Con la frase que encabeza este post Stephen Hawking editó una conocida obra que recogía contribuciones seminales de gentes como Copérnico, Galileo, Kepler, Newton o Einstein. La frase suele atribuirse a Isaac Newton, que la usaba en una carta a su colega y enemigo Robert Hooke, fechada el 5 de febrero de 1676. Sin embargo, más de cinco siglos antes, en 1159, un tal John of Salisbury se la adjudicaba a un coetáneo suyo, Bernard de Chartres, que venía a decir que si comprendemos bien ciertas cosas y somos capaces de avanzar en ciertos temas, no es porque seamos más listos que nuestros antecesores sino, antes bien, porque, como un enano subido a hombros de un gigante, somos capaces de aprovechar lo aportado por los que nos han precedido e, igual que puede hacer el enano, mirar más lejos que el propio gigante.
Ya decía yo, sin embargo, en una anterior entrada, que no estaba muy de acuerdo con el tufillo elitista de la frase y me alineaba allí con las tesis de Primo Levi, un químico de a pie durante muchos años, a quien dedicaba aquel post. Los grandes en la Historia de la Ciencia (Galileo, Newton, Einstein y otros muchos) son gigantes indiscutibles, pero no dejan de ser una minoría frente a los innumerables enanos que les han preparado el camino y les han dado inestimables ideas y datos, a veces obtenidos con sangre, sudor y lágrimas. Amén de esos otros muchos enanos que "se han subido a sus espaldas", terminando el trabajo y contribuyendo a la mayor gloria (y a veces, dinero) de los genios en cuestión.
Si yo digo Ascanio Sobrero muchos de mis lectores pensarán que estoy hablando de un líder de masas populares de la izquierda republicana de los años treinta o de un modesto agricultor de Tierra de Campos. Nada más lejos de la realidad. Ascanio Sobrero fue un químico italiano que vivió en el siglo XIX y que fue discípulo (casi nada!) del mismísimo Justus von Liebig, uno de los gigantes en los balbuceos de la Química como Ciencia consolidada. El caso es que el Ascanio en cuestión debía ser un tío de posibles porque, cuando volvió de su periplo alemán, se instaló en Turín y se puso a ejercer como una especie de freelancer de la Ciencia (¡qué tiempos!). Sus primeros movimientos turineses se centraron en la reacción del ácido nítrico (nitración) con el algodón, un polímero de la familia de los polisacáridos y, consecuentemente, una molécula con muchos grupos hidroxilos (-OH). Por derivación natural acabó nitrando la glicerina o propanotriol, una molécula no polimérica pero con tres -OH en su estructura química. Y acabó obteniendo la nitroglicerina.
La verdad es que las historia de estos pioneros no tienen nada que envidiar a las de los que han descubierto el Polo Norte o han subido al Everest por primera vez. La reacción de la glicerina, en frío, con una mezcla de ácido nítrico y ácido sulfúrico es extraordinariamente exotérmica (se produce una gran cantidad de calor) y si nuestro Sobrero no refrigeraba el reactor convenientemente aquello detonaba con facilidad, lo que le ocasionó severas lesiones en una ocasión en la cara, además de unos cuantos sustos adicionales. Además, los químicos de la época se llevaban a la boca cualquier producto nuevo que generaban, con consecuencias insospechadas. Liebig, el maestro de Sobrero decía, con una cierta sorna, que un químico que gozara de buena salud no debía ser un buen químico.
En sus degustaciones de nitroglicerina, Sobrero cita (cual catador experimentado) que la nitroglicerina era dulce, aromática y un poco irritante pero que había que tener cuidado con ella porque si uno se pasaba en la cata el dolor de cabeza al día siguiente estaba asegurado.
Los devaneos de Sobrero con la nitroglicerina, cayeron en manos de Alfred Nobel que, mucho más listo que el italiano, decidió investigar, junto con su padre, en cómo controlar su capacidad de detonación. Tras muchos intentos y, de nuevo, no pocos accidentes, consiguieron absorber la nitroglicerina en gel de sílice creando así la dinamita, un producto que les hizo ricos en un grado tal que la pasta llega hasta los Premios Nobel de nuestros días.
Las derivaciones del explosivo producto de Sobrero no acabaron ahí. Como consecuencia de una serie de observaciones llevadas a cabo sobre los problemas de salud de los trabajadores de las factorías de la Dynamite Nobel, pronto se reconoció el carácter vasodilatador de la nitroglicerina y el propio Nobel, poco antes de su muerte, fue tratado con la molécula de Sobrero de una angina de pecho. Hoy sabemos, aunque sólo hace menos de treinta años que lo hemos conocido, que la acción vasodilatadora de la nitroglicerina es debida a que en el cuerpo humano acaba produciendo óxido nítrico (NO), una sencilla molécula que es capaz de dilatar el músculo cardíaco y paliar los efectos de una angina de pecho.
Y ahora la pregunta del millón con esta historia. ¿Quien fue aquí el gigante y quien el enano?. ¿Nobel, Sobrero, Liebig?. En cualquier caso, todo el mundo sabe algo de Alfred Nobel, su dinamita, su Fundación y sus Premios universales. Mientras, el pobre Sobrero yace en el sueño de los justos con su cara magullada y su maltrecho tracto digestivo. Nos queda como consuelo que Nobel fue un tío legal con Sobrero. Reconoció su contribución, le contrató como experto de su factoría de dinamita y, cuando murió, concedió una pensión vitalicia a su viuda. No ha sido siempre asi.
Ya decía yo, sin embargo, en una anterior entrada, que no estaba muy de acuerdo con el tufillo elitista de la frase y me alineaba allí con las tesis de Primo Levi, un químico de a pie durante muchos años, a quien dedicaba aquel post. Los grandes en la Historia de la Ciencia (Galileo, Newton, Einstein y otros muchos) son gigantes indiscutibles, pero no dejan de ser una minoría frente a los innumerables enanos que les han preparado el camino y les han dado inestimables ideas y datos, a veces obtenidos con sangre, sudor y lágrimas. Amén de esos otros muchos enanos que "se han subido a sus espaldas", terminando el trabajo y contribuyendo a la mayor gloria (y a veces, dinero) de los genios en cuestión.
Si yo digo Ascanio Sobrero muchos de mis lectores pensarán que estoy hablando de un líder de masas populares de la izquierda republicana de los años treinta o de un modesto agricultor de Tierra de Campos. Nada más lejos de la realidad. Ascanio Sobrero fue un químico italiano que vivió en el siglo XIX y que fue discípulo (casi nada!) del mismísimo Justus von Liebig, uno de los gigantes en los balbuceos de la Química como Ciencia consolidada. El caso es que el Ascanio en cuestión debía ser un tío de posibles porque, cuando volvió de su periplo alemán, se instaló en Turín y se puso a ejercer como una especie de freelancer de la Ciencia (¡qué tiempos!). Sus primeros movimientos turineses se centraron en la reacción del ácido nítrico (nitración) con el algodón, un polímero de la familia de los polisacáridos y, consecuentemente, una molécula con muchos grupos hidroxilos (-OH). Por derivación natural acabó nitrando la glicerina o propanotriol, una molécula no polimérica pero con tres -OH en su estructura química. Y acabó obteniendo la nitroglicerina.
La verdad es que las historia de estos pioneros no tienen nada que envidiar a las de los que han descubierto el Polo Norte o han subido al Everest por primera vez. La reacción de la glicerina, en frío, con una mezcla de ácido nítrico y ácido sulfúrico es extraordinariamente exotérmica (se produce una gran cantidad de calor) y si nuestro Sobrero no refrigeraba el reactor convenientemente aquello detonaba con facilidad, lo que le ocasionó severas lesiones en una ocasión en la cara, además de unos cuantos sustos adicionales. Además, los químicos de la época se llevaban a la boca cualquier producto nuevo que generaban, con consecuencias insospechadas. Liebig, el maestro de Sobrero decía, con una cierta sorna, que un químico que gozara de buena salud no debía ser un buen químico.
En sus degustaciones de nitroglicerina, Sobrero cita (cual catador experimentado) que la nitroglicerina era dulce, aromática y un poco irritante pero que había que tener cuidado con ella porque si uno se pasaba en la cata el dolor de cabeza al día siguiente estaba asegurado.
Los devaneos de Sobrero con la nitroglicerina, cayeron en manos de Alfred Nobel que, mucho más listo que el italiano, decidió investigar, junto con su padre, en cómo controlar su capacidad de detonación. Tras muchos intentos y, de nuevo, no pocos accidentes, consiguieron absorber la nitroglicerina en gel de sílice creando así la dinamita, un producto que les hizo ricos en un grado tal que la pasta llega hasta los Premios Nobel de nuestros días.
Las derivaciones del explosivo producto de Sobrero no acabaron ahí. Como consecuencia de una serie de observaciones llevadas a cabo sobre los problemas de salud de los trabajadores de las factorías de la Dynamite Nobel, pronto se reconoció el carácter vasodilatador de la nitroglicerina y el propio Nobel, poco antes de su muerte, fue tratado con la molécula de Sobrero de una angina de pecho. Hoy sabemos, aunque sólo hace menos de treinta años que lo hemos conocido, que la acción vasodilatadora de la nitroglicerina es debida a que en el cuerpo humano acaba produciendo óxido nítrico (NO), una sencilla molécula que es capaz de dilatar el músculo cardíaco y paliar los efectos de una angina de pecho.
Y ahora la pregunta del millón con esta historia. ¿Quien fue aquí el gigante y quien el enano?. ¿Nobel, Sobrero, Liebig?. En cualquier caso, todo el mundo sabe algo de Alfred Nobel, su dinamita, su Fundación y sus Premios universales. Mientras, el pobre Sobrero yace en el sueño de los justos con su cara magullada y su maltrecho tracto digestivo. Nos queda como consuelo que Nobel fue un tío legal con Sobrero. Reconoció su contribución, le contrató como experto de su factoría de dinamita y, cuando murió, concedió una pensión vitalicia a su viuda. No ha sido siempre asi.
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