Hace unas cuantas entradas os contaba la historia de la cloración del agua potable, como respuesta del mundo civilizado a los crecientes problemas que, en el suministro de este bien imprescindible, estaban causando las grandes aglomeraciones urbanas que habían ido apareciendo desde el siglo XVIII. Quedaba claro que estos métodos fueron los causantes de la práctica desaparición de las periódicas epidemias que asolaban a esas grandes urbes, consecuencia del mal estado sanitario de las redes de agua potable. Y terminaba la entrada con una referencia a los recelos y miedos que estos tratamientos parecen inducir en la fracción más quimiofóbica de la sociedad. Recelos y miedos que se suelen concentrar, en las redes y en los medios, en una familia de sustancias químicas conocidas como Trihalometanos, sobre los que prometía una entrada. Pues aquí está, tanto porque creo interesante poner las cosas en su sitio (desde mi punto de vista) como de relataros algunas curiosas historias que sucedieron durante el descubrimiento de estas sustancias.
En este Blog he hablado más de una vez de la cromatografía de gases y de alguno de sus componentes esenciales como los detectores. No es cuestión de entrar en datos técnicos pero si diré un par de cosas a modo de recordatorio. La cromatografía de gases, al igual que la cromatografía líquida, es una técnica que permite separar y cuantificar sustancias químicas, con independencia del medio en el que se encuentren (aire, aguas de todo tipo, alimentos, fluidos vitales, etc). Los niveles de detección varían en función de la sustancia a detectar y del detector que se acopla al cromatógrafo (así se llama al aparato) pero actualmente podemos llegar sin mucho sudor al nanogramo por litro, es decir, 0,000000001 gramos/L. Y seguimos bajando. En analogía a la llamada ley de Moore sobre el número de transistores en los microchips, los límites de detección de nuestras técnicas instrumentales caen tres órdenes de magnitud (mil veces) cada 25 años.
En las entradas que arriba se mencionan, puede comprobarse que la cromatografía de gases jugó un papel fundamental en los años sesenta en el asunto del DDT del que hablábamos en la entrada anterior, al permitir detectar de forma eficaz muchas sustancias que, hasta entonces, se escapaban a las técnicas analíticas rutinarias empleadas, que eran "ciegas" a cantidades de esas sustancias en diferentes medios que hoy consideramos muy peligrosas para la salud.
Y vayamos con la historia de los THMs. En el año 1974, dos jóvenes científicos enrolados en la organización llamada Environmental Defense Fund, nacida al calor del famoso libro de Rachel Carson "Silent Spring", publicaron en el magazine Consumer Report una serie de artículos titulados Is the water tap safe to drink?, cuestionando con ese título la seguridad de beber agua de grifo. Su tesis era que el agua potable de muchas ciudades americanas, y particularmente la de Nueva Orleans que tenían más estudiada, contenía cantidades importantes de sustancias químicas que podían ser cancerosas para los ciudadanos. Y de hecho, había algunos estudios epidemiológicos que mostraban indicios de incidencias de cáncer mayores en algunas de esas poblaciones. Los artículos mencionados no eran sino el reflejo de una creciente preocupación que se estaba dando a ambos lados del Atlántico como consecuencia de una serie de evidencias que se estaban acumulando en las revistas científicas.
Johannes Rook era un químico que había trabajado para la compañía cervecera Amstel, antes de prestar sus servicios en la Rotterdam Water Works. Rook había usado con éxito en la compañía cervecera una curiosa argucia para identificar y cuantificar ciertos aromas indeseados en esa bebida. En lugar de introducir una muestra de la misma en el cromatógrafo, Rook capturaba y analizaba la zona gaseosa que se acumula por encima del líquido en las botellas. Para ello utilizaba un aditamento acoplado al cromatógrafo de gases conocido como Head-Space (Espacio de cabeza) que éste vuestro Búho también ha utilizado aunque para otros usos. Rook trasladó la técnica de su ámbito cervecero al del análisis del agua de Rotterdam y descubrió, en 1971, que uno de los componentes más habituales en el agua de grifo de esa ciudad era el cloroformo, un compuesto muy volátil y al que se podían atribuir algunos de los casos de cáncer antes mencionados. Similares resultados, en la misma época y de forma independiente, se obtuvieron en los laboratorios de la Environmental Protection Agency (EPA)americana por otro químico llamado Thomas Bellar.
Pero para sorpresa de algunos, el cloroformo estaba presente en prácticamente cualquier agua potable que se analizara, con independencia de que su origen fueran o no fuentes susceptibles de ser contaminadas por vertidos industriales, así que había que buscar otra explicación y Rook la tenía. En el verano de 1974 explicó a su amigo James M. Symons, Director de la División de la EPA encargada de los asuntos del agua potable, que el cloroformo y otros primos como el bromoformo, el diclorobromometano y el dibromoclorometano que, englobadamente llamaremos Trihalometanos (THMs), eran la consecuencia de la reacción del cloro empleado en las plantas de tratamiento de agua con la materia orgánica natural existente en ella (los llamados ácidos húmicos y fúlvicos, fundamentalmente). El impacto de la revelación de Rook fue tal en su colega americano que lo trasladó inmediatamente a la EPA y entre estas cosas y otras que se andaban publicando, en pocos meses, el presidente amaricano Ford firmó la llamada Safe Drinking Water Acta que, por primera vez, regulaba en su territorio los niveles de concentración de muchas sustancias químicas en el agua potable.
Aunque esto se está haciendo largo, la historia no acaba aquí. En los años ochenta se empezó a analizar el carácter mutagénico y cancerígeno de muchas sustancias químicas mediante el sencillo, barato y eficaz test de Ames. Estudios que vinieron a demostrar, de forma concluyente, que había una relación entre el carácter mutagénico del agua potable y su previo tratamiento por cloro, así como con la concentración de éste. Pero ese carácter mutagénico no podía atribuirse sólo a nuestros THMs. Como he mencionado arriba, se trata de sustancias volátiles (por eso las detectaba Rook en el espacio de cabeza). Y precisamente por ser volátiles desaparecen prácticamente del agua durante la preparación de las muestras para el test de Ames. Así que hubo que buscar en el agua compuestos menos volátiles que los THMs para descubrir a los culpables de, al menos, una parte de los resultados del test de Ames. Y así aparecieron los ácidos haloacéticos, moléculas derivadas del ácido acético del vinagre, al sustituir uno o varios hidrógenos por cloro en virtud del tratamiento del agua.
Pero la cosa no ha quedado tampoco ahí y hoy sabemos que los subproductos de la reacción del cloro con la materia orgánica presente en el agua pueden ser muchos (y todavía bastantes de ellos permanecen sin identificar por las bajísimas concentraciones en las que se encuentran). Y que hay algunos, como el denominado Mutágeno X (MX), un acrónimo para denotar a un compuesto cuyo nombre completo es ácido (Z)-2-cloro-3-diclorometil-4-oxobutenoico, que, probablemente, es el potencialmente más cancerígeno de los hasta ahora identificados en las plantas de tratamiento de agua con cloro. Aunque un estudio de la Organización Mundial de la Salud en 2004 dejaba claro que, a los niveles que hoy lo podemos detectar, su sola detección no es causa de alarma. De hecho está a tales niveles que incluso esa detección resultó al principio muy complicada para muchos laboratorios.
La preocupación por las consecuencias del tratamiento de agua con cloro ha hecho que se ensayen otras alternativas como la llamada cloramina, basada también en cloro aunque en menos cantidad, al que se adiciona amoníaco. O la ozonización, que implica el tratamiento sanitario del agua con ozono, un gas. O el tratamiento con dióxido de cloro (incidentalmente, una sustancia cuyas disoluciones se están vendiendo en internet casi como agua milagrosa). Ninguna de estas soluciones está exenta de generar similares subproductos, algunos de los cuales son también cancerígenos. Por ejemplo, la cloramina genera, entre otros muchos productos, N-nitroso dimetil amina (NDMA), aún más cancerígena que el misterioso MX. Pero, aún y así, en las concentraciones que normalmente se detecta y tomando agua con esa concentración todos los días de nuestra vida, el riesgo de contraer un cáncer sólo se acrecienta en un factor de uno en un millón. Para terminar, y en plan escatológico, os contaré que hace poco leía un artículo [Environ. Sci. Technol. 2014, 48, 3210-3217] sobre lo peligroso que resulta ser un guarro en la piscina. La orina y el sudor, en contacto con el cloro, generan subproductos nitrogenados que todavía no se han investigado en detalle sobre su peligrosidad.
Ya sé que no voy a convencer a quien piense que lo que hay que hacer es no usar cloro en el tratamiento de aguas, en virtud del llamado principio de precaución. Pero la solución, a mi entender, no puede ser tan radical y para ello basta sólo con echar la vista atrás y comprobar la situación de la que partíamos, que yo relataba en la entrada anterior sobre los tratamientos del agua, mencionada al principio de este post. Yo, al menos, confío en las estrategias que hemos seguido hasta aquí y que sólo pueden mejorar (nuevas técnicas instrumentales, nuevas regulaciones, cada vez más potentes las unas y más estrictas las otras), así como en las Agencias que las implementan. Y si las trazas de esas sustancias químicas oscurecen vuestro raciocinio, pensad en que los patógenos que el agua puede contener (por ejemplo por no lavar convenientemente los recipientes en los que la almacenamos) son todavía mucho más peligrosos para la salud. Aún hoy, y debido fundamentalmente al contagio entre personas y a través de alimentos, en USA se dan anualmente más de 26 millones de episodios de gastroenteritis, con más de 150.000 hospitalizaciones y más de 3.000 muertes. Virgencita, Virgencita.....
En este Blog he hablado más de una vez de la cromatografía de gases y de alguno de sus componentes esenciales como los detectores. No es cuestión de entrar en datos técnicos pero si diré un par de cosas a modo de recordatorio. La cromatografía de gases, al igual que la cromatografía líquida, es una técnica que permite separar y cuantificar sustancias químicas, con independencia del medio en el que se encuentren (aire, aguas de todo tipo, alimentos, fluidos vitales, etc). Los niveles de detección varían en función de la sustancia a detectar y del detector que se acopla al cromatógrafo (así se llama al aparato) pero actualmente podemos llegar sin mucho sudor al nanogramo por litro, es decir, 0,000000001 gramos/L. Y seguimos bajando. En analogía a la llamada ley de Moore sobre el número de transistores en los microchips, los límites de detección de nuestras técnicas instrumentales caen tres órdenes de magnitud (mil veces) cada 25 años.
En las entradas que arriba se mencionan, puede comprobarse que la cromatografía de gases jugó un papel fundamental en los años sesenta en el asunto del DDT del que hablábamos en la entrada anterior, al permitir detectar de forma eficaz muchas sustancias que, hasta entonces, se escapaban a las técnicas analíticas rutinarias empleadas, que eran "ciegas" a cantidades de esas sustancias en diferentes medios que hoy consideramos muy peligrosas para la salud.
Y vayamos con la historia de los THMs. En el año 1974, dos jóvenes científicos enrolados en la organización llamada Environmental Defense Fund, nacida al calor del famoso libro de Rachel Carson "Silent Spring", publicaron en el magazine Consumer Report una serie de artículos titulados Is the water tap safe to drink?, cuestionando con ese título la seguridad de beber agua de grifo. Su tesis era que el agua potable de muchas ciudades americanas, y particularmente la de Nueva Orleans que tenían más estudiada, contenía cantidades importantes de sustancias químicas que podían ser cancerosas para los ciudadanos. Y de hecho, había algunos estudios epidemiológicos que mostraban indicios de incidencias de cáncer mayores en algunas de esas poblaciones. Los artículos mencionados no eran sino el reflejo de una creciente preocupación que se estaba dando a ambos lados del Atlántico como consecuencia de una serie de evidencias que se estaban acumulando en las revistas científicas.
Johannes Rook era un químico que había trabajado para la compañía cervecera Amstel, antes de prestar sus servicios en la Rotterdam Water Works. Rook había usado con éxito en la compañía cervecera una curiosa argucia para identificar y cuantificar ciertos aromas indeseados en esa bebida. En lugar de introducir una muestra de la misma en el cromatógrafo, Rook capturaba y analizaba la zona gaseosa que se acumula por encima del líquido en las botellas. Para ello utilizaba un aditamento acoplado al cromatógrafo de gases conocido como Head-Space (Espacio de cabeza) que éste vuestro Búho también ha utilizado aunque para otros usos. Rook trasladó la técnica de su ámbito cervecero al del análisis del agua de Rotterdam y descubrió, en 1971, que uno de los componentes más habituales en el agua de grifo de esa ciudad era el cloroformo, un compuesto muy volátil y al que se podían atribuir algunos de los casos de cáncer antes mencionados. Similares resultados, en la misma época y de forma independiente, se obtuvieron en los laboratorios de la Environmental Protection Agency (EPA)americana por otro químico llamado Thomas Bellar.
Pero para sorpresa de algunos, el cloroformo estaba presente en prácticamente cualquier agua potable que se analizara, con independencia de que su origen fueran o no fuentes susceptibles de ser contaminadas por vertidos industriales, así que había que buscar otra explicación y Rook la tenía. En el verano de 1974 explicó a su amigo James M. Symons, Director de la División de la EPA encargada de los asuntos del agua potable, que el cloroformo y otros primos como el bromoformo, el diclorobromometano y el dibromoclorometano que, englobadamente llamaremos Trihalometanos (THMs), eran la consecuencia de la reacción del cloro empleado en las plantas de tratamiento de agua con la materia orgánica natural existente en ella (los llamados ácidos húmicos y fúlvicos, fundamentalmente). El impacto de la revelación de Rook fue tal en su colega americano que lo trasladó inmediatamente a la EPA y entre estas cosas y otras que se andaban publicando, en pocos meses, el presidente amaricano Ford firmó la llamada Safe Drinking Water Acta que, por primera vez, regulaba en su territorio los niveles de concentración de muchas sustancias químicas en el agua potable.
Aunque esto se está haciendo largo, la historia no acaba aquí. En los años ochenta se empezó a analizar el carácter mutagénico y cancerígeno de muchas sustancias químicas mediante el sencillo, barato y eficaz test de Ames. Estudios que vinieron a demostrar, de forma concluyente, que había una relación entre el carácter mutagénico del agua potable y su previo tratamiento por cloro, así como con la concentración de éste. Pero ese carácter mutagénico no podía atribuirse sólo a nuestros THMs. Como he mencionado arriba, se trata de sustancias volátiles (por eso las detectaba Rook en el espacio de cabeza). Y precisamente por ser volátiles desaparecen prácticamente del agua durante la preparación de las muestras para el test de Ames. Así que hubo que buscar en el agua compuestos menos volátiles que los THMs para descubrir a los culpables de, al menos, una parte de los resultados del test de Ames. Y así aparecieron los ácidos haloacéticos, moléculas derivadas del ácido acético del vinagre, al sustituir uno o varios hidrógenos por cloro en virtud del tratamiento del agua.
Pero la cosa no ha quedado tampoco ahí y hoy sabemos que los subproductos de la reacción del cloro con la materia orgánica presente en el agua pueden ser muchos (y todavía bastantes de ellos permanecen sin identificar por las bajísimas concentraciones en las que se encuentran). Y que hay algunos, como el denominado Mutágeno X (MX), un acrónimo para denotar a un compuesto cuyo nombre completo es ácido (Z)-2-cloro-3-diclorometil-4-oxobutenoico, que, probablemente, es el potencialmente más cancerígeno de los hasta ahora identificados en las plantas de tratamiento de agua con cloro. Aunque un estudio de la Organización Mundial de la Salud en 2004 dejaba claro que, a los niveles que hoy lo podemos detectar, su sola detección no es causa de alarma. De hecho está a tales niveles que incluso esa detección resultó al principio muy complicada para muchos laboratorios.
La preocupación por las consecuencias del tratamiento de agua con cloro ha hecho que se ensayen otras alternativas como la llamada cloramina, basada también en cloro aunque en menos cantidad, al que se adiciona amoníaco. O la ozonización, que implica el tratamiento sanitario del agua con ozono, un gas. O el tratamiento con dióxido de cloro (incidentalmente, una sustancia cuyas disoluciones se están vendiendo en internet casi como agua milagrosa). Ninguna de estas soluciones está exenta de generar similares subproductos, algunos de los cuales son también cancerígenos. Por ejemplo, la cloramina genera, entre otros muchos productos, N-nitroso dimetil amina (NDMA), aún más cancerígena que el misterioso MX. Pero, aún y así, en las concentraciones que normalmente se detecta y tomando agua con esa concentración todos los días de nuestra vida, el riesgo de contraer un cáncer sólo se acrecienta en un factor de uno en un millón. Para terminar, y en plan escatológico, os contaré que hace poco leía un artículo [Environ. Sci. Technol. 2014, 48, 3210-3217] sobre lo peligroso que resulta ser un guarro en la piscina. La orina y el sudor, en contacto con el cloro, generan subproductos nitrogenados que todavía no se han investigado en detalle sobre su peligrosidad.
Ya sé que no voy a convencer a quien piense que lo que hay que hacer es no usar cloro en el tratamiento de aguas, en virtud del llamado principio de precaución. Pero la solución, a mi entender, no puede ser tan radical y para ello basta sólo con echar la vista atrás y comprobar la situación de la que partíamos, que yo relataba en la entrada anterior sobre los tratamientos del agua, mencionada al principio de este post. Yo, al menos, confío en las estrategias que hemos seguido hasta aquí y que sólo pueden mejorar (nuevas técnicas instrumentales, nuevas regulaciones, cada vez más potentes las unas y más estrictas las otras), así como en las Agencias que las implementan. Y si las trazas de esas sustancias químicas oscurecen vuestro raciocinio, pensad en que los patógenos que el agua puede contener (por ejemplo por no lavar convenientemente los recipientes en los que la almacenamos) son todavía mucho más peligrosos para la salud. Aún hoy, y debido fundamentalmente al contagio entre personas y a través de alimentos, en USA se dan anualmente más de 26 millones de episodios de gastroenteritis, con más de 150.000 hospitalizaciones y más de 3.000 muertes. Virgencita, Virgencita.....
Como siempre, me encantó esta entrada porque el detalle hace que se entienda muy bien la historia y la evolución de nuestra agua potable y sus "cancerígenos"...que te contaré que el año pasado acá salió como gran noticia eso de las sustancias cancerígenas generadas por el cloro y la piel u orina en las piscinas...fue hasta algo escandaloso el asunto, pero como ocurre siempre, llegó el verano y..."al agua pato", nadie volvió a recordar la noticia aterradora.
ResponderEliminarSi, si, de acuerdo a tope. Y la esperanza de vida subiendo. ¡Viva el cloro! ¡y los aditivos!
ResponderEliminarSi, si, de acuerdo a tope. ¿Viva el cloro! ¡Y los aditivos!
ResponderEliminarHoy he vuelto por estos lados, porque no sé la razón, pero me topé de nuevo con la "noticia"...y no me gustó ese "cloruro de cianógeno"....uuuuu
ResponderEliminarhttp://www.muyinteresante.es/salud/preguntas-respuestas/es-seguro-hacer-pis-en-la-piscina-571395923954?utm_source=twitter&utm_medium=socialoomph&utm_campaign=muy-interesante-twitter513234664300000006
tal vez lo de dejar que repose el agua no sea un mito de abuelas....de todas maneras el usuario deberia poder trazar el camino del agua desde la etap a su vaso... donde estan esos planos?
ResponderEliminarExiste la mejor solución, como el uso de depuradores como eSpring (Luz UV, Carbon organico activado) deberias estudiarte ese producto, su historia. La fobia a los químicos ira en aumento en general, no solo por una sustancia sino por lo desconocido de la enorme cantidad a la que se esta expuesto. Personas que saben mucho, otras que saben poco, si con solo revisar las etiquetas de los ingredientes de muchos productos se puede tener miedo a no saber ni la mitad de lo que contienen, es perfectamente entendible que cada día surja mas miedo.
ResponderEliminarEfectivamente, Anónimo, el carbón activo funciona muy bien como absorbente. Y la luz UV destruye algunas moléculas implicadas. No me lo tengo que estudiar, lo explico en mis clases.
ResponderEliminarEn cuanto al resto de tu comentario, es lo que está pasando y no debiera de pasar. Pero es obvio que internet y las TVs proporcionan más información tremendista que real. Yo aquí hago lo que puedo pero, entre tu y yo, me importa bastante poco que la Quimiofobia progrese. Peor para el que se adhiere al "movimiento" sin buscar informaciones fiables.
Hola grzgrz,
ResponderEliminarPerdona por contestarte tan tarde pero por alguna razón al publicar tu comentario no lo debí leer bien (y mira que es corto).
La distribución del agua del Añarbe está en bastantes documentos. Quizás te sirva el que aparece en esta noticia del DV. Y si necesitas más escríbeme que te daré otros:
http://www.diariovasco.com/20120221/local/anarbe-conectara-arterias-para-201202210733.html