Se ríen mis amigos cuando les digo cada año, a finales de marzo o primeros de abril, que empiezo a sufrir ciertos efectos que yo llamo astenia primaveral. Pero así es y además de dolerme todo, tengo una especial indolencia que me hace ir a bajas revoluciones en mis actividades. Pero este año la cosa ha sido distinta, aunque los resultados (plasmados en sólo dos entradas del Blog a lo largo del mes de abril) pudieran indicar que la mencionada astenia ha hecho su efecto.
Despues de mis dolencias de columna de enero y febrero, unos cristalitos de oxalato cálcico, sustancia química de lo más modesta, han andado haciéndome cosquillas por los bajos. Y, para arreglarlo, desde hace unos días tengo que lidiar con una bursitis en mi codo izquierdo. Alguno pensará que se debe a una actividad desenfrenada en el ámbito golfístico, pero nada más lejos de la realidad. La culpa la tienen las horas de escritorio que he metido para elaborar los prolijos documentos que una panda de pedagogos nos piden para santificar nuestra propuesta de un Grado en Química. Todo ello dentro del "famoso" espíritu bolognese que tanto parece asustar a los estudiantes. Unas cosas y otras han contribuido a la baja actividad de mi Blog, que espero ahora quede como cosa pasada.
El caso es que, con tanta dolencia, no me ha quedado más remedio que visitar a los galenos, sometiendo mis fluidos a las técnicas instrumentales analíticas y mi cuerpo serrano a otras actividades exploratorias, algunas ciertamente vejatorias. Pero gracias a los resultados, mi tradicional hipocondria, que me hace asumir con rapidez los síntomas de cualquier deficiencia física que aparezca en los periódicos, se ha visto frenada por unas cuantas semanas. Aunque espero que a ningún mejicano se le ocurra visitarme o la fastidiaremos.
Todo parece en orden o casi. La especialista que me hizo unas ecografías de riñón y aledaños urinarios me habló de que mi hígado parecía estar trabajando más de lo normal. ¡Vade retro!, pensé, ahora me quitan el morapio. Pero otras cosas de la analítica no cuadraban y, por ahora, tengo bula alcohólica. Y lo que es mejor, y dará pié a esta entrada, mi colesterol bueno o HDL sigue subiendo de manera suave pero sostenida, hasta niveles cercanos al máximo de los intervalos estándar de mi Servicio de Salud. Y así lo viene haciendo desde 1995, cuando empecé a someterme al rito de que una vampira que duerme conmigo me saque sangre mientras estoy medio dormido y se la lleve a analizar.
Podría ponerme a divagar sobre algunas razones que me convendrían al respecto de ese aumento, pero no es el caso. Del colesterol acumulo poca ciencia, más allá de las implicaciones químicas de una molécula un tanto complicada, en cuyo conocimiento han contribuido una serie importante de Premios Nobel (trece, para ser más exactos) y otros distinguidos personajes. Sobre dos de los laureados va el asunto.
Robert B. Woodward fue un genio, un tipo singular que apuró la vida hasta el límite. Bebedor y fumador compulsivo y trabajador hasta horas intempestivas, tenía otras rarezas como el color azul con el que decoraba sempiternamente su vestimenta, su Mercedes o su área de parking. O su manía de llenar la pizarra de estructuras químicas usando tizas de colores y empezando, de manera sistemática, por el ángulo superior izquierdo y terminando por el inferior derecho. Pero desde pequeñito había manifestado un interés desmesurado por la Química y una capacidad inusual para manejarse con procedimientos para sintetizar moléculas. Con esas armas, él y su equipo, trabajando a destajo durante dos años, fueron capaces de llevar a cabo lo que, todavía hoy, se considera como una de las síntesis más elegantes llevadas a cabo en la historia de la Química Orgánica. La del colesterol, un entramado de veintisiete carbonos, cuarenta y seis hidrógenos y un oxígeno. A los que hay que enlazar de la forma adecuada para que, ¡ahí es nada!, aparezca la molécula en cuestión. Y hablamos de la década de los 50 del siglo pasado.
Woodward recibió el Premio Nobel de Química en 1965 por sus contribuciones a la síntesis de materiales naturales. Pero, curiosamente, ese mismo 1965 recibió el Nobel de Fisiología o Medicina Konrad Bloch, otro científico ligado al colesterol. Aunque Woodward (y otros como Robinson y su discípulo Cornforth, ambos Premio Nobel) fueron capaces de sentar uno de los hitos de la Química con la síntesis en el laboratorio del colesterol, ese proceso no reproducía la complicada vía que nuestro organismo utiliza para generar esa misma molécula. Para esa tarea había nacido Bloch, un tipo afortunado visto desde la distancia, aunque quizás él no pensara lo mismo.
Nacido alemán, en lo que hoy es Polonia, Bloch tuvo que poner mar de por medio para conservar su pellejo judío, gracias a los buenos oficios de Rudolph J. Anderson, de la Universidad de Yale. Un joven Bloch tuvo el atrevimiento de escribir respetuosamente (como buen alemán) a Anderson, para echarle en cara que uno de sus afamados artículos sobre el bacilo de la tuberculosis decía lo contrario de lo que él veía en sus propios experimentos: el mencionado bacilo no tenía colesterol, algo que parecían establecer los resultados de Anderson. Ahí se produjo el salto vital y científico de Bloch. Anderson (un buen tipo, sin duda) reconoció que Bloch tenía razón y que había trabajado mejor que su propio Grupo, le ayudó a salir de Alemania, le buscó un enchufe con su colega Hans T. Clarke en la Columbia University (las malas lenguas dicen que Clarke le aceptó porque Bloch tocaba el cello, el instrumento que más le ponía) y, como consecuencia de ello, se encaminó en la senda de lo que iba a ser su hoy conocida carrera científica. Que, finalmente, iba a acabar en el Nóbel del 65 por sus contribuciones a la biosíntesis del colesterol a partir del ácido acético, nuestro entrañable vinagre.
Las vueltas que da la vida......
Despues de mis dolencias de columna de enero y febrero, unos cristalitos de oxalato cálcico, sustancia química de lo más modesta, han andado haciéndome cosquillas por los bajos. Y, para arreglarlo, desde hace unos días tengo que lidiar con una bursitis en mi codo izquierdo. Alguno pensará que se debe a una actividad desenfrenada en el ámbito golfístico, pero nada más lejos de la realidad. La culpa la tienen las horas de escritorio que he metido para elaborar los prolijos documentos que una panda de pedagogos nos piden para santificar nuestra propuesta de un Grado en Química. Todo ello dentro del "famoso" espíritu bolognese que tanto parece asustar a los estudiantes. Unas cosas y otras han contribuido a la baja actividad de mi Blog, que espero ahora quede como cosa pasada.
El caso es que, con tanta dolencia, no me ha quedado más remedio que visitar a los galenos, sometiendo mis fluidos a las técnicas instrumentales analíticas y mi cuerpo serrano a otras actividades exploratorias, algunas ciertamente vejatorias. Pero gracias a los resultados, mi tradicional hipocondria, que me hace asumir con rapidez los síntomas de cualquier deficiencia física que aparezca en los periódicos, se ha visto frenada por unas cuantas semanas. Aunque espero que a ningún mejicano se le ocurra visitarme o la fastidiaremos.
Todo parece en orden o casi. La especialista que me hizo unas ecografías de riñón y aledaños urinarios me habló de que mi hígado parecía estar trabajando más de lo normal. ¡Vade retro!, pensé, ahora me quitan el morapio. Pero otras cosas de la analítica no cuadraban y, por ahora, tengo bula alcohólica. Y lo que es mejor, y dará pié a esta entrada, mi colesterol bueno o HDL sigue subiendo de manera suave pero sostenida, hasta niveles cercanos al máximo de los intervalos estándar de mi Servicio de Salud. Y así lo viene haciendo desde 1995, cuando empecé a someterme al rito de que una vampira que duerme conmigo me saque sangre mientras estoy medio dormido y se la lleve a analizar.
Podría ponerme a divagar sobre algunas razones que me convendrían al respecto de ese aumento, pero no es el caso. Del colesterol acumulo poca ciencia, más allá de las implicaciones químicas de una molécula un tanto complicada, en cuyo conocimiento han contribuido una serie importante de Premios Nobel (trece, para ser más exactos) y otros distinguidos personajes. Sobre dos de los laureados va el asunto.
Robert B. Woodward fue un genio, un tipo singular que apuró la vida hasta el límite. Bebedor y fumador compulsivo y trabajador hasta horas intempestivas, tenía otras rarezas como el color azul con el que decoraba sempiternamente su vestimenta, su Mercedes o su área de parking. O su manía de llenar la pizarra de estructuras químicas usando tizas de colores y empezando, de manera sistemática, por el ángulo superior izquierdo y terminando por el inferior derecho. Pero desde pequeñito había manifestado un interés desmesurado por la Química y una capacidad inusual para manejarse con procedimientos para sintetizar moléculas. Con esas armas, él y su equipo, trabajando a destajo durante dos años, fueron capaces de llevar a cabo lo que, todavía hoy, se considera como una de las síntesis más elegantes llevadas a cabo en la historia de la Química Orgánica. La del colesterol, un entramado de veintisiete carbonos, cuarenta y seis hidrógenos y un oxígeno. A los que hay que enlazar de la forma adecuada para que, ¡ahí es nada!, aparezca la molécula en cuestión. Y hablamos de la década de los 50 del siglo pasado.
Woodward recibió el Premio Nobel de Química en 1965 por sus contribuciones a la síntesis de materiales naturales. Pero, curiosamente, ese mismo 1965 recibió el Nobel de Fisiología o Medicina Konrad Bloch, otro científico ligado al colesterol. Aunque Woodward (y otros como Robinson y su discípulo Cornforth, ambos Premio Nobel) fueron capaces de sentar uno de los hitos de la Química con la síntesis en el laboratorio del colesterol, ese proceso no reproducía la complicada vía que nuestro organismo utiliza para generar esa misma molécula. Para esa tarea había nacido Bloch, un tipo afortunado visto desde la distancia, aunque quizás él no pensara lo mismo.
Nacido alemán, en lo que hoy es Polonia, Bloch tuvo que poner mar de por medio para conservar su pellejo judío, gracias a los buenos oficios de Rudolph J. Anderson, de la Universidad de Yale. Un joven Bloch tuvo el atrevimiento de escribir respetuosamente (como buen alemán) a Anderson, para echarle en cara que uno de sus afamados artículos sobre el bacilo de la tuberculosis decía lo contrario de lo que él veía en sus propios experimentos: el mencionado bacilo no tenía colesterol, algo que parecían establecer los resultados de Anderson. Ahí se produjo el salto vital y científico de Bloch. Anderson (un buen tipo, sin duda) reconoció que Bloch tenía razón y que había trabajado mejor que su propio Grupo, le ayudó a salir de Alemania, le buscó un enchufe con su colega Hans T. Clarke en la Columbia University (las malas lenguas dicen que Clarke le aceptó porque Bloch tocaba el cello, el instrumento que más le ponía) y, como consecuencia de ello, se encaminó en la senda de lo que iba a ser su hoy conocida carrera científica. Que, finalmente, iba a acabar en el Nóbel del 65 por sus contribuciones a la biosíntesis del colesterol a partir del ácido acético, nuestro entrañable vinagre.
Las vueltas que da la vida......
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