La entrada que titulé Californianos, publicada el 12 de marzo de 2012 es la más leída de este Blog, si hago caso a las estadísticas que me proporciona Blogger, la herramienta con la que escribo este diario de a bordo. A día de hoy, ha recibido más de 6500 visitas, casi el doble de la que le sigue, que tiene que ver con los "sabores" que el plástico puede dar al agua embotellada largo tiempo. Yo creo que el aval es suficiente para leerla o releerla en este link, pero, si no os place, tampoco hay que preocuparse mucho que aquí va una nueva versión del asunto y haré un resumen de la entrada mencionada para empezar.
En esa entrada, yo contaba la problemática surgida en los últimos años de la pasada década y principios de ésta en torno al 4-metil imidazol (4-MEI), una sustancia química que aparece en muchos alimentos, particularmente en las bebidas de cola, como consecuencia del empleo de unos colorantes autorizados y conocidos como Caramel III y Caramel IV, que dan el color característico, entre otros brebajes y alimentos, a la Coca y a la Pepsi. Esos colorantes se obtienen industrialmente mediante tratamientos fisicoquímicos del azúcar, tratamientos que generan, como subproducto, el mencionado 4-MEI que, por tanto, aparece en los alimentos en cuestión.
El 4-MEI es una sustancia potencialmente cancerígena, de acuerdo con estudios realizados en ratones y, por ello, se han establecido dosis seguras de ingesta diaria que, en el caso de los cancerígenos, se denominan NSRL (No Significant Risk Level). Estos números se obtienen de la extrapolación de los datos obtenidos en esos experimentos con ratones, en los que primero se establece una dosis, llamada NOAEL (No Observed Adverse Effect Level), definida como aquella por debajo de la cual no se observan problemas de salud en los desdichados roedores, tras someterlos a una ingestión prolongada de una determinada sustancia. A partir del NOAEL y para una sustancia potencialmente cancerígena como el 4-MEI, las agencias establecen un criterio de prevención que consiste, lisa y llanamente, en dividir ese NOAEL por 100.000 y así obtener el NSRL. Con ello se curan en salud de las indeterminaciones inherentes a extrapolar desde un roedor de 200 gramos a un humano medio de 70 kilos o de experimentos en ratas, que solo se dilatan en el tiempo meses o unos pocos años, a una vida media humana de 70 años.
Conviene pues recalcar (algo que en mi opinión se debiera hacer más a menudo) que el NSRL es una dieta segura diaria de una sustancia química, para una persona de 70 kilos y que viva 70 años, cien mil veces más pequeña que aquella a la que no se detectan problemas en los experimentos con ratones. Aunque hay algunas discrepancias entre el Estado de California y la FDA americana en la forma de evaluar esa NSRL para el 4-MEI, nos vamos a quedar con un valor en torno a los 16 microgramos/día que es la que propugnan los californianos, inferior a los 29 de la FDA. En los tiempos en los que escribí la anterior entrada (marzo 2012), las principales bebidas de cola contenían, por lata y en promedio, unos 130 microgramos de 4-MEI así que, con esos números, el Estado de California empezó a presionar a los fabricantes para que rebajaran sustancialmente esa cifra bajo la amenaza de que, en caso contrario, tendrían que poner en las latas una etiqueta como la que se ve en la foto que encabeza este post.
Desde entonces han pasado varias cosas. LA FDA americana, por ejemplo, ante la presión de grupos sociales, medios de comunicación y, todo hay que decirlo, determinados despachos de abogados que van a lo suyo, asumió el realizar un trabajo en profundidad sobre los contenidos en 4-MEI de los diversos alimentos que utilizan esa sustancia. Los resultados preliminares se han presentado el pasado 15 de agosto en San Francisco, en la reunión de otoño (así la llaman ellos) de la American Chemical Society. Hasta 400 productos distintos, que en su etiqueta reconocen emplear 4-MEI como aditivo, han sido analizados por laboratorios independientes contratados por la FDA para evaluar los contenidos en esa sustancia. Con las concentraciones encontradas, que son muy variadas (desde ppbs a ppms), cruzadas con bases de datos sobre la alimentación del americano medio, se han determinado las ingestas diarias de 4-MEI de diferentes capas de población americanas.
La conclusión de la FDA, como ya fue antes de la EFSA europea, es que no existe motivo de preocupación a los niveles de ingesta actuales de esa sustancia por parte de la población. También constata la FDA en su estudio que la mayor fuente del consumo total de 4-MEI (casi el 30%) siguen siendo las bebidas de cola, aunque pone de manifiesto que, en los dos últimos años, se han producido importante descensos (casi se ha dividido por siete) en la concentración de 4-MEI de la mayoría de esas bebidas carbonatadas. Por ejemplo y aunque alguno me llame mercenario de la marca, una lata de Coca-Cola contiene ahora 4 microgramos de 4-MEI, aunque otras marcas siguen teniendo niveles más elevados, dependientes también del país en el que se venda el producto y de la reglamentación en él existente. Esta reacción a la baja por parte de las empresas es lógica, con independencia de la mayor o menor peligrosidad de lo que se consumía antes, porque los fabricantes lo que quieren es vender sus productos sin etiquetas que induzcan al pánico de los consumidores. Luego habrá que ver si los californianos de turno no les buscan también las vueltas a los sustitutos de color empleados.
Lo curioso, para mí, de ese estudio de la FDA es que sólo se incluyan productos alimentarios (bebidas, bollería, sopas y hasta vinagre balsámico) que declaran 4-MEI añadido en su composición y no otros componentes de la dieta humana en los que el 4-MEI no aparece porque se hayan añadido unos "polvos", sino como consecuencia de procesos a los que la gente parece tener menos miedo (aclararé que en el póster de la FDA se promete hacerlo en breve). Y voy a poner un ejemplo bien documentado: el café.
El imidazol de marras aparece en el proceso de tostado de los granos de café como consecuencia de las reacciones de Maillard a alta temperatura, un proceso varias veces citado en este Blog y que proporciona una miríada de nuevas sustancias químicas cuando calentamos a alta temperatura carnes, pescados, pan, patatas y el propio café (al que llamé cóctel químico en otra entrada).
Hay varios trabajos que han estudiado la concentración de 4-MEI en granos de café tostado. Dependiendo de la procedencia del mismo, el contenido de 4-MEI tras el tostado puede ser diferente pero, por ejemplo, la revista Journal of Separation Science [J. Sep. Sci. 2006, 29, 378], publicaba en 2006 un artículo de unos investigadores checos en el que, además del contenido en 4-MEI de varias afamadas cervezas negras de la región de Brno (con contenidos de hasta 28 microgramos/botella en algún caso), analizaban también hasta diez tipos diferentes de café. El resultado es que nuestro bien conocido brebaje puede llegar a contener del orden de un microgramo de 4-MEI por gramo de café molido empleado en su elaboración. Así que, usando un ejemplo de moda, las cápsulas que ahora tanto se venden (y que contienen 5 gramos de grano molido) proporcionarían a nuestras tazas de humeante café del orden de 5 microgramos de 4-MEI por taza (un nivel similar al de una lata de Coca-Cola). De donde se deduce que con cuatro o cinco cafés (que más de uno conozco yo que se los toma TODOS los días) ya estaríamos en el nivel del NSRL o por encima. Pero no debemos olvidar el apabullante criterio de prevención de dividir por cien mil para obtener esa cifra de NSRL.
P.D. Podéis acceder al póster de la FDA presentado en el meeting de la American Chemical Society a través de este artículo (buscad el link al final del mismo, justo encima de la gráfica final).
Hace un par de semanas, la revista Science publicaba un artículo [Science 345, 637 (2014)] que ha tenido un cierto eco entre los químicos. Un grupo de la Universidad Georges Washington describe en él una nueva vía para producir amoniaco (NH3) a partir de vapor de agua y el nitrógeno presente en el aire, una estrategia que pudiera reducir los elevados costes energéticos y medioambientales del clásico procedimiento, conocido como proceso Haber-Bosch, vigente en la industria desde principios del siglo XX. La historia de Fritz Haber (en la foto a la izquierda de Albert Einstein, su amigo, en 1914) siempre me ha fascinado y sobre él escribí una entrada en abril de 2006 que hoy voy a reeditar actualizada. Haber, Premio Nobel de Química en 1918, inmediatamente tras el fin de la Primera Guerra Mundial, es el clásico ejemplo de personaje de relieve atrapado entre los imponderables de la Historia.
Con la perspectiva que ahora nos dan los años pasados, el proceso implantado por Haber y Bosch es una pieza clave en la resolución de uno de los primeros problemas que las naciones civilizadas tuvieron que plantearse globalmente: la necesidad de buscar una solución a la creciente demanda de alimentos, que parecía llevar a la Humanidad a un callejón sin salida, profecía malthusiana que, de nuevo ahora, algunos quieren reeditar. Y que Haber y sus colegas resolvieron mediante la llamada fijación del nitrógeno. Hoy en día, cuando la fijación de otro gas, el dióxido de carbono, nos obsesiona en nuestro intento de acabar con el llamado “efecto invernadero” o cuando muchos propugnan que el petróleo se acaba y no tenemos alternativas energéticas serias, es interesante volver la vista atrás y contemplar los terribles presagios que se argumentaron en tiempos de Haber y que condujeron a uno de los más importantes logros de la Química del siglo XX: el citado proceso Haber-Bosch de la síntesis del amoniaco a partir de nitrógeno e hidrógeno.
El nitrógeno es uno de los elementos importantes en el desarrollo de los seres vivos y particularmente de los humanos, en tanto que para construir las proteínas de nuestro organismo necesitamos nitrógeno, constituyente básico de la composición química de esas proteínas. ¿Y de dónde sale ese nitrógeno?. Los seres vivos, sea un buey gallego o cualquiera de nosotros, lo tenemos difícil con ese elemento. Teniendo como tenemos una aparentemente inagotable fuente del mismo en el aire, un 78% del cual es nitrógeno, es como si no tuviéramos nada. Los inhalamos y lo expiramos como acompañante del oxígeno (a este si que le sacamos todo el partido del mundo), pero sale según entra: inmaculado. Así que, en nuestro caso, necesitamos comernos las chuletas del pobre buey gallego, entre otras cosas, para aprovechar el nitrógeno de sus propias proteínas. Y el buey, vegetariano desde el origen de los tiempos, necesita rumiar toneladas de plantas para generar sus propias proteínas. ¿Y las plantas?. ¿De dónde sacan ese nitrógeno?. Del suelo. Algunas, como las leguminosas, son capaces de fijar el nitrógeno del aire gracias a unas bacterias que viven en sus raíces. Otras lo toman en forma de sales minerales que se encuentran disueltas o cristalizadas en ese suelo.
Pero los terrenos de cultivo no son minas inagotables de compuestos nitrogenados. Necesitan regenerar esas fuentes de nitrógeno y ya en el siglo XIX, cuando los agricultores europeos y americanos se dieron cuenta de esa necesidad, provocaron un tráfico continuo de nitrato sódico desde las minas de Chile o del guano, excrementos de aves, ricos uno y otro en el elemento en cuestión. O buscaron otras fuentes en su entorno más próximo, en subproductos de la actividad ganadera como el estiércol o los purines.
Pero como ahora ha pasado con el petróleo, pronto hubo gente preocupada con que las cuentas pudieran no salir de cara al futuro. W. Croockes, presidente de la británica Asociación para el Progreso de la Ciencia, un rico heredero que empleaba su fortuna en un laboratorio privado, lanzó en 1898 una llamada de atención sobre el problema. Evaluando el ritmo al que se estaban explotando los campos de cultivo, cómo se estaban esquilmando los yacimientos de guano y las reservas de nitratos en Chile (¿os suena el planteamiento?), Crookes entendía que existía un serio peligro de que esos campos de cultivo se agotaran y (aquí viene el matiz aristócrata de Croockes) no hubiera forma de alimentar a sus conciudadanos, que podían ser otra vez pasto de hordas caucásicas (sic) que, ante similares problemas en sus naciones, acabaran con la raza blanca. Y, en uno los párrafos de su alegato, señalaba a la Química como la única que podía convertir la carestía en abundancia, la única que podía fijar el nitrógeno existente en la atmósfera como solución al problema, sustituyendo al guano o los nitratos.
El discurso de Crookes no pasó inadvertido a los periódicos de la época y en diversos laboratorios industriales y académicos se comenzaron a estudiar procesos destinados a convertir una molécula estable como el nitrógeno del aire, a quien no gusta reaccionar con casi nada, en otras moléculas más accesibles, de cara a obtener nuevos productos que pudieran suplir al guano o los nitratos como fuente de nitrógeno para los campos de cultivo y, de rebote, para los peces y mamíferos.
Gentes tan relevantes en la historia de la Química, como Ostwald o como Nernst, se vieron implicados en esta carrera por la fijación del nitrógeno. Pero Fritz Haber se llevó el gato al agua gracias, fundamentalmente, al concurso de dos factores. Un joven colaborador inglés (a pesar de su apellido) que entró a formar parte de su laboratorio, Robert Le Rossignol, y a la Badische Anilin und Soda-Fabrik, BASF para los amigos. La BASF puso su dinerito en el ámbito académico, donde los profesores alemanes eran tan funcionarios como el que suscribe, pagando a Haber una cantidad entre el doble o triple de lo que le pagaba su Universidad. Y en esa aventura de BASF tuvo un papel importante un joven científico de la firma, Carl Bosch, quien con la misma contundencia que había mandado al cesto de los papeles una pretendida vía a la síntesis del amoniaco del mismísimo Ostwald, había confiado en la propuesta de Fritz Haber. Por su parte, Le Rossignol le proporcionó la herramienta clave: una válvula conectada a un reactor a una presión de casi 200 atmósferas y que, aguantando dicha presión sin abrirse, permitía el flujo a voluntad de los reactivos y productos. Así nació el pequeño reactor de Haber en el que una mezcla de nitrógeno e hidrógeno, a altas presiones y temperaturas consigue generar cantidades importantes de amoniaco, como pudieron demostrar ante los jerarcas de la BASF en julio de 1909.
La producción del pequeño reactor ha sido multiplicada billones de veces, en plantas gigantescas como la que construyó BASF entre 1916 y 1917 en Leuna o como el Donaldsson Nitrogen Complex, cerca de New Orleans, el mayor complejo americano de producción de amoniaco, que comenzó a funcionar en 1966. La facilidad en el suministro de amoniaco y la síntesis a partir de él de otros compuestos nitrogenados. hizo que vastas regiones de Europa (en Holanda o Francia) y sobre todo en EEUU se convirtieran en fuentes inagotables de suministro de todo tipo de especies vegetales. Cuando en los setenta, los EEUU levantaron el embargo de trigo y maiz a los rusos, la “revolución verde” se extendió por toda la Europa comunista y, posteriormente, algo similar ha ocurrido en las regiones asiáticas. A lo largo y ancho de todo el mundo, cada año, millones de toneladas de nitrógeno son capturadas del aire, convertidas en amoniaco y esparcidas sobre la superficie terrestre en forma de fertilizantes, para ser recuperadas posteriormente en forma vegetal como inagotable fuente del nitrógeno que nuestros organismos necesitan. Hay estimaciones que valoran en unos dos mil millones de almas las que no podrían hoy sobrevivir en ausencia del proceso Haber-Bosch. La tierra estaría literalmente agotada si, usando sólo fuentes de nitrógeno "naturales", tuviera que suministrar la dieta de más seis mil millones de organismos. El ejemplo de los chinos, un pueblo acostumbrado a reciclar desde tiempo inmemorial la más pequeña porción de materia orgánica, es aquí relevante. En los años 70 la tierra no daba para mas y el racionamiento se convirtió en algo cotidiano y estricto. Hay quien sostiene que, no sólo la política de natalidad de aquellos años sino la apertura hacia Occidente, no tuvo más causa que la necesidad de buscar una solución al hambre acuciante.
El proceso Haber-Bosch se empezó a implementar en un momento crucial para Alemania. La Primera Guerra Mundial empezó en 1914 y, con ella, el corte de suministro a los teutones del ya varias veces mencionado nitrato de Chile. Por otro lado, muchos explosivos y municiones necesarios en tiempos de guerra contienen nitrogeno, así que el descubrimiento de Haber parece providencial. Pero Haber, patriota alemán donde los hubiere, puso también su ingenio y energía al servicio de su país desarrollando las primeras "armas químicas" de la historia. La liberación de cloro en los campos de batalla de Ypres en 1915, así como el empleo de otros gases como el fosgeno o el gas mostaza, tuvieron su origen en los laboratorios del Instituto de Haber, que ascendió rápidamente en rango militar.
Pero esa apuesta bélica tuvo importantes consecuencias para él y su entorno familiar. Su mujer Clara, brillante química también, se opuso desde el principio al uso de sustancias químicas en la guerra y las discrepancias con su marido le llevaron a la terrible decisión de pegarse un tiro la misma semana en la que se desarrollaba el episodio de Ypres. Al final de la Gran Guerra, Haber recibió el Premio Nobel de Química "por la síntesis del amoniaco a partir de sus elementos" pero la ceremonia se vió empañada por la ausencia de grandes científicos de la época, que repudiaron a Haber tanto por su condición de alemán como por el asunto de su implicación en las armas químicas.
La parte final de la vida de Haber tampoco fué un camino de rosas. Aunque al irrumpir Hitler y sus seguidores en la escena alemana fue bien tratado por los servicios prestados, pronto su condición de judío empezó a ser un problema. No sólo para él sino para sus colaboradores. Haber recibió desde arriba la orden de no contratar personal judío si quería seguir contando con el apoyo financiero del Gobierno. Tras varias escaramuzas, nuestro científico se rebeló contra esa orden y mandó su renuncia al Ministro nazi de Ciencia, Arte y Educación en abril de 1933 y se exilió en Suiza, donde vivió unos pocos meses hasta su muerte en enero de 1934.
Diez años despues, el legado indeseable de Haber aún le podía haber proporcionado ratos peores. El insecticida denominado Zyklon A, desarrollado en el Instituto de Haber, fue "refinado" por los nazis en su forma Zyklon B y empleado en las cámaras de gas que exterminaros millones de judíos en los campos de concentración, incluídos algunos de sus parientes.
Aunque hay mucha literatura sobre la vida de Haber, yo tengo entre mis libros uno que de vez en cuando releo. Se titula Master Mind y su autor es Daniel Charles. En la contraportada del libro hay una opinión sobre el mismo del neurólogo y apasionado por la Química Oliver Sacks, que dice que la obra "es un profundo y meditado estudio de la vida de Fritz Haber, una figura brillante, fascinante y finalmente trágica, así como de su equívoco legado". Y entre los extractos de las muchas cartas personales que se mencionan en el libro, hay uno de Clara Haber escribiendo a uno de sus amigos que me impactó desde el principio: “Me pregunto si una inteligencia superior es suficiente para hacer más valiosa a una persona y si aspectos de mi misma que he tenido que mandar al infierno por no haber encontrado al hombre adecuado no son más importantes que la teoría electrónica............Creo que ni siquiera un genio puede permitirse un comportamiento en el que se desprecien las rutinas mas habituales de la vida diaria y a los que las practican. A no ser que ese genio viva en una isla absolutamente aislada”.
Hace ahora casi 160 años, a finales de agosto de 1854, se desató en Londres lo que se definió por John Snow como la mayor epidemía sufrida hasta entonces en el Reino de Su Majestad Británica. Las pesquisas de este médico, un escéptico (también los había entonces) de la imperante teoría del miasma como origen de este tipo de infecciones, le llevaron a descubrir que la gente que enfermaba y moría eran, en su gran mayoría, usuarios de una fuente pública situada en la calle que hoy se denomina Broadwick Street. Snow llegó a esa conclusión tras la elaboración de un mapa en el que se situaban los domicilios de los muertos que se habían ido produciendo en los primeros días de setiembre de ese año. Hoy llamaríamos a ese mapa un diagrama de Voronoi, como muy bien explicó esa estupenda matemática que se llama Clara Grima en este recomendable post publicado en Naukas a finales de 2011.
En realidad, lo ocurrido en Londres en 1854 fue moneda corriente en los grandes asentamientos de población que fueron generándose a lo largo del siglo XIX e inicios del siguiente. Los antiguos y emergentes grandes núcleos urbanos de Europa y Norteamérica implicaban crecientes necesidades de agua por parte de sus ocupantes que, generalmente, echaban mano de los recursos hídricos más cercanos existentes, fundamentalmente ríos. Pero esos mismos ríos eran también los destinos finales de las aguas fecales de esa misma población, con lo que las epidemias estaban servidas. La citada teoría del miasma propugnaba que eran los "malos olores" de esas fuentes de agua las que, propagándose por el aire, ocasionaban la extensión de las epidemias. Todo empezó a cambiar, desde un punto de vista conceptual, con los trabajos de Pasteur en los años 60 del siglo XIX, quien atribuía el origen de las enfermedades a determinados microbios. Pero llevar eso a la calle y acabar con las recurrentes epidemias de cólera, tifus, disentería y similares necesitó de otros 50 años más.
Hoy estamos muy acostumbrados, al menos en ciertos sitios, a abrir el grifo de agua y beberla con tranquilidad pero poca gente parece ser consciente del lujo que eso supone, lujo que sólo empezó a ser una tendencia irreversible y generalizada en muchas ciudades a partir de una fecha no muy lejana todavía, el 26 de setiembre de 1908, gracias a los esfuerzos de dos ciudadanos desconocidos aún hoy para la mayor parte de la Humanidad: John L. Leal y George W. Fuller. Leal era un médico que había sido contratado como supervisor sanitario por una empresa que en 1899 se había adjudicado la obra de una nueva instalación que proporcionara agua en debidas condiciones (pure and wholesome water decía paladinamente el contrato) a la ciudad de Jersey City. La obra se entregó en 1904 pero, tras algunos pequeños brotes de epidemias como las arriba mencionadas, los responsables de la ciudad llevaron a juicio a la empresa y se negaron a liquidar la totalidad del pago de la obra, argumentando que el agua que proporcionaba la instalación no era "pura y saludable", como requería el contrato firmado. El litigio fue largo y prolijo y en junio de 1908, el juez del caso dió tres meses a la empresa de Leal para que acabara con los problemas alegados por la ciudad, bajo la amenaza de que, si no lo hacían, se quedaban sin la pasta no liquidada.
Leal conocía las diversas experiencias a pequeña escala que, en otras ciudades y países, se habían llevado a cabo con la cloración del agua. Incluso, por su cuenta y riesgo, había llevado a cabo experimentos que le demostraban que la adición al agua de hipoclorito sódico o cálcico, fuentes baratas de cloro, acababa con los gérmenes de la misma. Ni corto ni perezoso se alió con Fuller, un graduado en Química por el MIT y con experiencia en la implantación de sistemas de depuración de agua empleando filtros de arena y, en cuestión de pocas semanas y a partir de finales de setiembre de 1908, empezaron a suministrar a Jersey City agua tratada con hipoclorito cálcico. No sin antes vencer las razonables resistencias de los prebostes de la ciudad por el "sabor a cloro" del agua, así como las de algunos quimiofóbicos de la época que no aceptaban que se tratara "su" agua con "un veneno" como el hipoclorito.
Pero en la reanudación de la vista y tras las declaraciones de decenas de especialistas y testigos, el juez dió la razón a la empresa de Leal, declaró que el agua era "pure and wholesome as required" y marcó con su decisión el inicio de los hoy extendidos tratamientos de aguas mediante cloración de las mismas. El efecto sobre las epidemias que asolaban periódicamente a las grandes poblaciones fue inmediato. En la gráfica que ilustra esta entrada podéis ver las tasas de muerte por tifus, por cada 100.000 habitantes y en EEUU, antes y despues de la introducción de la cloración en los sistemas de distribución de agua.
En años más recientes los tratamientos por cloro han sufrido diversos cambios y avatares y, hoy en día, hay mucha gente que los mira mal y puebla internet de cosas como los halometanos y otros alegados peligros derivados del empleo de compuestos de cloro para salvaguardar la seguridad del agua potable. Pero los resultados de la cloración de agua en la salud de las personas están ahí desde hace un siglo y el no reconocerlo es otra de las variantes de esa esquizofrenia de países ricos tan imperante en estos tiempos.
Y prometo en breve una entrada sobre el asunto de los halometanos y similares. Que no quiero que penséis que escurro el bulto.
Nota: Esta entrada es un brevísimo resumen de un interesante libro que llevo releyendo meses: "The Chlorine Revolution: Water Disinfection and the Fight to Save Lives" de Michel M. McGuire (2013).
Otro verano y otra dermatitis solar a mis espaldas. Y es que soy un poco anarco en lo que al uso de cremas de protección solar se refiere. Llega un momento en el que creo que estoy ya algo gitano y que puedo prescindir de embadurnarme, algo que odio. Y, una vez más, ha sido que no. Podría usar esta excusa para reeditar y renovar (tal y como amenacé hace unas semanas) una entrada antigua, de esas que produje en 2006 y que casi nadie ha leído. Los que estéis interesados en el original podéis leerla en este enlace porque, finalmente, he decidido dejarla en su sitio, dada la proliferación de entradas sobre la Química y la Física del bronceado que he leído este verano y que ahora os voy a relatar. Pero, al mismo tiempo, he leído otras cosas que tienen que ver con el mismo tema y que voy a usar para entretenerme en este lunes gris y lluvioso de la Semana Grande Donostiarra que ya estoy deseando que acabe cuanto antes (la Semana, no el lunes).
Compound Interest es un relativamente joven blog, publicado por Andy Brunning, un profesor de Química inglés y cuya lectura os recomiendo vivamente a los que no hagáis ascos a leer en inglés. Cada entrada comienza con una interesante infografía en la que se explica brevemente el tema objeto de la misma, que siempre tiene que ver con la Química y nuestra vida cotidiana. En recientes semanas Andy ha publicado dos entradas sobre el asunto de la Química y el bronceado. En la primera se repasa la composición de las cremas que nos protegen de los peligros de las radiaciones solares cuando nos desnudamos en una playa. En la segunda se explica la historia y los fundamentos de las cremas autobronceadoras. Todo eso está también en mi entrada de hace ocho años antes mencionada, pero ocho años dan para ciertas novedades en las sustancias que ahora se emplean en estas cremas y podeís encontrar ahí interesantes puestas al día.
Cuentos Cuanticos es el Blog del colega en Naukas Enrique F. Borja, un físico y profesor de la Universidad de Sevilla, muy conocido en el ámbito de la divulgación científica española. En una reciente entrada nos daba su visión sobre la acción de la luz ultravioleta en nuestra piel y las formas de protegernos frente a los problemas que ello causa. Aunque dada nuestra diferente formación su entrada y la mía se diferencian en matices, de nuevo la suya es de este verano y, por tanto, más actual y, en este caso, en la lengua de Cervantes.
Pero ninguna de las entradas mencionadas han incidido en algo que yo describía en 2006 y que, ahora, tiene una cierta actualidad. Cual es el asunto de los factores de protección o Sun Protection Factor (SPF). Escribía yo en esa vieja entrada que "Una crema protectora comercial mide su eficacia en el índice de protección solar, un número que aparece en todos los preparados y que es mal comprendido por muchos usuarios. Es percepción popular que si uno se compra una crema de índice de protección 30, le protege el doble que una de índice 15. La cosa tiene algo más de intríngulis aunque espero que, a partir de ahora, todo os quede clarito con lo que os voy a explicar. Un índice 2 quiere decir que la crema impide llegar a la piel a la mitad de la radiación que llegaría en caso de no usarla. Elimina por tanto el 50% de la radiación y deja llegar el otro 50 (100/2). Un índice 10, deja sólo llegar el 10% (100/10), eliminando el 90%. Un índice 25, deja pasar el 4% (100/25) y elimina el 96%. Un índice 50 sólo deja pasar el 2% (100/50) y elimina el 98%. Como se ve, a partir de estos valores, la cantidad de radiación que nos alcanza es realmente pequeña y subidas en el número que indica el índice no suponen rebajas notables en la protección. Y tampoco hay que pasarse con ella porque es necesario ponernos algo morenos, con tiento y sabiendo el riesgo que corremos, pues los beneficios del sol (por ejemplo, en cuanto a fuente de vitamina D) pueden compensar esos riesgos, al menos en teoría. Y, además, los fabricantes (y las farmacias) se aprovechan del asunto de los números del factor de impacto para subir los precios".
Y el tiempo ha venido a darme la razón. En Europa y, más recientemente (2012) en EEUU, sus respectivas agencias han modificado su normativa al respecto de los SPF y han prohibido a los fabricantes hacer publicidad a cremas con índice de protección superiores a 50. Lo más que les dejan es colocar en el envase el término 50+. Es una forma de decirle al usuario que comprar cremas con SPF de 60, 80 o incluso 100 (que existían) es, en realidad, otra forma más de marketing perverso y timador.
Y al hilo de las sustancias químicas que protegen nuestra piel frente a la radiación solar, hace pocos días he leído una entrada en el apartado Next: Ciencia y Futuro de la revista digital Vozpópuli, apartado que dirige el amigo Antonio Martínez Ron (@aberron en Twitter), por quien tengo especial admiración. Se hacían allí eco de un artículo recientemente publicado por dos investigadores españoles en la revista Environmental Science and Technology. Según ese artículo, el dióxido de titanio, componente habitual en las cremas solares, donde actúa como una especie de espejo reflectante de la radiación ultravioleta contenida en la luz del sol y dañina para nuestra piel (ver los post de Andy y Enrique para más información), podría tener repercusiones ecológicas importantes, dada su capacidad para catalizar, en presencia de esa radiación y a partir del agua de mar, la producción de una sustancia muy común en nuestra vida diaria, el agua oxigenada o peróxido de hidrógeno que, a tenor de los resultados, parece afectar a las poblaciones de fitoplacton marino.
Me he leído el artículo con mucho interés. Digamos que el planteamiento, la metodología experimental y los resultados están dentro de los parámetros deseables de un artículo científico. Y cuadran con el título que los autores han dado el trabajo, "Pantallas solares como fuente de peróxido de hidrógeno en aguas costeras". Pero, a partir de ahí y como en otros muchos casos en los tiempos que corren, las conclusiones que se trasladan a los medios de comunicación no se derivan tan fácilmente de los resultados aportados. Es verdad que el dióxido de titanio cataliza la producción de agua oxigenada. Y que en los experimentos realizados con fitoplacton en recipientes cerrados la concentración de éste cae bruscamente en los períodos del día en los que el agua recibe una mayor irradiación de luz ultravioleta. Pero otra cosa distinta es extrapolar esos datos a una bahía mallorquina que no está herméticamente cerrada y en la que son posibles procesos de dilución importantes, derivados de la pequeña cantidad de agua que suponen los entornos próximos a las playas con respecto a la de la globalidad del Mar Mediterráneo.
Así que, por ahora, me guardo el artículo en la recámara y quedo a la espera de nuevos trabajos, antes de apuntarme como buena esa hipótesis que parece haber gustado tanto a los que elaboran Next. Aunque esto, como siempre, es una simple opinión personal, que se puede echar a la basura sin mayores complicaciones.