Casi todo el mundo está más o menos informado sobre el asunto de la capa de ozono, su papel en el filtrado de las radiaciones ultravioletas y su desaparición merced a la influencia de los gases denominados clorofluorocarbonos (CFCs). Empleados en aerosoles, frigoríficos y otras aplicaciones fueron prohibidos por el protocolo de Montreal en 1987, un auténtico hito en poner de acuerdo a la totalidad de países de nuestro mundo en una estrategia medioambiental. El que quiera un resumen del asunto puede leerse esta vieja entrada del Blog, donde lo expliqué de manera muy simplificada. Que en el asunto del llamado "agujero" de ozono (que no es tal) no todo es blanco o negro, sino gris (y con diversas tonalidades). Pero hoy no vamos a profundizar en estas cosas para contar una historia colateral.
A finales de los cincuenta y principios de los sesenta, todo el mundo ligado a la industria aeronáutica parecía estar de acuerdo en que el futuro de la aviación comercial estaba en los vuelos supersónicos (es decir, por encima de la velocidad del sonido). Como consecuencia de ello, tres proyectos diferenciados liderados por EEUU (Boeing 2707), la URSS (Tupolev-144) y un consocio franco-británico (Concorde) echaron a andar. Ninguno de los tres ha tenido viabilidad a largo plazo. El Tupolev dejó de operar comercialmente en junio de 1978, el Concorde en noviembre de 2003 y el Boeing no funcionó nunca. Las razones de este fracaso son, como casi siempre, variadas y complejas pero, en el caso del avión americano, los miedos a su posible influencia en la disminución del ozono en la atmósfera jugaron un papel fundamental, aunque hoy parece estar demostrado que tales miedos eran injustificados.
En esa América de los sesenta, en la que los grupos ecologistas fueron ganando influencia en círculos periodísticos y políticos, el posible impacto de los vuelos supersónicos se concretó primero en el ruido, en forma de explosión, producido por estos aparatos al sobrepasar la barrera de la velocidad del sonido. Pero enseguida se puso la lupa en el efecto que los gases que resultan de la quema de los combustibles en sus potentes motores pudieran tener en la estratosfera. A diferencia de los aviones convencionales o subsónicos, los supersónicos vuelan a alturas situadas en el dominio de la estratosfera, por encima de los 10 kilómetros de altitud, una zona particularmente estable, con temperatura casi constante y en la que el poco aire existente se mueve poco.
La primera de las inquietudes relacionadas con lo que los aviones supersónicos pudieran soltar en la estratosfera, se derivó de algo que ya era evidente en esa época. Los aviones subsónicos o convencionales dejaban estelas blancas (contrails), debidas al vapor de agua que, al salir de sus tubos de escape, formaban cristales de hielo y se hacen visibles en el cielo durante un cierto tiempo. Si eso ocurría en la troposfera o parte baja de la atmósfera, las estelas dejadas en la estratosfera durarían mucho más tiempo dada su estabilidad, provocando, si el número de vuelos estratosféricos crecía, una especie de nubes permanentes que, en principio, contribuirían al calentamiento del planeta. Sin embargo, ese tipo de problemas fueron considerados poco probables en un congreso celebrado en Estocolmo en el verano de 1970, dos meses después de la exitosa celebración del Primer Día de la Tierra. El Congreso respondió al título Study of Critical Environmental Problems (SCEP) y ha pasado a la historia como el primero que abordó el problema de los efectos que los humanos podíamos causar en la atmósfera.
Pero la verdadera piedra de toque en el declive de los proyectos de los vuelos supersónicos vino de la mano del ozono. Para los astrónomos de los años 30, la capa de ozono era un verdadero incordio porque les impedía registrar bandas de radiación provenientes de las estrellas, al resultar bloquedas por esa capa. Así que hubo alguien, Sidney Chapman, un pionero en la investigación del ozono, que propuso la peregrina idea de abrir deliberadamente un agujero en la capa de ozono para "ver" mejor esas radiaciones. La propuesta implicaba que un avión diseminara un desozonizador que actuara como catalizador de la reacción de descomposición del ozono, acelerándola.
La idea no tuvo recorrido pero recordándola, Harry Weler, Director de Investigación del Servicio Meteorológico americano, preguntó en 1962 a un químico amigo qué compuesto podría hacer ese papel. A lo que el químico contestó que una bomba que esparciera cloro o bromo en las zonas polares podría lograr ese efecto. Esa respuesta hizo que Wexler empezara a considerar, y a divulgar, el inadvertido papel que las pruebas que se estaban haciendo con misiles, que emitían cloro en sus gases de escape, pudieran dar lugar a la destrucción de ozono. Así como los peligros que ello conllevaba, por el papel del mismo en el filtrado de las radiaciones UV más peligrosas. Wexler murió muy pronto y sus ideas se difundieron poco. Sin embargo, a principios de los setenta y coincidiendo con los trabajos del Congreso y Senado de los EEUU para conceder una subvención millonaria a Boeing para proseguir con el desarrollo de su avión supersónico, la sociedad americana se sobresaltó con un par de noticias científicas que, según algunos historiadores del asunto, resultaron relevantes en el rechazo de ambas cámaras a esa subvención. Y que tenían que ver con el ozono.
James McDonald era un especialista en las propiedades de los cristales de hielo en la atmósfera y había contribuido en los sesenta a desmitificar el peligro de los contrails que hemos ya contado. Pero a principios de los setenta, la National Academy of Science (NAS) le pidió que reconsiderase el asunto. McDonald estaba entonces muy preocupado por el papel que la pérdida de ozono podía tener en los cánceres de piel y así informó a la NAS. La cosa trascendió a periodistas y políticos y Mc Donald acabó testificando en el Congreso en marzo de 1971, dos semanas antes de la votación en el Congreso de la propuesta de subvención a Boeing ya mencionada.
En su testimonio, aseguró que el ozono podía destruirse merced al papel catalizador del vapor de agua y los radicales libres producidos por él y que un descenso de solo el 1% de la concentración del ozono en la capa en la que se aloja, podría originar hasta 10.000 nuevos cánceres de piel al año, solo en EEUU. La víspera de la votación en el Congreso, el senador Proxmire presentó en una rueda de prensa una serie de decenas de testimonios de científicos que avalaban la tesis de McDonald. Fuera en virtud de este temor o no, el Congreso votó en contra de la subvención (215-204) el 18 de marzo y el Senado hizo lo mismo (51-46) el 25 de marzo. Las tesis de McDonald no tuvieron, sin embargo, mucho predicamento entre sus colegas, entre otras cosas por la compleja personalidad del científico, firme defensor de los OVNIS y de la influencia de los alienígenas en ciertos episodios de la vida americana, como una serie de cortes de luz que ocurrieron en los 50. McDonald acabó suicidándose pocas semanas después de su testimonio
Pero la Administración Nixon, consiguió reabrir el proceso por solo 4 votos de diferencia el 13 de mayo de 1971 y volvió a enviar el debate al Senado. Dos días antes de que el Senado votara, H. Johnston, de la Universidad de California apareció en muchos medios que reproducían una noticia de un periódico californiano según la cual una flota de unos 500 aviones supersónicos (como la que Boeing pensaba podía ponerse en el aire), volando unas siete horas al día, producirían en menos de un año la reducción de la capa de ozono en un 50%, con lo que "todos los animales del mundo, se volverían ciegos si se aventuraran a salir a la luz del día". Johnston apuntaba a un causante de esa rápida desaparición del ozono, que no era el agua y los radicales derivados, sino los óxidos de nitrógeno (NOx) expedidos por los aviones supersónicos en la estratosfera. Aunque Johnston ha mantenido posteriormente que su estudio fue mal interpretando por los medios y que lo del 50% y la ceguera solo era el peor escenario de los posibles (ver, por ejemplo, su testimonio aquí), nunca sabremos si esa fue la causa determinante de que el 19 de mayo de 1971, el Senado americano se opusiera de nuevo, con más fuerza que la vez anterior (58-37) a que la Boeing recibiera nuevos fondos para seguir con su 2707. Y ahí, casi prácticamente, se acabó la aventura estratosférica americana.
La tesis de Johnston encontró enseguida oposición entre sus colegas. Dos de ellos, Foley y Ruderman, le contestaron en 1973 que solo con las pruebas atómicas de EEUU, entre octubre de 1961 y diciembre de 1962, se había generado en la estratosfera más NOx que la famosa flota de aviones de Johnston volando no uno sino cinco años seguidos. El estado actual de la cuestión es suficientemente complicada como para no extenderse aquí, pero hoy parece claro que el papel de los NOx emitidos por los aviones supersónicos tiene un impacto pequeño en la disminución del ozono. Pero eso solo ha sido posible saberlo, después de una millonaria investigación de varios organismos a mediados finales de los 90. Cuando ya casi nadie se acordaba de Johnston y del asunto de los animales ciegos. Y cuando el Concorde, que seguía operando, solo había conseguido poner menos de una veintena de aparatos en el aire, que hoy andan exhibidos como rarezas en varios sitios del mundo.
Y sobre todo porque, para entonces, ya llevaba años en liza otro nuevo frente sobre el ozono: el de los CFCs, que ya citaba al principio. Algún día igual vuelvo sobre el tema, que la entrada arriba mencionada se ha quedado un poco viejilla.
A finales de los cincuenta y principios de los sesenta, todo el mundo ligado a la industria aeronáutica parecía estar de acuerdo en que el futuro de la aviación comercial estaba en los vuelos supersónicos (es decir, por encima de la velocidad del sonido). Como consecuencia de ello, tres proyectos diferenciados liderados por EEUU (Boeing 2707), la URSS (Tupolev-144) y un consocio franco-británico (Concorde) echaron a andar. Ninguno de los tres ha tenido viabilidad a largo plazo. El Tupolev dejó de operar comercialmente en junio de 1978, el Concorde en noviembre de 2003 y el Boeing no funcionó nunca. Las razones de este fracaso son, como casi siempre, variadas y complejas pero, en el caso del avión americano, los miedos a su posible influencia en la disminución del ozono en la atmósfera jugaron un papel fundamental, aunque hoy parece estar demostrado que tales miedos eran injustificados.
En esa América de los sesenta, en la que los grupos ecologistas fueron ganando influencia en círculos periodísticos y políticos, el posible impacto de los vuelos supersónicos se concretó primero en el ruido, en forma de explosión, producido por estos aparatos al sobrepasar la barrera de la velocidad del sonido. Pero enseguida se puso la lupa en el efecto que los gases que resultan de la quema de los combustibles en sus potentes motores pudieran tener en la estratosfera. A diferencia de los aviones convencionales o subsónicos, los supersónicos vuelan a alturas situadas en el dominio de la estratosfera, por encima de los 10 kilómetros de altitud, una zona particularmente estable, con temperatura casi constante y en la que el poco aire existente se mueve poco.
La primera de las inquietudes relacionadas con lo que los aviones supersónicos pudieran soltar en la estratosfera, se derivó de algo que ya era evidente en esa época. Los aviones subsónicos o convencionales dejaban estelas blancas (contrails), debidas al vapor de agua que, al salir de sus tubos de escape, formaban cristales de hielo y se hacen visibles en el cielo durante un cierto tiempo. Si eso ocurría en la troposfera o parte baja de la atmósfera, las estelas dejadas en la estratosfera durarían mucho más tiempo dada su estabilidad, provocando, si el número de vuelos estratosféricos crecía, una especie de nubes permanentes que, en principio, contribuirían al calentamiento del planeta. Sin embargo, ese tipo de problemas fueron considerados poco probables en un congreso celebrado en Estocolmo en el verano de 1970, dos meses después de la exitosa celebración del Primer Día de la Tierra. El Congreso respondió al título Study of Critical Environmental Problems (SCEP) y ha pasado a la historia como el primero que abordó el problema de los efectos que los humanos podíamos causar en la atmósfera.
Pero la verdadera piedra de toque en el declive de los proyectos de los vuelos supersónicos vino de la mano del ozono. Para los astrónomos de los años 30, la capa de ozono era un verdadero incordio porque les impedía registrar bandas de radiación provenientes de las estrellas, al resultar bloquedas por esa capa. Así que hubo alguien, Sidney Chapman, un pionero en la investigación del ozono, que propuso la peregrina idea de abrir deliberadamente un agujero en la capa de ozono para "ver" mejor esas radiaciones. La propuesta implicaba que un avión diseminara un desozonizador que actuara como catalizador de la reacción de descomposición del ozono, acelerándola.
La idea no tuvo recorrido pero recordándola, Harry Weler, Director de Investigación del Servicio Meteorológico americano, preguntó en 1962 a un químico amigo qué compuesto podría hacer ese papel. A lo que el químico contestó que una bomba que esparciera cloro o bromo en las zonas polares podría lograr ese efecto. Esa respuesta hizo que Wexler empezara a considerar, y a divulgar, el inadvertido papel que las pruebas que se estaban haciendo con misiles, que emitían cloro en sus gases de escape, pudieran dar lugar a la destrucción de ozono. Así como los peligros que ello conllevaba, por el papel del mismo en el filtrado de las radiaciones UV más peligrosas. Wexler murió muy pronto y sus ideas se difundieron poco. Sin embargo, a principios de los setenta y coincidiendo con los trabajos del Congreso y Senado de los EEUU para conceder una subvención millonaria a Boeing para proseguir con el desarrollo de su avión supersónico, la sociedad americana se sobresaltó con un par de noticias científicas que, según algunos historiadores del asunto, resultaron relevantes en el rechazo de ambas cámaras a esa subvención. Y que tenían que ver con el ozono.
James McDonald era un especialista en las propiedades de los cristales de hielo en la atmósfera y había contribuido en los sesenta a desmitificar el peligro de los contrails que hemos ya contado. Pero a principios de los setenta, la National Academy of Science (NAS) le pidió que reconsiderase el asunto. McDonald estaba entonces muy preocupado por el papel que la pérdida de ozono podía tener en los cánceres de piel y así informó a la NAS. La cosa trascendió a periodistas y políticos y Mc Donald acabó testificando en el Congreso en marzo de 1971, dos semanas antes de la votación en el Congreso de la propuesta de subvención a Boeing ya mencionada.
En su testimonio, aseguró que el ozono podía destruirse merced al papel catalizador del vapor de agua y los radicales libres producidos por él y que un descenso de solo el 1% de la concentración del ozono en la capa en la que se aloja, podría originar hasta 10.000 nuevos cánceres de piel al año, solo en EEUU. La víspera de la votación en el Congreso, el senador Proxmire presentó en una rueda de prensa una serie de decenas de testimonios de científicos que avalaban la tesis de McDonald. Fuera en virtud de este temor o no, el Congreso votó en contra de la subvención (215-204) el 18 de marzo y el Senado hizo lo mismo (51-46) el 25 de marzo. Las tesis de McDonald no tuvieron, sin embargo, mucho predicamento entre sus colegas, entre otras cosas por la compleja personalidad del científico, firme defensor de los OVNIS y de la influencia de los alienígenas en ciertos episodios de la vida americana, como una serie de cortes de luz que ocurrieron en los 50. McDonald acabó suicidándose pocas semanas después de su testimonio
Pero la Administración Nixon, consiguió reabrir el proceso por solo 4 votos de diferencia el 13 de mayo de 1971 y volvió a enviar el debate al Senado. Dos días antes de que el Senado votara, H. Johnston, de la Universidad de California apareció en muchos medios que reproducían una noticia de un periódico californiano según la cual una flota de unos 500 aviones supersónicos (como la que Boeing pensaba podía ponerse en el aire), volando unas siete horas al día, producirían en menos de un año la reducción de la capa de ozono en un 50%, con lo que "todos los animales del mundo, se volverían ciegos si se aventuraran a salir a la luz del día". Johnston apuntaba a un causante de esa rápida desaparición del ozono, que no era el agua y los radicales derivados, sino los óxidos de nitrógeno (NOx) expedidos por los aviones supersónicos en la estratosfera. Aunque Johnston ha mantenido posteriormente que su estudio fue mal interpretando por los medios y que lo del 50% y la ceguera solo era el peor escenario de los posibles (ver, por ejemplo, su testimonio aquí), nunca sabremos si esa fue la causa determinante de que el 19 de mayo de 1971, el Senado americano se opusiera de nuevo, con más fuerza que la vez anterior (58-37) a que la Boeing recibiera nuevos fondos para seguir con su 2707. Y ahí, casi prácticamente, se acabó la aventura estratosférica americana.
La tesis de Johnston encontró enseguida oposición entre sus colegas. Dos de ellos, Foley y Ruderman, le contestaron en 1973 que solo con las pruebas atómicas de EEUU, entre octubre de 1961 y diciembre de 1962, se había generado en la estratosfera más NOx que la famosa flota de aviones de Johnston volando no uno sino cinco años seguidos. El estado actual de la cuestión es suficientemente complicada como para no extenderse aquí, pero hoy parece claro que el papel de los NOx emitidos por los aviones supersónicos tiene un impacto pequeño en la disminución del ozono. Pero eso solo ha sido posible saberlo, después de una millonaria investigación de varios organismos a mediados finales de los 90. Cuando ya casi nadie se acordaba de Johnston y del asunto de los animales ciegos. Y cuando el Concorde, que seguía operando, solo había conseguido poner menos de una veintena de aparatos en el aire, que hoy andan exhibidos como rarezas en varios sitios del mundo.
Y sobre todo porque, para entonces, ya llevaba años en liza otro nuevo frente sobre el ozono: el de los CFCs, que ya citaba al principio. Algún día igual vuelvo sobre el tema, que la entrada arriba mencionada se ha quedado un poco viejilla.
Hace unos meses, leí por ahí que de nuevo estaba desapareciendo la capa de ozono y se descubrió que los chinos estaban con lo de los CFCs, lo que me trajo a la memoria el revuelo que causó en Chile hace años, cuando el mentado hoyo llegaba desde la Antártida a Punta Arenas, y resultó que hubo muchas ovejas ciegas en las haciendas de la zona.
ResponderEliminarNo creo que sea rentable eso de los aviones supersónicos, con esto de los pasajes baratos actuales.
Pues lo de las ovejas ciegas resultó que era una enfernedad que los veterionarios llaman pink eye o ojos rosas.
ResponderEliminarhttp://www.ozonedepletion.co.uk/how-ozone-damage-has-affected-lives-people-chile.html
Me sorprende eso de la conjuntivitis de las ovejas, porque yo recuerdo que hablaban de cataratas, y vi fotografía de esos ojos opacos...
ResponderEliminar