster muy común en los vinos, el acetato de isoamilo.
Philip W. Anderson (premio Nobel de Física 1977), en un famoso artículo publicado en Science en 1972, titulado “More is different”, hablaba de la errónea percepción de los físicos de la época, según la cual el bajar hasta el límite en el conocimiento de las partículas elementales que componen la materia y las leyes que las rigen, nos permitiría empezar a “construir” desde esos niveles las propiedades de materiales muy complejos o, incluso, del universo. Frente a esa idea, Anderson argumentaba que “el comportamiento de grandes agregados de partículas elementales no puede ser entendido como una simple extrapolación de las propiedades de unas pocas partículas”.
Pedro Miguel Etxenike, en su conferencia de ingreso como Académico de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales en 2017 y citando ese artículo de su amigo Phil Anderson, apostillaba que “nuestro entorno ordinario nos ofrece el más sencillo e importante laboratorio para el estudio de lo que se ha llamado propiedades emergentes, esas propiedades de los objetos, incluidos nosotros, que no están contenidos en nuestra descripción microscópica: por supuesto la consciencia y la vida pero también propiedades muy sencillas como la rigidez, la superconductividad, la superfluidez o el ferromagnetismo”.
Quizás el vino sea un humilde ejemplo de sistemas complejos con propiedades emergentes en ese entorno ordinario del que Pedro Miguel hablaba. O igual me llama a capítulo por el atrevimiento.
Aunque los humanos llevamos haciendo vino desde tiempos del Neolítico (hace siete mil años), la aparición de los incipientes microscopios y el descubrimiento gracias a ellos y a Pasteur (1858) de las bacterias formadoras de ácido acético (vinagre) y su papel, junto con otros microorganismos (levaduras, enzimas) en la crianza del vino, marcan el inicio de la Ciencia del vino. Mas tarde, la Ley de los Alimentos y Fármacos Puros (The Pure Food and Drug Acta) de 1906, promulgada por el presidente Theodore Roosevelt para proteger a sus ciudadanos de prácticas fraudulentas en su comercialización, ley que incluía al vino y otras bebidas alcohólicas, permitió a la FDA americana perseguir ciertos fraudes que se daban en el vino.
Y merced a ella y otros imperativos, se hizo cada vez más importante para los vinicultores confiar en la Ciencia, además de en el “arte” y el azar, para elaborar cada vez mejor sus productos. Para lo que se utilizaron cada vez más métodos analíticos, incrementando la disponibilidad de técnicas que permitían determinar parámetros como la densidad, la cantidad de azúcar, el pH, la cantidad de alcohol, etc, muchos de los cuales siguen vigentes.
Es importante puntualizar, además, que entonces y ahora los análisis químicos y microbiológicos complementan al llamado análisis sensorial, descripción del vino que hacen los catadores profesionales. La nariz humana ha sido y es decisiva a la hora de detectar aromas en cantidades ridículas. Y no solo en el ámbito del vino. Os recuerdo el caso del oculto aroma de la rosa damascena. Incluso en comparación con muchas técnicas analíticas de última generación, una nariz bien entrenada es capaz de detectar compuestos en concentraciones similares a ellas. La única condición es que la concentración del aroma que llegue a la nariz esté por encima de una concentración umbral, que puede ser muy diferente dependiendo de la sustancia química que genere el aroma.
Desde el advenimiento de la técnica denominada Cromatografía de Gases en los años 50 y sobre todo de la llamada Espectrometría de Masas en los 90 y la combinación de ambas, son muchos los grupos de investigación que han dedicado su esfuerzo a conocer la composición cualitativa y cuantitativa del vino hasta niveles tan pequeños como los nanogramos por litro. Para finales de los años ochenta se habían identificado más de 800 sustancias volátiles en los aromas de los vinos. Cuando se generalizó el uso de esas técnicas analíticas, se tuvo la sensación de que, merced al conocimiento de la mayoría de los componentes existentes en ese 2% del vino del que hablábamos arriba, podríamos entender el lenguaje de los catadores o incluso permitirnos crear vinos artificiales de diseño que pudieran competir en el mercado. Es una idea reduccionista, similar a la de pretender comprender un determinado material a partir de los elementos químicos que lo componen, de lo que hablaremos al final. En uno y otro caso nada más lejos de la realidad.
Porque enseguida fue siendo evidente que la simple reducción del vino a su composición cualitativa y cuantitativa (cuántas sustancias químicas y en qué proporción en él se encuentran) no implicaba el ser capaces de explicar toda la complejidad que algunas narices expertas son capaces de describir. Y ello estuvo todavía más claro cuando, bien entrados los años noventa, apareció una modificación de la cromatografía de gases a la que se puso el adjetivo de olfatométrica, técnica de la que ya os hablé en su momento.
En ella, unos microlitros de vino se arrastran con un gas a través de la llamada columna cromatográfica, el verdadero corazón de la técnica. Los diversos componentes contenidos en el vino interaccionan de forma diferente con el revestimiento interno de la columna, se “entretienen” más o menos en su interior y, como consecuencia, salen a diferentes tiempos del aparato. Y a la salida, tras registrar el número de diferentes sustancias que van saliendo y su proporción relativa, se encuentra un dispositivo que permite colocar la experta nariz de un catador entrenado que detecta a qué huele la sustancia que sale del aparato en cada preciso momento. Y que puede describir como olor a fresa, plátano, mantequilla, etc..
Y con esta combinación de una técnica analítica con una entrenada nariz, se ha podido llegar a interesantes conclusiones que ilustran la complejidad sensorial del vino. Y dar lugar a las variadas sorpresas que se han ido llevando, a lo largo de los años, gentes como las que forman el Grupo de Análisis de Aromas y Enología del Departamento de Química Analítica de la Universidad de Zaragoza, en la que me formé como químico. El que esté interesado en una idea inicial de esa complejidad puede recurrir a uno de sus artículos, que lleva mucho tiempo en mis archivos y que utilicé para preparar la charla sobre el vino que mencionaba al principio.
La idea fundamental es que las diferentes sustancias químicas del vino interaccionan entre ellas y dan lugar a nuevos matices que los expertos catadores perciben y describen. Esas mismas interacciones hacen que la adición deliberada al vino de ciertos aromas individuales, por encima de la concentración umbral antes descrita y, por tanto, detectables por los catadores, les pasen desapercibidos. Es como si los componentes presentes, amortiguaran el efecto de la adición de ese componente extra. Y por ello, y de forma parecida al comportamiento del pH de una disolución cuando se adiciona un ácido o una base, se habla de efecto amortiguador o tampón (esto les va a encantar a los químicos).
También se ha podido comprobar que entre las sustancias pertenecientes a una misma familia química pueden darse efectos sinérgicos, de forma y manera que un grupo determinado de sustancias, cada una de las cuales se encuentra en cantidades por debajo de la concentración umbral para su detección por los catadores, sumen sus contribuciones y hagan que el vino huela a aromas característicos, ya sean propios de esa familia de sustancias o no. O que otras interacciones hagan que ciertos aromas se anulen entre sí. Por ejemplo, sustancias con azufre en su molécula rebajan o eliminan el olor a plátano de un éster muy común en los vinos, el acetato de isoamilo.
Philip W. Anderson (premio Nobel de Física 1977), en un famoso artículo publicado en Science en 1972, titulado “More is different”, hablaba de la errónea percepción de los físicos de la época, según la cual el bajar hasta el límite en el conocimiento de las partículas elementales que componen la materia y las leyes que las rigen, nos permitiría empezar a “construir” desde esos niveles las propiedades de materiales muy complejos o, incluso, del universo. Frente a esa idea, Anderson argumentaba que “el comportamiento de grandes agregados de partículas elementales no puede ser entendido como una simple extrapolación de las propiedades de unas pocas partículas”.
Pedro Miguel Etxenike, en su conferencia de ingreso como Académico de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales en 2017 y citando ese artículo de su amigo Phil Anderson, apostillaba que “nuestro entorno ordinario nos ofrece el más sencillo e importante laboratorio para el estudio de lo que se ha llamado propiedades emergentes, esas propiedades de los objetos, incluidos nosotros, que no están contenidos en nuestra descripción microscópica: por supuesto la consciencia y la vida pero también propiedades muy sencillas como la rigidez, la superconductividad, la superfluidez o el ferromagnetismo”.
Quizás el vino sea un humilde ejemplo de sistemas complejos con propiedades emergentes en ese entorno ordinario del que Pedro Miguel hablaba. O igual me llama a capítulo por el atrevimiento.
Excelente descripción de algo q se está sobredimensionando por cierta estirpe mediática « especializada »
ResponderEliminarBueno, nosotros mismos somos un buen ejemplo, a base de partículas --> átomos --> moléculas --> macromoléculas --> ADN y resulta que somos cada uno diferente a los demás. :-)
ResponderEliminarEs que dada la complejidad se presta a ello
ResponderEliminarEs que, precisamente por su complejidad, se presta a ello. Y al marketing perverso de los vinateros.
ResponderEliminarGracias Rafael: Etxenike suele decir que la Biología puede reducirse a la Química, pero de esa Química no surge todo lo que ocurre en la Biología.
ResponderEliminar