Hoy, mientras desayunaba, la radio hablaba del olor a corcho de los vinos. Lo que han dicho era del todo correcto (lo cual tiene su mérito, porque se han mencionado diversos aspectos químicos por parte de un periodista deportivo). El caso es que, hace poco, haciendo una revisión de las estadísticas de mi Blog, me encontré con una entrada de hace casi diez años (abril de 2006) dedicada al respecto, entrada que casi nadie había leído y sobre la que nadie me había mandado ningún comentario, a pesar de que los asuntos del vino suelen resultar de interés general. Pero eran los primeros tiempos del Blog y los que lo leían no pasaban de unos pocos amiguetes. Por otro lado, también pensé que era una entrada susceptible de ser renovada, porque las cosas han cambiado bastante desde hace diez años en lo que allí se contaba. Así que lo que he oído esta mañana en la radio me ha vuelto a recordar el tema y me ha puesto al teclado sin dilación y en pijama.
Las cosas del vino han cambiado mucho desde que yo empecé a interesarme por él a mediados de la década de los setenta. De la misma opinión era el otro día el señor Santos, un cooperativista de la Bodega en la que compro clarete en San Asensio (La Rioja). Santos es un riojano grande, con esa filosofía de vida tranquila que tienen muchos riojanos de campo, a los que parece que nada inquieta. Y que, aunque a veces a regañadientes, nunca se han opuesto de forma tajante a los cambios que la tecnología ha ido introduciendo en el vino o en otros aspectos de la agricultura. Al señor Santos le maravilla lo que hoy se hace con el vino. Eso de ir cogiendo las uvas a medida que se las encuentra en sazón y no como antes que, para el Pilar (12 de octubre), toda Rioja tenía que estar vendimiando como si fuera un pecado de confesionario y penitencia no hacerlo. O eso de tener la fermentación bajo estricto control gracias al empleo de temperaturas rigurosamente definidas e inmaculados tanques de acero inoxidable. Y, en este devenir tecnológico que todo lo toca, desde hace unos años le ha tocado el turno a uno de los componentes más emblemáticos del vino embotellado de calidad: el corcho, entendido como cierre que debemos abrir para disfrutar de un buen caldo. La sustitución del corcho de corcho (valga la redundancia) por uno de plástico se ha ido introduciendo poco a poco, tal y como yo predije en el post de abril de 2006, no sin resistencias ni discusiones técnicas. Hay quien ve en ellos una fuente mas de residuos plásticos que acaben en el medio ambiente, hay quien entiende que esos corchos sintéticos serán una fuente de problemas al poder migrar, desde ellos al vino, determinadas sustancias químicas; hay quien se centra en diferencias más de tipo operativo, como la permeabilidad al aire (la "respiración" del corcho), la flexibilidad de uno y otro, si se puede tapar más o menos fácilmente una botella abierta con su propio corcho para terminarla mas tarde, etc.
Veremos en qué acaba esto, porque lo que está claro es que, por mucho que avancemos y buenos que seamos, va a ser difícil reproducir en el laboratorio y en una planta industrial algo tan complejo como el producto de los alcornoques, un producto que ha sido utilizado por el hombre desde tiempo inmemorial, existiendo pruebas de su empleo, por parte de egipcios, griegos y romanos, en el taponamiento de vasijas y ánforas y como material de flotación en artes de pesca. Además de para estos usos, los árabes lo utilizaron para el aislamiento térmico de viviendas, así como para trabajos de ornamentación y utensilios domésticos, y los chinos para la elaboración de zapatos. Su aceptación y uso industrial en el ámbito del vino comenzó a raíz del nacimiento del Champagne en la segunda mitad del siglo XVII, gracias al monje Perignon. La circulación del vino espumoso implicaba la necesidad de procurarse otros elementos fundamentales, es decir, botellas de vidrio para contenerlos y su taponamiento hermético para evitar la evaporación del líquido. La industria vinícola se intensificó y se comprobó que el tapón de corcho reunía excelentes condiciones físicas de ligereza, elasticidad, impermeabilidad y resistencia mecánica y térmica.
En España, la aparición de la industria corchera ligada al vino coincide con la desaparición o abolición de las estructuras gremiales nacidas en la Edad Media, es decir, se puede situar a finales del siglo XVIII cuando aparecen los primeros artesanos que se dedican a la fabricación del tapón de corcho, viéndose favorecida por la evolución del comercio que abrió nuevos mercados. Varios autores sostienen que la industria nació en la provincia de Gerona (más concretamente en la comarca del Ampurdán), introducida por los franceses en el siglo XVIII, no existiendo acuerdo sobre la fecha exacta de implantación, pero muy probablemente entre 1738 y 1750. Ya en el primer cuarto del siglo XIX, la fabricación de tapones experimentó una gran actividad. El mercado exterior de estos productos iba en aumento, debido a que el negocio de los vinos en Francia y el de cervezas y bebidas alcohólicas en Inglaterra tomaron mucho auge. Por ese motivo, la materia prima en Cataluña era ya insuficiente para surtir las necesidades de la fabricación. Todo esto determinó que hacia 1840, industriales catalanes compraran alcornocales a los latifundistas y establecieran industrias transformadoras del corcho en la región andaluza que, sólo años más tarde, estaban también implantadas en Extremadura. Desde entonces, la producción vinícola ha crecido de forma exponencial y aunque España es de los primeros productores mundiales de corcho, sus alcornocales llevan ya años en franca regresión y piden a gritos una reforestación que frene su progresiva desaparición. Hay que tener en cuenta que para que el corcho pueda ser utilizado como tapón ha de transcurrir al menos un periodo de veinte años para que la madera del árbol adquiera esa incorruptibilidad y flexibilidad que la caracteriza.
Y, por tanto, la cosa empezó a ser ya problema hace ya algunos años. Y como una posible solución empezaron a aparecer en el mercado vinos jóvenes (tanto blancos como rosados o tintos) que llevaban su obturador fabricado en materiales plásticos. La gama de productos empieza a ser importante, desde corchos fabricados en una sola pieza con materiales como las poliolefinas, otros que sobre un cuerpo central llevan una delgada capa de otro material para favorecer las labores de encorche y desencorche y hasta materiales compuestos (composites) a base de viruta de corcho natural y polímeros como poliolefinas o poliuretanos. En el marketing diseñado para reconducir a las bodegas hacia estos "corchos" poliméricos, se ha planteado que esta nueva manera de embotellar nuestros caldos puede además solventar un problema vigente desde hace tiempo en este mundillo. El hecho de que casi el 10% de las botellas de vino comercializadas sufren de lo que todos conocemos como “sabor a corcho”, aromas y sabores que matan casi por completo las características del vino. Tradicionalmente, el efecto se ha asociado a una mala conservación del vino en sitios expuestos a la luz, cambios bruscos de temperatura, incorrecta colocación, etc., pero esas no son sino condiciones que generan la aparición de la verdadera causa del problema. Como siempre que tiene que ver con sabores u olores, en el origen hay alguna sustancia química. El problema es real para los vinateros y como ejemplo de altos vuelos donde los haya, os mencionaré que la Bodega Vega Sicilia tuvo que retirar toda la producción de su mundialmente conocido Tinto Valbuena cosecha 94, por un problema grave de “sabor a corcho”. Desde entonces, el proceso de selección y control de los corchos en dicha Bodega es exhaustivo.
En un principio, se propusieron como causantes químicos de ese defecto olfativo y gustativo a compuestos como los 1-octeno-3-ona, 1-octen-3-ol y 2-metil isoborneol (MIB). A medida que se han ido afinando las técnicas de detección y análisis de compuestos minoritarios en vinos, se han incluido estructuras aromáticas cloradas, como los haloanisoles. Concretamente el 2,4,6-tricloroanisol (TCA) se ha identificado como la principal causa de gusto a corcho en vinos, junto con otros parientes como el 2,3,4,6-tetracloroanisol (TECA). Y, más recientemente, se han sumado a esta larga lista de posibles fuentes del defecto a compuestos como la 2-metoxi-3,5-dimetilpirazina (MDPM) o incluso la geosmina, tan característica en el sabor a tierra de las remolachas.
Pero, ¿de dónde provienen esos compuestos?. La cosa es bastante complicada y compleja y hay mucha literatura reciente al respecto. Resumiendo en lo relativo a los compuestos arriba mencionados, parece que haloanisoles como el pérfido TCA y sus primos se generan a partir de halofenoles, merced a la intervención de determinadas bacterias, mientras que esos halofenoles se generan previamente a partir de las ligninas presentes en el vino con el concurso de hongos filamentosos(aspergillum, penicillium) que se alojan en las propias barricas y posteriormente en el propio corcho, un excelente medio de cultivo para todos estos microrganismos. La madre del cordero, sin embargo, está en el origen del cloro constitutivo de estructuras como el TCA o el TECA. En este momento, parece haber un consenso en que ese cloro proviene del agua empleada para lavar barricas y corchos, agua que es habitualmente tratada en nuestro mundo con cloro, como una forma de eliminar microorganismos perjudiciales para la salud. Hay también quien apunta a que el cloro pudiera provenir del empleo en el pasado de insecticidas clorados, hoy prohibidos, pero cuyas características acumulativas y lenta degradación pueden hacer que estén todavía operativos.
Pero expertos en el tema como Pascal Chatonnet del Laboratoire Excell en Merignac, cerca de Burdeos, cuna de la enología científica, entienden que las causas son variadas ya que hay incluso microorganismos capaces de sintetizar compuestos clorados en ausencia de estos contaminantes (1). Si no fuera así y todo el problemas estuviera ligado al empleo de sustancias que, como el agua clorada o los insecticidas clorados, no se han usado siempre, no habría razón para que el problema del sabor a corcho se viniera señalando desde muchos años antes. El propio Chatonnet ha estudiado recientemente el mecanismo de formación de la MDPM, atribuyendo el principal papel a la acción de la bacteria Rhizobium excellensis, sobre aminoácidos como la fenilalanina o la valina(2).
Hay una aspecto interesantísimo en este problema del sabor a corcho y que, de alguna manera, yo ya he comentado en entradas previas de este Blog. Por ejemplo, en la entrada que explicaba el "sabor a plástico" de las botellas de idem cuando se han dejado tiempo en un lugar a temperaturas elevadas. Os comentaba allí que ese sabor proviene de una sustancia química, el acetaldehído, que suele quedar atrapada en pequeñas cantidades al fabricar las botellas y que, por efecto del tiempo y el calor, acaba migrando al agua. Pero resaltaba en esa entrada que el que ese "sabor a plástico" sea tan chivato es porque nuestras papilas gustativas son unos sensores exquisitos para determinados aromas y sabores, a veces agradables y a veces desagradables. En algunos casos los llamados umbrales de concentración (o Threshold, en terminología técnica inglesa) están por debajo de los nanogramos por litro (o partes por trillón, ppts). Tal es el caso del propio TCA que, en agua pura, puede ser detectado por nuestra nariz o nuestras papilas en concentraciones tan bajas como las décimas de ppt o, en vino, en torno a los 10 ppts, por aquello de que el vino contiene otras muchas sustancias que pueden enmascarar esa detección. Y es que un humano bien entrenado en estas cosas es, en muchos aspectos, como un perfecto cromatógrafo.
Sigo creyendo que los tapones de plástico acabarán por imponerse y que la tecnología será capaz de crear corchos sintéticos de distinto pedigree para aplicaciones concretas (tiempos largos o cortos de embotellamiento, tipos de vinos, etc.). Quizás las grandes reservas sigan embotellándose con corchos naturales como parte del rito romántico ligado a la apertura y consumo de estos grandes caldos. Pero, puestos a controlar migraciones del tapón al vino, creo que lo tenemos hoy en día mucho más fácil con el plástico que con el corcho. Es todo cuestión de técnicas analíticas adecuadas y, en el plástico, hay menos componentes a controlar que en el complejo producto (natural) de nuestros alcornoques.
(1) P. Chatonnet et al., Journal of Agricultural and Food Chemistry 52, 1255 (2004)
(2) P. Chatonnet et al., Journal of Agricultural and Food Chemistry 58, 12481 (2010)
Las cosas del vino han cambiado mucho desde que yo empecé a interesarme por él a mediados de la década de los setenta. De la misma opinión era el otro día el señor Santos, un cooperativista de la Bodega en la que compro clarete en San Asensio (La Rioja). Santos es un riojano grande, con esa filosofía de vida tranquila que tienen muchos riojanos de campo, a los que parece que nada inquieta. Y que, aunque a veces a regañadientes, nunca se han opuesto de forma tajante a los cambios que la tecnología ha ido introduciendo en el vino o en otros aspectos de la agricultura. Al señor Santos le maravilla lo que hoy se hace con el vino. Eso de ir cogiendo las uvas a medida que se las encuentra en sazón y no como antes que, para el Pilar (12 de octubre), toda Rioja tenía que estar vendimiando como si fuera un pecado de confesionario y penitencia no hacerlo. O eso de tener la fermentación bajo estricto control gracias al empleo de temperaturas rigurosamente definidas e inmaculados tanques de acero inoxidable. Y, en este devenir tecnológico que todo lo toca, desde hace unos años le ha tocado el turno a uno de los componentes más emblemáticos del vino embotellado de calidad: el corcho, entendido como cierre que debemos abrir para disfrutar de un buen caldo. La sustitución del corcho de corcho (valga la redundancia) por uno de plástico se ha ido introduciendo poco a poco, tal y como yo predije en el post de abril de 2006, no sin resistencias ni discusiones técnicas. Hay quien ve en ellos una fuente mas de residuos plásticos que acaben en el medio ambiente, hay quien entiende que esos corchos sintéticos serán una fuente de problemas al poder migrar, desde ellos al vino, determinadas sustancias químicas; hay quien se centra en diferencias más de tipo operativo, como la permeabilidad al aire (la "respiración" del corcho), la flexibilidad de uno y otro, si se puede tapar más o menos fácilmente una botella abierta con su propio corcho para terminarla mas tarde, etc.
Veremos en qué acaba esto, porque lo que está claro es que, por mucho que avancemos y buenos que seamos, va a ser difícil reproducir en el laboratorio y en una planta industrial algo tan complejo como el producto de los alcornoques, un producto que ha sido utilizado por el hombre desde tiempo inmemorial, existiendo pruebas de su empleo, por parte de egipcios, griegos y romanos, en el taponamiento de vasijas y ánforas y como material de flotación en artes de pesca. Además de para estos usos, los árabes lo utilizaron para el aislamiento térmico de viviendas, así como para trabajos de ornamentación y utensilios domésticos, y los chinos para la elaboración de zapatos. Su aceptación y uso industrial en el ámbito del vino comenzó a raíz del nacimiento del Champagne en la segunda mitad del siglo XVII, gracias al monje Perignon. La circulación del vino espumoso implicaba la necesidad de procurarse otros elementos fundamentales, es decir, botellas de vidrio para contenerlos y su taponamiento hermético para evitar la evaporación del líquido. La industria vinícola se intensificó y se comprobó que el tapón de corcho reunía excelentes condiciones físicas de ligereza, elasticidad, impermeabilidad y resistencia mecánica y térmica.
En España, la aparición de la industria corchera ligada al vino coincide con la desaparición o abolición de las estructuras gremiales nacidas en la Edad Media, es decir, se puede situar a finales del siglo XVIII cuando aparecen los primeros artesanos que se dedican a la fabricación del tapón de corcho, viéndose favorecida por la evolución del comercio que abrió nuevos mercados. Varios autores sostienen que la industria nació en la provincia de Gerona (más concretamente en la comarca del Ampurdán), introducida por los franceses en el siglo XVIII, no existiendo acuerdo sobre la fecha exacta de implantación, pero muy probablemente entre 1738 y 1750. Ya en el primer cuarto del siglo XIX, la fabricación de tapones experimentó una gran actividad. El mercado exterior de estos productos iba en aumento, debido a que el negocio de los vinos en Francia y el de cervezas y bebidas alcohólicas en Inglaterra tomaron mucho auge. Por ese motivo, la materia prima en Cataluña era ya insuficiente para surtir las necesidades de la fabricación. Todo esto determinó que hacia 1840, industriales catalanes compraran alcornocales a los latifundistas y establecieran industrias transformadoras del corcho en la región andaluza que, sólo años más tarde, estaban también implantadas en Extremadura. Desde entonces, la producción vinícola ha crecido de forma exponencial y aunque España es de los primeros productores mundiales de corcho, sus alcornocales llevan ya años en franca regresión y piden a gritos una reforestación que frene su progresiva desaparición. Hay que tener en cuenta que para que el corcho pueda ser utilizado como tapón ha de transcurrir al menos un periodo de veinte años para que la madera del árbol adquiera esa incorruptibilidad y flexibilidad que la caracteriza.
Y, por tanto, la cosa empezó a ser ya problema hace ya algunos años. Y como una posible solución empezaron a aparecer en el mercado vinos jóvenes (tanto blancos como rosados o tintos) que llevaban su obturador fabricado en materiales plásticos. La gama de productos empieza a ser importante, desde corchos fabricados en una sola pieza con materiales como las poliolefinas, otros que sobre un cuerpo central llevan una delgada capa de otro material para favorecer las labores de encorche y desencorche y hasta materiales compuestos (composites) a base de viruta de corcho natural y polímeros como poliolefinas o poliuretanos. En el marketing diseñado para reconducir a las bodegas hacia estos "corchos" poliméricos, se ha planteado que esta nueva manera de embotellar nuestros caldos puede además solventar un problema vigente desde hace tiempo en este mundillo. El hecho de que casi el 10% de las botellas de vino comercializadas sufren de lo que todos conocemos como “sabor a corcho”, aromas y sabores que matan casi por completo las características del vino. Tradicionalmente, el efecto se ha asociado a una mala conservación del vino en sitios expuestos a la luz, cambios bruscos de temperatura, incorrecta colocación, etc., pero esas no son sino condiciones que generan la aparición de la verdadera causa del problema. Como siempre que tiene que ver con sabores u olores, en el origen hay alguna sustancia química. El problema es real para los vinateros y como ejemplo de altos vuelos donde los haya, os mencionaré que la Bodega Vega Sicilia tuvo que retirar toda la producción de su mundialmente conocido Tinto Valbuena cosecha 94, por un problema grave de “sabor a corcho”. Desde entonces, el proceso de selección y control de los corchos en dicha Bodega es exhaustivo.
En un principio, se propusieron como causantes químicos de ese defecto olfativo y gustativo a compuestos como los 1-octeno-3-ona, 1-octen-3-ol y 2-metil isoborneol (MIB). A medida que se han ido afinando las técnicas de detección y análisis de compuestos minoritarios en vinos, se han incluido estructuras aromáticas cloradas, como los haloanisoles. Concretamente el 2,4,6-tricloroanisol (TCA) se ha identificado como la principal causa de gusto a corcho en vinos, junto con otros parientes como el 2,3,4,6-tetracloroanisol (TECA). Y, más recientemente, se han sumado a esta larga lista de posibles fuentes del defecto a compuestos como la 2-metoxi-3,5-dimetilpirazina (MDPM) o incluso la geosmina, tan característica en el sabor a tierra de las remolachas.
Pero, ¿de dónde provienen esos compuestos?. La cosa es bastante complicada y compleja y hay mucha literatura reciente al respecto. Resumiendo en lo relativo a los compuestos arriba mencionados, parece que haloanisoles como el pérfido TCA y sus primos se generan a partir de halofenoles, merced a la intervención de determinadas bacterias, mientras que esos halofenoles se generan previamente a partir de las ligninas presentes en el vino con el concurso de hongos filamentosos(aspergillum, penicillium) que se alojan en las propias barricas y posteriormente en el propio corcho, un excelente medio de cultivo para todos estos microrganismos. La madre del cordero, sin embargo, está en el origen del cloro constitutivo de estructuras como el TCA o el TECA. En este momento, parece haber un consenso en que ese cloro proviene del agua empleada para lavar barricas y corchos, agua que es habitualmente tratada en nuestro mundo con cloro, como una forma de eliminar microorganismos perjudiciales para la salud. Hay también quien apunta a que el cloro pudiera provenir del empleo en el pasado de insecticidas clorados, hoy prohibidos, pero cuyas características acumulativas y lenta degradación pueden hacer que estén todavía operativos.
Pero expertos en el tema como Pascal Chatonnet del Laboratoire Excell en Merignac, cerca de Burdeos, cuna de la enología científica, entienden que las causas son variadas ya que hay incluso microorganismos capaces de sintetizar compuestos clorados en ausencia de estos contaminantes (1). Si no fuera así y todo el problemas estuviera ligado al empleo de sustancias que, como el agua clorada o los insecticidas clorados, no se han usado siempre, no habría razón para que el problema del sabor a corcho se viniera señalando desde muchos años antes. El propio Chatonnet ha estudiado recientemente el mecanismo de formación de la MDPM, atribuyendo el principal papel a la acción de la bacteria Rhizobium excellensis, sobre aminoácidos como la fenilalanina o la valina(2).
Hay una aspecto interesantísimo en este problema del sabor a corcho y que, de alguna manera, yo ya he comentado en entradas previas de este Blog. Por ejemplo, en la entrada que explicaba el "sabor a plástico" de las botellas de idem cuando se han dejado tiempo en un lugar a temperaturas elevadas. Os comentaba allí que ese sabor proviene de una sustancia química, el acetaldehído, que suele quedar atrapada en pequeñas cantidades al fabricar las botellas y que, por efecto del tiempo y el calor, acaba migrando al agua. Pero resaltaba en esa entrada que el que ese "sabor a plástico" sea tan chivato es porque nuestras papilas gustativas son unos sensores exquisitos para determinados aromas y sabores, a veces agradables y a veces desagradables. En algunos casos los llamados umbrales de concentración (o Threshold, en terminología técnica inglesa) están por debajo de los nanogramos por litro (o partes por trillón, ppts). Tal es el caso del propio TCA que, en agua pura, puede ser detectado por nuestra nariz o nuestras papilas en concentraciones tan bajas como las décimas de ppt o, en vino, en torno a los 10 ppts, por aquello de que el vino contiene otras muchas sustancias que pueden enmascarar esa detección. Y es que un humano bien entrenado en estas cosas es, en muchos aspectos, como un perfecto cromatógrafo.
Sigo creyendo que los tapones de plástico acabarán por imponerse y que la tecnología será capaz de crear corchos sintéticos de distinto pedigree para aplicaciones concretas (tiempos largos o cortos de embotellamiento, tipos de vinos, etc.). Quizás las grandes reservas sigan embotellándose con corchos naturales como parte del rito romántico ligado a la apertura y consumo de estos grandes caldos. Pero, puestos a controlar migraciones del tapón al vino, creo que lo tenemos hoy en día mucho más fácil con el plástico que con el corcho. Es todo cuestión de técnicas analíticas adecuadas y, en el plástico, hay menos componentes a controlar que en el complejo producto (natural) de nuestros alcornoques.
(1) P. Chatonnet et al., Journal of Agricultural and Food Chemistry 52, 1255 (2004)
(2) P. Chatonnet et al., Journal of Agricultural and Food Chemistry 58, 12481 (2010)
Cuando me encontré con corchos que no lo eran...esas primeras veces...no me gustó. Somos animales de costumbre, y poco nos gustan los cambios, así que empezamos a encontrarle fallas a esa innovación...hasta que la realidad nos convence.
ResponderEliminarLo más malo que me ocurrió, fue cuando en la escuela le pidieron corchos a los niños para hacer un trabajo manual, y no pillábamos por ninguna parte!
Estos corchos flexibles, impermeables, herméticos, los usaba mi abuela para poner verduras en conserva en botellas de vidrio, y para lo cual usaba un artilugio de madera que metía el corcho como por arte de magia...¡Eran otros tiempos...otro siglo!
Los tiempos que vivimos, ya no son de calma; todo lo queremos ¡ahora, y ya! ¡Esperar 20 años para cosechar un alcornoque, es demasiado! Y si a esto le añadimos todo lo que cuentas de cómo se produce ese "sabor a corcho", está claro que terminaremos usando el plástico en el vino, y dejaremos el corcho -que está escaso- para otros usos.
Como siempre, muy interesante lo que nos cuentas.
No he encontrado nunca datos sobre la pretendida "respiración" del corcho. ¿Entra aire a la botella y sale etanol? Cuando la botella es de vino espumoso (6 bar) ¿saldría solo CO2 y no entraría aire? ¿Sólo respirarían los corchos a presión ambiente? No creo en dicho concepto.
ResponderEliminarNi yo, Claudi. Y no olvides que me dedido profesionalmente a temas relacionados con la permeabilidad de gases a través de polímeros. Los corchos, sean de corcho o plástico, tienen espesores tan grandes entre el interior y el exterior de la botella que el proceso tendría que ser lentísimo y, probablemente, si por algún sitio la botella respira es por la superficie de contacto entre el corcho y el vidrio. Eso he pensado siempre.
ResponderEliminarMe parece interesante el tema del corcho pero no tan importante como la preocupación de algunos bodegueros porque sus caldos sepan siempre igual a través de la eliminación de las levaduras salvajes e innoculando otras para conseguir sabores y aromas que "demanda la sociedad" y no acaba aquí la cosa cuando además quieren que tengan aromas a barrica, osea a roble, cuando el vino no ha tocado la misma.
ResponderEliminarSobre lo último ya hay en este Blog una entrada:
ResponderEliminarhttp://elblogdebuhogris.blogspot.com.es/2010/02/vinos-tecnologicos.html
Buenas noches:
ResponderEliminarArtículo muy interesante y bien fundamentado. No obstante creo que nos olvidamos de algo fundamental que trataré de explicar.
Desde mi punto de vista el concepto SABOR o GUSTO A CORCHO está mal usado pues ese olor y sabor característicos ( provenientes de TCA) NO SOLO se puede encontrar en el corcho, también el agua corada, las barricas de madera, los depósitos de acero inoxidables mal lavados, las paredes de una vieja bodega pueden contender TCA.
¿ Cómo pueden ustedes explicar que botellas que NO HAN SIDO CERRADAS con Corcho tengan TCA y existan demandas por SABOR A CORCHO?. Creo que el término está perjudicando al tapón de corcho frente a competidores.
un saludo,
Alfonso de la Calle Vergara
Buenas Noches:
ResponderEliminarArtículo muy interesante y bien documentado. Sólo me gustaría mencionar que hay un concepto que debemos desterrar. Se trata del MAL LLAMADO "SABOR Ó GUSTO a CORCHO". Y digo mal llamado porque como ustedes saben, la molécula causante de ese mal olor y mal sabor (TCA,TBA,TECA), no sólo se puede encontrar en el corcho, también en las barricas de madera, en las paredes de la bodega, en los depósitos mal lavados de Inox....
Han existido demandas internacionales donde se reclaman cantidades ingentes de dinero debido a botellas con GUSTO A CORCHO, que NUNCA EN SU VIDA han sido cerradas con corcho. ¿ Cómo podemos achacar al corcho un gusto ó sabor que no sabemos ciertamente de dónde ha procedido?.
En cualquier caso, el corcho gana con creces frente a cualquier otro tipo de cierres a nivel ecológico. Aspecto éste importantisimo a tener en cuenta de cara al futuro de nuestro pequeño planeta.
Saludos.
Alfonso de la Calle Vergara