Acabo de terminar de leer un libro firmado por Jonathan Eig que tiene el mismo título que el de esta entrada y que lleva como subtítulo "Cómo cuatro cruzados reinventaron el sexo y lanzaron una revolución". Es un libro que se me ha hecho difícil de leer, en parte porque mi inglés adolece a estas alturas de achaques paralelos a los de mi edad y porque, en mi opinión, es excesivamente detallista en algunos extremos. Además, y de forma coincidente con lo que aducía un lector del Chemical Engineering News en una carta al Director hace un par de semanas hablando de este libro, echo de menos en el mismo el componente "químico" de la historia. Porque hubo más "cruzados" en ella que los cuatro que ahí se mencionan o, dicho de otra manera, sin la participación de varios químicos, la "píldora" por excelencia no hubiera aparecido en el mercado. Así que me he decidido a escribir una nueva versión de una entrada que apareció en el Blog hace ya tiempo, continuando así este proceso de recuperación de viejas entradas que casi nadie leyó y del que ya avisé hace algunos meses.
El libro de Eig relata el desarrollo de las primeras píldoras anticonceptivas desde la óptica de cuatro personajes bastante singulares: Margaret Sanger, una enfermera a la que se tiene por la primera activista radical a favor del control de la natalidad, como forma de darle la vuelta a la dramática situación de las mujeres, sobre todo las de la América profunda que ella conocía bien y que vivían en permanente estado de embarazo. Gregory Pincus, un fisiólogo amigo del riesgo, al que Harvard expulsó de sus laboratorios por llevar a cabo experimentos de fertilización in vitro que dieron lugar a los primeros conejos probeta, lo cual no deja de resultar paradójico en el contexto de la presente historia. Una vez expulsado del paraíso académico tuvo que buscarse la vida por otros lares menos convencionales, lo cual hizo de forma muy eficiente para lo que, por aquel entonces, era ganarse los garbanzos haciendo investigación. También resulta igualmente chocante que acabara implicado en el proyecto de Sanger y Pincus un ginecólogo llamado John Rock, católico hasta las cejas y particularmente interesado en resolver a sus pacientes problemas de infertilidad, algo de lo que avergonzarse en esos prolíficos años. Y, finalmente, Katherine McCormick, una viuda que había heredado una cuantiosa fortuna de su esposo y que había decidido gastársela en acciones que mejoraran la vida de las mujeres. Hay además que matizar que las dos féminas de este cuarteto eran ya unas provectas ancianitas cuando, en los años 50, se dieron los pasos decisivos para la puesta en el mercado de la "píldora".
El arranque oficial de la historia de los anticonceptivos comienza con los años 30, cuando las hormonas humanas estaban de moda ya que, en en los años previos a esa década, se habían sentado las bases de su importancia en muchos procesos vitales, incluída la reproducción. Ya en 1921 se conocía, por ejemplo, el papel que la progesterona, una hormona femenina, juega en la inhibición de la ovulación durante el embarazo y hubo fisiólogos, como L. Haberlandt, que propusieron en esa fecha el empleo de la progesterona como reguladora de la fertilidad. Pero la progesterona no se puede administrar por vía oral porque el medio ácido del estómago acaba con ella y administrarla por via intramuscular provoca severas reacciones alérgicas. Así que hubo que buscar moléculas alternativas y formas eficaces de administración.
Pero antes de llegar a esas soluciones, en 1930, Rusell E. Marker se graduó como químico por la Universidad de Maryland, una institución que abandonó pocos años más tarde, cuando ya tenía prácticamente terminada e incluso publicada (al menos en parte) su Tesis Doctoral. La razón fué el cabreo que se agarró cuando esa Universidad le exigió matricularse en unos cursos adicionales de Química Física, algo a lo que él rehusó por tener un Máster en dicha rama de la Química (para que veáis que en todas partes cuecen habas de rigidez administrativa). Así que Marker cambió de aires, acabando finalmente en 1935 como profesor de Química Orgánica en la hoy conocida como PennState University.
Ya en ella e inspirado por un trabajo de un japonés que había aislado ciertos esteroides vegetales de una planta del género Dioscorea, dedicó los años de su estancia en PennState a transformar estos esteroides naturales en otras hormonas, incluída la propia progesterona. Su línea de investigación, que produjo en ocho años centenar y medio de artículos y más de sesenta patentes estuvo financiada por la empresa Parke-Davis. En 1942, Marker tuvo noticia, casi por casualidad, de que las mujeres mejicanas venían usando como anticonceptivo, desde hacía siglos y con éxito, el extracto de un tubérculo de una planta, también perteneciente al género Dioscorea. Ese tubérculo, conocido por los mejicanos como Cabeza de Negro, contenía diosgenina, un compuesto muy parecido a la progesterona. Marker trató de convencer a su propia Universidad y a Parke-Davis para desarrollar el proceso de transformación de esos tubérculos en progesterona y otras moléculas relacionadas, pero obtuvo la callada por respuesta de ambas instituciones.
Así que, en un prueba más de su carácter singular y cabezón, Marker se cogió sus ahorros y se fué a Méjico (sin saber nada de español). Localizó una zona en la que proliferaban las plantas que daban tubérculos Cabeza de Negro y, en poco tiempo, colectó la friolera de 10 toneladas del mismo que, en unos rudimentarios laboratorios instalados en una finca rural, convirtió en dos kilos de progesterona pura que, en aquel entonces, valían una fortuna en el incipiente mercado de las hormonas. Con los dos kilos bajo el brazo se presentó en una pequeña industria farmaceútica local que, sorprendidos por la hazaña, acabaron creando con él la empresa Syntex para el desarrollo del proceso de obtención de la progesterona según el método hoy conocido como degradación Marker.
Al poco tiempo (1945) las cosas entre Marker y sus socios no fueron bien y, en otra prueba más de su carácter, nuestro científico decidió olvidarse del tema y volver a PennState. Sin embargo, Syntex siguió adelante y contrató a un húngaro George Rosencratz y a un búlgaro Carl Djerassi para retomar las investigaciones de Marker. En colaboración con científicos de la Universidad Autónoma de Méjico comenzaron a trabajar en la síntesis de hormonas similares a las desarrolladas por Marker.
Un momento clave en la historia de las hormonas sintéticas relacionadas con el sistema reproductivo es cuando Djerassi lee la serie de artículos titulados "Reduction by dissolving metals", publicados entre 1944 y 1949 por el químico australiano, doctorado en Oxford, Arthur J. Birch. La historia de Birch no desmerece en absoluto de las de sus colegas implicados en esta entrada. Atrapado en la Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial, su director de Tesis, R. Robinson, implicado como otros muchos científicos ingleses en problemáticas ligadas a la propia guerra, le asigna el intentar la síntesis de la cortisona, hormona que, según determinadas informaciones de servicios secretos, estaba siendo suministrada a los pilotos de los cazas alemanes para resistir así mejor las molestias derivadas de llevar sus aviones a alturas de crucero más elevadas.
Pero como pasa muchas veces en la vida académica, y durante una guerra con más motivo, a Birch no le controlaban mucho su trabajo y empezó a interesarse más por las hormonas en general que en la cortisona en particular. Intrigado por las sutiles diferencias existentes entre la estructura química de las hormonas femeninas y masculinas, empezó a trabajar, como modelos, con moléculas más sencillas que aquellas, tratando de transformar unas en otras. Utilizando como medio de reacción metales disueltos en amoníaco líquido, consiguió lo que hoy se conoce como reducción de Birch y que fué fundamental para el desarrollo de los primeros anticonceptivos producidos por Syntex. Pero, lo que son las cosas, el mismo Birch cuenta en artículos autobiográficos que cuando fue a decirle a su jefe que había escrito el primer artículo de la serie arriba mencionada, éste lo echó con cajas destempladas del despacho, recordándole que él le pagaba para que sintetizara "la hormona de los pilotos de los cazas".
Djerassi, sin embargo, había sabido ver la potencialidad de ese tipo de reacción para sus intereses y el 15 de octubre de 1951, uno de sus estudiantes, Luis E. Miramontes con 26 añitos, escribía en su cuaderno de laboratorio la consecución de la noretindrona, la primera progestina, como se suele denominar a las moléculas sintéticas que se parecen a la testosterona (hormona masculina) y a la progesterona (hormona femenina). Miramontes ha quedado un poco olvidado en toda esta historia a pesar de haber sido después un relevante científico en el campo. Pero tenía pocas opciones ante su jefe, otro más que peculiar personaje que, además de su relevancia académica, ha sido y es un activo divulgador científico y hasta un autor teatral de éxito (al alimón con el Nobel de Química Roald Hoffmann), con obras estrenadas en el mismísimo Brodway.
Aunque el proceso se patentó enseguida por Syntex y se licenció a Parke-Davis, que seguía en el asunto desde tiempos de Marker, a ésta le entró el miedo escénico-religioso y optó por olvidarse de todo lo que sonara a anticonceptivo. Se perdieron así un par de preciosos años en los que otra empresa, G.D. Searle, sintetizó y patentó otra progestina de la misma familia, el noretinodrel.
G. D. Searle había mantenido durante los últimos años una fluída relación con Gregory Pincus, así que cuando éste decidió empezar a probar hormonas sintéticas con grupos de mujeres voluntarias (y no tan voluntarias, como las pacientes de un manicomio), su primera opción fue el citado noretinodrel de G.D. Searle, que acabó comercializado como el Enovid que veis en la foto que ilustra la entrada, aprobado por la FDA en 1957 como medicamento para tratar la infertilidad y los desarreglos del ciclo femenino y no como anticonceptivo, que serlo lo era. G.D. Searle temía, por razones similares a las del abandono de Parke-Davis, que los grupos católicos más radicales le estropearan el negocio. Pero estuvo más lista que su competidora y se buscó la martingala de los desarreglos antes que la contracepción pura y dura. Tres años más tarde se quitaron la capucha, vista la reacción de las mujeres y tras comprobar que muchos católicos no estaban muy por la labor de aceptar en estos temas el magisterio de Roma (el Dr. Rock incluido).
Al final, Parke-Davis se sumó al carro y registró también la molécula de Djerassi y la comercializó bajo el nombre de Norlutin. Pero siempre fueron un poco por detrás en los trámites y el Enovid ha quedado para la historia como el primer anticonceptivo registrado como tal. Aunque la abrumadora personalidad de Djerassi siempre le ha servido para quedar para la posteridad como el "papá de la píldora", oscureciendo la figura de Frank B. Colton, el químico que sintetizó el Enovid para G.D. Searle.
El libro de Eig relata el desarrollo de las primeras píldoras anticonceptivas desde la óptica de cuatro personajes bastante singulares: Margaret Sanger, una enfermera a la que se tiene por la primera activista radical a favor del control de la natalidad, como forma de darle la vuelta a la dramática situación de las mujeres, sobre todo las de la América profunda que ella conocía bien y que vivían en permanente estado de embarazo. Gregory Pincus, un fisiólogo amigo del riesgo, al que Harvard expulsó de sus laboratorios por llevar a cabo experimentos de fertilización in vitro que dieron lugar a los primeros conejos probeta, lo cual no deja de resultar paradójico en el contexto de la presente historia. Una vez expulsado del paraíso académico tuvo que buscarse la vida por otros lares menos convencionales, lo cual hizo de forma muy eficiente para lo que, por aquel entonces, era ganarse los garbanzos haciendo investigación. También resulta igualmente chocante que acabara implicado en el proyecto de Sanger y Pincus un ginecólogo llamado John Rock, católico hasta las cejas y particularmente interesado en resolver a sus pacientes problemas de infertilidad, algo de lo que avergonzarse en esos prolíficos años. Y, finalmente, Katherine McCormick, una viuda que había heredado una cuantiosa fortuna de su esposo y que había decidido gastársela en acciones que mejoraran la vida de las mujeres. Hay además que matizar que las dos féminas de este cuarteto eran ya unas provectas ancianitas cuando, en los años 50, se dieron los pasos decisivos para la puesta en el mercado de la "píldora".
El arranque oficial de la historia de los anticonceptivos comienza con los años 30, cuando las hormonas humanas estaban de moda ya que, en en los años previos a esa década, se habían sentado las bases de su importancia en muchos procesos vitales, incluída la reproducción. Ya en 1921 se conocía, por ejemplo, el papel que la progesterona, una hormona femenina, juega en la inhibición de la ovulación durante el embarazo y hubo fisiólogos, como L. Haberlandt, que propusieron en esa fecha el empleo de la progesterona como reguladora de la fertilidad. Pero la progesterona no se puede administrar por vía oral porque el medio ácido del estómago acaba con ella y administrarla por via intramuscular provoca severas reacciones alérgicas. Así que hubo que buscar moléculas alternativas y formas eficaces de administración.
Pero antes de llegar a esas soluciones, en 1930, Rusell E. Marker se graduó como químico por la Universidad de Maryland, una institución que abandonó pocos años más tarde, cuando ya tenía prácticamente terminada e incluso publicada (al menos en parte) su Tesis Doctoral. La razón fué el cabreo que se agarró cuando esa Universidad le exigió matricularse en unos cursos adicionales de Química Física, algo a lo que él rehusó por tener un Máster en dicha rama de la Química (para que veáis que en todas partes cuecen habas de rigidez administrativa). Así que Marker cambió de aires, acabando finalmente en 1935 como profesor de Química Orgánica en la hoy conocida como PennState University.
Ya en ella e inspirado por un trabajo de un japonés que había aislado ciertos esteroides vegetales de una planta del género Dioscorea, dedicó los años de su estancia en PennState a transformar estos esteroides naturales en otras hormonas, incluída la propia progesterona. Su línea de investigación, que produjo en ocho años centenar y medio de artículos y más de sesenta patentes estuvo financiada por la empresa Parke-Davis. En 1942, Marker tuvo noticia, casi por casualidad, de que las mujeres mejicanas venían usando como anticonceptivo, desde hacía siglos y con éxito, el extracto de un tubérculo de una planta, también perteneciente al género Dioscorea. Ese tubérculo, conocido por los mejicanos como Cabeza de Negro, contenía diosgenina, un compuesto muy parecido a la progesterona. Marker trató de convencer a su propia Universidad y a Parke-Davis para desarrollar el proceso de transformación de esos tubérculos en progesterona y otras moléculas relacionadas, pero obtuvo la callada por respuesta de ambas instituciones.
Así que, en un prueba más de su carácter singular y cabezón, Marker se cogió sus ahorros y se fué a Méjico (sin saber nada de español). Localizó una zona en la que proliferaban las plantas que daban tubérculos Cabeza de Negro y, en poco tiempo, colectó la friolera de 10 toneladas del mismo que, en unos rudimentarios laboratorios instalados en una finca rural, convirtió en dos kilos de progesterona pura que, en aquel entonces, valían una fortuna en el incipiente mercado de las hormonas. Con los dos kilos bajo el brazo se presentó en una pequeña industria farmaceútica local que, sorprendidos por la hazaña, acabaron creando con él la empresa Syntex para el desarrollo del proceso de obtención de la progesterona según el método hoy conocido como degradación Marker.
Al poco tiempo (1945) las cosas entre Marker y sus socios no fueron bien y, en otra prueba más de su carácter, nuestro científico decidió olvidarse del tema y volver a PennState. Sin embargo, Syntex siguió adelante y contrató a un húngaro George Rosencratz y a un búlgaro Carl Djerassi para retomar las investigaciones de Marker. En colaboración con científicos de la Universidad Autónoma de Méjico comenzaron a trabajar en la síntesis de hormonas similares a las desarrolladas por Marker.
Un momento clave en la historia de las hormonas sintéticas relacionadas con el sistema reproductivo es cuando Djerassi lee la serie de artículos titulados "Reduction by dissolving metals", publicados entre 1944 y 1949 por el químico australiano, doctorado en Oxford, Arthur J. Birch. La historia de Birch no desmerece en absoluto de las de sus colegas implicados en esta entrada. Atrapado en la Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial, su director de Tesis, R. Robinson, implicado como otros muchos científicos ingleses en problemáticas ligadas a la propia guerra, le asigna el intentar la síntesis de la cortisona, hormona que, según determinadas informaciones de servicios secretos, estaba siendo suministrada a los pilotos de los cazas alemanes para resistir así mejor las molestias derivadas de llevar sus aviones a alturas de crucero más elevadas.
Pero como pasa muchas veces en la vida académica, y durante una guerra con más motivo, a Birch no le controlaban mucho su trabajo y empezó a interesarse más por las hormonas en general que en la cortisona en particular. Intrigado por las sutiles diferencias existentes entre la estructura química de las hormonas femeninas y masculinas, empezó a trabajar, como modelos, con moléculas más sencillas que aquellas, tratando de transformar unas en otras. Utilizando como medio de reacción metales disueltos en amoníaco líquido, consiguió lo que hoy se conoce como reducción de Birch y que fué fundamental para el desarrollo de los primeros anticonceptivos producidos por Syntex. Pero, lo que son las cosas, el mismo Birch cuenta en artículos autobiográficos que cuando fue a decirle a su jefe que había escrito el primer artículo de la serie arriba mencionada, éste lo echó con cajas destempladas del despacho, recordándole que él le pagaba para que sintetizara "la hormona de los pilotos de los cazas".
Djerassi, sin embargo, había sabido ver la potencialidad de ese tipo de reacción para sus intereses y el 15 de octubre de 1951, uno de sus estudiantes, Luis E. Miramontes con 26 añitos, escribía en su cuaderno de laboratorio la consecución de la noretindrona, la primera progestina, como se suele denominar a las moléculas sintéticas que se parecen a la testosterona (hormona masculina) y a la progesterona (hormona femenina). Miramontes ha quedado un poco olvidado en toda esta historia a pesar de haber sido después un relevante científico en el campo. Pero tenía pocas opciones ante su jefe, otro más que peculiar personaje que, además de su relevancia académica, ha sido y es un activo divulgador científico y hasta un autor teatral de éxito (al alimón con el Nobel de Química Roald Hoffmann), con obras estrenadas en el mismísimo Brodway.
Aunque el proceso se patentó enseguida por Syntex y se licenció a Parke-Davis, que seguía en el asunto desde tiempos de Marker, a ésta le entró el miedo escénico-religioso y optó por olvidarse de todo lo que sonara a anticonceptivo. Se perdieron así un par de preciosos años en los que otra empresa, G.D. Searle, sintetizó y patentó otra progestina de la misma familia, el noretinodrel.
G. D. Searle había mantenido durante los últimos años una fluída relación con Gregory Pincus, así que cuando éste decidió empezar a probar hormonas sintéticas con grupos de mujeres voluntarias (y no tan voluntarias, como las pacientes de un manicomio), su primera opción fue el citado noretinodrel de G.D. Searle, que acabó comercializado como el Enovid que veis en la foto que ilustra la entrada, aprobado por la FDA en 1957 como medicamento para tratar la infertilidad y los desarreglos del ciclo femenino y no como anticonceptivo, que serlo lo era. G.D. Searle temía, por razones similares a las del abandono de Parke-Davis, que los grupos católicos más radicales le estropearan el negocio. Pero estuvo más lista que su competidora y se buscó la martingala de los desarreglos antes que la contracepción pura y dura. Tres años más tarde se quitaron la capucha, vista la reacción de las mujeres y tras comprobar que muchos católicos no estaban muy por la labor de aceptar en estos temas el magisterio de Roma (el Dr. Rock incluido).
Al final, Parke-Davis se sumó al carro y registró también la molécula de Djerassi y la comercializó bajo el nombre de Norlutin. Pero siempre fueron un poco por detrás en los trámites y el Enovid ha quedado para la historia como el primer anticonceptivo registrado como tal. Aunque la abrumadora personalidad de Djerassi siempre le ha servido para quedar para la posteridad como el "papá de la píldora", oscureciendo la figura de Frank B. Colton, el químico que sintetizó el Enovid para G.D. Searle.
Muy interesante recorrido por la historia de la "píldora", y es increíble lo rápido que se pierden los nombres en la historia del mundo, al punto de que ignoramos las penas, las zancadillas , los honores...las frustraciones de tanto científico que pasó años encerrado pensando y pensando en cómo llegar al resultado soñado.
ResponderEliminarYa estaba echando de menos estos post...Que bueno que terminaste de leer ese libro...jajaja-
No sabes lo que me ha costado...
ResponderEliminarFascinante, muchas gracias Buho.
ResponderEliminarEl tema hormonal siempre me ha interesado pues está muy relacionado con el comportamiento humano, el estado mental, la edad,el sexo, el caracter,etc.Y a su vez implica que muchas cosas- por no decir todas- que hacemos son puro efecto hormonal.
Parafraseando a Ortega: Yo soy yo y mis hormonas. Algunas veces he escrito sobre la influencia de la testosterona en la economía. O de la necesidad de un pensamiento femenino en la sostenibilidad.
Si escribieras mas de este tema te lo agradecería.Un abrazo , Antonio Valero
Me he perdido un poco pero me he enteado. Alucino con el de la excursión a México y vuelta con lo que había conseguido. ¿Te imaginas eso ahora?
ResponderEliminarEsta es una pregunta que a lo mejor no sabes responder, ¿son esas hormonas sintetizadas las responsables del peligro de tener coágulos al tomar la píldora?