La primera vez que oí el término castor oil fue cuando, hace muchos años (finales de los setenta, nada menos), mi Director de Tesis me largó una especie de monografía sobre poliuretanos. De forma tangencial, en un apartado casi olvidable, se hacía mención a ciertos poliuretanos en cuya formulación participaba el mencionado aceite. Mis menguados conocimientos de inglés de la época (ahora poco más) me hicieron traducir castor oil por aceite de castor, entendiendo que los citados animalitos exudarían alguna sustancia oleaginosa de la que yo nunca había oído hablar. La vergüenza que tuve que pasar, meses más tarde, en una conversación con una persona que conocía perfectamente el origen del citado aceite, es de las que se te quedan grabadas para siempre en la memoria y te hacen enrojecer cuando la recuerdas en la intimidad.
Porque castor oil es el término inglés para lo que en castellano llamamos aceite de ricino, un aceite derivado de las semillas, en forma de alubia, de la planta conocida botánicamente como Ricinus communis. El aceite que de esas alubias se deriva es una mezcla de grasas o triglicéridos, sustancias que surgen de la reacción de determinados ácidos grasos con la glicerina. En el caso del aceite de ricino, más del noventa por ciento de las grasas provienen de un ácido graso concreto, el ácido ricinoleico, mientras que el resto se derivan de otros ácidos grasos bien conocidos como el oleico o el linoleico.
El aceite de ricino forma pareja de baile con el aceite de hígado de bacalao, en la memoria de potingues que me administraron en mi tierna infancia. El segundo como fuente de vitaminas A y D (al menos en aquellas oscuras épocas) y el primero como laxante. Pero el aceite de ricino se usa y se ha usado para muchas cosas, incluida la preparación de determinados polímeros, su empleo en los primeros combustibles de aeromodelismo o la perversa aplicación diseñada por los Camisas Negras de Mussolini para cargarse opositores al régimen, a base de generarles diarreas severas con ingestas abundantes del aceitito en cuestión. Y, lo que a mi me interesa contar en esta entrada, el aceite de ricino, tan laxante él, es el componente fundamental de los sofisticados lápices de labios que pueblan los bolsos de nuestras chicas (mayormente).
El primer lápiz de labios comercializado lo fué en 1915, a partir de un colorante, la carmina, que surge de la cochinilla, producida por un insecto que se alimenta de cactus radicados en Méjico. Pero esos primeros lápices no eran indelebles o, lo que es lo mismo, marcaban todo lo que tocaban (algo que, digan lo que digan las grandes marcas, sigue sucediendo hoy en día, aunque en menor escala). Sin embargo, las cosas desde entonces han mejorado bastante. Hoy en día, una formulación clásica de un lápiz de labios lleva casi un 40% de aceite de ricino, un 20% de cera de abeja, un 10% de óxido de titanio, un 5% de colorantes y pigmentos y un 25% de otras cosas, que son las que más están cambiando en los últimos años, como consecuencia de las regulaciones existentes sobre ciertas sustancias que, como los ftalatos, han caído en desgracia por su nunca bien aclarada malignidad.
Es obvio que esta entrada contiene un aviso a navegantas. No me pasen mucho lápiz de labios al tracto digestivo manejando la lengua. Pueden acabar visitando con asiduidad los iconoclastas productos cerámicos del Sr. Roca.
Porque castor oil es el término inglés para lo que en castellano llamamos aceite de ricino, un aceite derivado de las semillas, en forma de alubia, de la planta conocida botánicamente como Ricinus communis. El aceite que de esas alubias se deriva es una mezcla de grasas o triglicéridos, sustancias que surgen de la reacción de determinados ácidos grasos con la glicerina. En el caso del aceite de ricino, más del noventa por ciento de las grasas provienen de un ácido graso concreto, el ácido ricinoleico, mientras que el resto se derivan de otros ácidos grasos bien conocidos como el oleico o el linoleico.
El aceite de ricino forma pareja de baile con el aceite de hígado de bacalao, en la memoria de potingues que me administraron en mi tierna infancia. El segundo como fuente de vitaminas A y D (al menos en aquellas oscuras épocas) y el primero como laxante. Pero el aceite de ricino se usa y se ha usado para muchas cosas, incluida la preparación de determinados polímeros, su empleo en los primeros combustibles de aeromodelismo o la perversa aplicación diseñada por los Camisas Negras de Mussolini para cargarse opositores al régimen, a base de generarles diarreas severas con ingestas abundantes del aceitito en cuestión. Y, lo que a mi me interesa contar en esta entrada, el aceite de ricino, tan laxante él, es el componente fundamental de los sofisticados lápices de labios que pueblan los bolsos de nuestras chicas (mayormente).
El primer lápiz de labios comercializado lo fué en 1915, a partir de un colorante, la carmina, que surge de la cochinilla, producida por un insecto que se alimenta de cactus radicados en Méjico. Pero esos primeros lápices no eran indelebles o, lo que es lo mismo, marcaban todo lo que tocaban (algo que, digan lo que digan las grandes marcas, sigue sucediendo hoy en día, aunque en menor escala). Sin embargo, las cosas desde entonces han mejorado bastante. Hoy en día, una formulación clásica de un lápiz de labios lleva casi un 40% de aceite de ricino, un 20% de cera de abeja, un 10% de óxido de titanio, un 5% de colorantes y pigmentos y un 25% de otras cosas, que son las que más están cambiando en los últimos años, como consecuencia de las regulaciones existentes sobre ciertas sustancias que, como los ftalatos, han caído en desgracia por su nunca bien aclarada malignidad.
Es obvio que esta entrada contiene un aviso a navegantas. No me pasen mucho lápiz de labios al tracto digestivo manejando la lengua. Pueden acabar visitando con asiduidad los iconoclastas productos cerámicos del Sr. Roca.
Yo también pensaba que era aceite de castor :P, jejeje, pero bueno, mi inglés ya está mucho mejor,
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