Este domingo 18 de marzo que ahora concluye cierra una semana que ha puesto a prueba mi tradicional astenia primaveral. En medio de ella, el jueves 15, alcancé la pesada losa de los 55 años, con todo el rosario de celebraciones que eso supone. Entre otras una cata de vinos de las que solemos celebrar periódicamente mis colegas Jenaro Guisasola, Mikel Garmendia y un servidor, catas en las que Jenaro pone la ciencia y Mikel y yo las ganas de trasegar. En esta ocasión, Jenaro nos explicó, como nadie me lo había explicado, la rápida oxidación de los vinos que, en formato de una barrica completa (240 botellas), me vende el Club de Cosecheros de La Rioja Alta S.A. y los trucos (permitidos por la Denominación de Origen) para evitar la jodida formación de aldehidos que me deja el vino para tirarlo en solo unas cuantas horas tras la apertura de una botella. Trucos que parece esta Bodega ha decidido no seguir. De donde se colige el corolario de que botella abierta botella que hay que apurar de una sola tacada, caiga quien caiga.
Pero, para más actividad social, el lunes y el martes se ha celebrado el encuentro Diálogos de Cocina que ha vuelto a traer a Donosti a Harold McGee, un personaje que me acompaña en la foto de la izquierda, que Juanmari Arzak me dio la oportunidad de conocer hace más de un año y con el que, posteriormente, he mantenido una corta pero interesante correspondencia por email. En una entrada anterior, sobre los tomates, hice referencia a su monumental obra “On Food and Cooking”, una auténtica Biblia de la Gastronomía, con una repercusión excepcional en un mundo tan fragmentado, y muchas veces tan poco solidario, como el de los cocineros. Esta misma tarde de domingo he entrado en Google poniendo el nombre de Harold. Y he encontrado la friolera de 1.100.000 referencias. Juanmari Arzak da lugar a 293.000, mientras P.M. Echenique ( o su variante P.M. Etxenike) dan entre ambas unas 275.000. Si uno pone Iruin solo salen 40.800 de las que el noventa y mucho por ciento se deben al “cariño” con el que la prensa española, y los foros por ella patrocinados, tratan a mi hermano Iñigo. Así que, con esos ejemplos que me son tan próximos, queda explicada la cara de panoli que se me puso la noche del 20 de enero de 2006 cuando, después de cenar con Harold en Vinagres (Arzak para los iniciados), gracias a la amistosa invitación de nuestro cocinero más universal, me volví a mi casa a buscar por internet, como un poseso, algo de información sobre aquel misterioso compañero de cena. Porque, todo hay que reconocerlo, Juanmari no me había dado muchos detalles y yo no había oído hablar de él en mi vida.
Así que este viernes 16, mi chica (que no habla inglés pero que se hace entender lo mismo con un yankee que con un oriental) y un servidor nos fuimos con Harold a cenar a Urepel. En realidad, podíamos haber elegido otros sitios en los que, probablemente, hubiéramos sido tratados de maravilla al llegar con tan insigne invitado, pero más de treinta años en común tienen estas cosas y la decisión fue contundente. El inefable y nunca bien ponderado Tomás Almandoz, creador de Urepel, al que un traicionero cáncer se llevó demasiado pronto, tenía un particular desapego a críticos y publicaciones gastronómicas, al entender su escaso fundamento en muchos casos. Algo que Harold, que no se dedica a la crítica gastronómica sino a la divulgación de los aspectos científicos que hay bajo la gastronomía, también mantiene. Así que nuestra agradecida memoria a Tomás bien se merecía que nos fuéramos a Urepel con nuestro invitado al que, en el transcurso de la cena, procuramos transmitir el espíritu de su primer dueño.
Pero la cena sirvió además para confirmar algo que yo ya había atisbado con anterioridad. Harold y yo (como ya antes me ha pasado con otros contados colegas) somos un poco almas gemelas. Tenemos la misma edad con unas pocas semanas de diferencia. Ambos tendemos a la discreción en grado sumo y, por ello, nos gustaría desaparecer como por ensalmo de la mayoría de los saraos en los que, inevitablemente, nos vemos obligados a participar. Ambos tenemos un sentimiento trágico de la vida, aunque los dos hemos disfrutado y disfrutamos de la suerte que hemos tenido al poder vivir de algo en lo que nos hemos apasionado. A los dos nos gusta el vino tinto para acompañar el plato que sea, siempre que uno y otro estén buenos. Y los dos, aunque por mi parte sea pretenciosa la frase, mantenemos un discurso bastante similar sobre la nueva ola de cocina creativa que se nos está viniendo encima. Y voy a detallar nuestras coincidencias empezando por el curioso nombre que parece aceptarse para ese movimiento.
En el último número de la revista editada por Euro-Toques, la organización europea de cocineros que ha organizado el evento que ha traído a Harold a Euskadi, había un diálogo entre él y Davide Cassi, un físico italiano también muy implicado en estas cuestiones en torno a la cocina. Ambos mostraban su desacuerdo con el nombre de Molecular Gastronomy asignado a este incipiente revolcón de los cimientos de la cocina tradicional y de su primera revolución o Nueva Cocina. La verdad es que el término no puede sonar más ridículo a los que tenemos algo que ver con la Química, la Física o la Biología. Y dice bien poco de quien, como Hervé This, parece empeñado en propagarla.
Las resonancias del nombre me recuerdan una anécdota sufrida en mis propias carnes. Hace bastante años, debido a la muerte de mi padre científico, el Prof. G.M. Guzmán, me vi obligado a dirigir un Curso de Verano de la UPV/EHU que él había organizado. Una periodista de El Mundo (¡qué casualidad, con el cariño que yo tengo a pedrojota!) vino a hacerme una entrevista y quiso saber qué era eso de los polímeros. Yo le expliqué, con mi reconocida capacidad divulgativa (¿o no? queridos lectores), que un polímero es una larga cadena de átomos unidos entre sí y que ese carácter de larga cadena le confería propiedades que no tienen otras sustancias o materiales. Al día siguiente, el encabezado de la noticia de El Mundo que hacía referencia a nuestro Curso decía: Juan J. Iruin, especialista en átomos. ¡Toma del frasco!. Yo trataba de explicar las peculiares propiedades de un polímero a partir de su carácter de cadena de átomos y la periodista se quedó con los átomos, que parece le atraían más. Pues aquí es algo parecido.
Pasando a otro nivel, el movimiento pretende renovar las bases de la restauración sobre la idea general de un mejor conocimiento (científico se añade en muchos casos) de los ingredientes y de las técnicas de cocción. Hasta aquí nada que objetar. Pero para cualquier observador cuidadoso que sepa hacer bibliografía, es obvio que muchas de esas bases están puestas y bien puestas desde hace bastantes años en artículos científicos de revistas de reconocido prestigio como el Journal of Food Science u otras similares. Y en muchos de esos artículos, junto a científicos de relieve en el campo, aparecen tecnólogos de industrias importantes del ramo de la alimentación (Danone, Nestlé, etc.). Industrias alimentarias que han sido pasto de las críticas más acerbas de muchos de los cocineros de más tilín, al entender que se trata de “cocina industrial” frente a la mucho más saludable y exquisita “cocina casera o tradicional” de toda la vida. Una dicotomía no muy alejada, en planteamientos y contenidos, a la de natural o sintético que tantas veces hemos mencionado en este blog. Y ejemplos notorios sobre esas críticas tengo varios en la recámara de mis archivos pero no es cuestión de molestar.
Ahora resulta que los restaurantes de más postín (y la pléyade de arribistas con buenas y malas intenciones que les siguen) han descubierto térmicos y técnicas como liofilizar, centrifugar, extraer, filtrar en placa filtrante, precipitar o coagular, cocinar o envasar a vacío, emplear temperaturas controladas mediante termostatos, trabajar a bajas temperaturas utilizando nitrógeno líquido o nieve carbónica, añadir los mismos espesantes o estabilizantes que aparecen en las etiquetas de muchos alimentos preparados con las siglas E-algo y un variado etcétera. No quiero decir con esto que ello empañe la labor de auténticos cracks de la cocina como los equipos liderados por Adriá, Aduriz o Arzak, que han sabido adaptar ese conocimiento a la preparación de joyas únicas para la vista, el olfato y el sabor. Pero creo que estas figuras tienen contraida la deuda de realizar una labor concienzuda de educación popular, reconociendo que su actual “cresta de la ola” se basa en gran parte en una labor desarrollada hace años por empresas cuyo único objetivo, si uno lee determinadas publicaciones, parece ser el alejarnos de nuestros orígenes, forrarse a nuestra costa y envenenarnos de vez en cuando.
Al hilo de la anterior consideración y teniendo en cuenta que el movimiento puede propagarse como la pólvora, a mucha mayor velocidad de lo que lo hizo el movimiento de la Nueva Cocina en los ochenta, cabe una nueva digresión. ¿Quien controla los posibles peligros de estos experimentos innovadores?. No cuento nada que no sea público si relato aquí lo que Ferrán Adriá contó en uno de los Congresos sobre Gastronomía que se celebran en Donosti en el mes de noviembre. Hablando de los alginatos que él coagula o precipita en disoluciones de iones calcio como una manera de encerrar en un envoltorio sutil y bamboleante diferentes cosas para degustar, el catalán genial reconocía que sus primeros experimentos con los alginatos que entonces encontraba en el mercado o le conseguían, causaron más de un desarreglo intestinal a los “afortunados” amigos que probaban por primera vez la vialidad de estas hoy reconocidas exquisiteces. Y que tuvo que mover mucho el culo para dar con una fuente de la que extraer alginatos que fueran asimilables sin problemas. La búsqueda le ha proporcionado pingües beneficios (ah, los catalanes), porque ahora comercializa esos alginatos inofensivos a través de una empresa en la que él participa.
El caso es que, mientras que a una empresa alimentaria la controlan las autoridades sanitarias y los cada vez más peleones usuarios, un restaurador que se meta a investigador molecular funciona sobre la base de su leal saber y entender y el tracto intestinal de los amigos, en clásicos experimentos de “prueba y error”.
Y para muestra un botón. Este mismo domingo 18, la casualidad ha hecho que haya acabado invitando a mi familia bilbaína a comer en el reputado Etxebarri del valle de Atxondo. Nada que objetar al emplazamiento (ver la foto de la derecha en el encabezado). Nada que objetar a su consolidada fama de hacer una cocina de mercado con excelentes productos de temporada, con carnes bien seleccionadas, con pescados intachables. Nada que objetar al punto de sus cocciones, aunque tengo que reconocer que ver salir las chuletas recubiertas de una capa tan homogénea de lo que un químico llamaría negro de humo, causa un cierto reparo al principio, reparo que se diluye al comerlas. Pero la ola de innovación que recorre este pequeño país hace que el chef del sitio venda su aportación innovadora a la gastronomía sobre la base del eficiente uso que hace de las brasas y de artilugios preparados para ello, su investigación sobre el empleo de diferentes tipos de maderas para conseguir sabores diferentes durante el proceso, etc. Y sobre esa base, llega a ofrecer en el menú caviar y angulas a la brasa, algo que (sobre todo en el caso del caviar) dejó boquiabierto al mismísimo Harold McGee, que había estado en el mismo restaurante cuatro días antes que El Búho y su familia.
Yo comí bien (sin pasarse), pagué bastante para lo que uso en otros sitios de similar o mejor nivel y no me pasó nada. Pero me fui del lugar con un cierto regocijo interior, pensando en la que yo podía armar si me dedicara a insistir (en alguna entrada de este blog ya he dejado algo incipiente) sobre la química intrínseca al uso de las brasas y el fuego, sobre la composición de los humos de esas brasas, sobre los nocivos productos químicos que pueden acompañar a ese tipo de cocción y que acaban en el alimento. Aunque no lo haré porque, como dicen los gitanos, es mejor morir de humo que de hambre. Pero no deja de sorprenderme esta alegría con la que se acepta, sin cromatógrafos, sin cuantificación en términos de ppbs, sin control sanitario rutinario, las cosas que nos ponen en el plato, en una sociedad aparentemente tan concienciada en estos aspectos cuando se trata de evaluar un plato precocinado o un bote de mayonesa industrial...
Así que no pretendo asustar, solo incitar a la revisión de ciertas actitudes sectarias. Es ya notorio que soy un fiel seguidor de Paracelso y que estoy dispuesto a admitir dosis moderadas de cualquier veneno, compuesto cancerígeno o similares antes de morir de aburrimiento.
Pero, para más actividad social, el lunes y el martes se ha celebrado el encuentro Diálogos de Cocina que ha vuelto a traer a Donosti a Harold McGee, un personaje que me acompaña en la foto de la izquierda, que Juanmari Arzak me dio la oportunidad de conocer hace más de un año y con el que, posteriormente, he mantenido una corta pero interesante correspondencia por email. En una entrada anterior, sobre los tomates, hice referencia a su monumental obra “On Food and Cooking”, una auténtica Biblia de la Gastronomía, con una repercusión excepcional en un mundo tan fragmentado, y muchas veces tan poco solidario, como el de los cocineros. Esta misma tarde de domingo he entrado en Google poniendo el nombre de Harold. Y he encontrado la friolera de 1.100.000 referencias. Juanmari Arzak da lugar a 293.000, mientras P.M. Echenique ( o su variante P.M. Etxenike) dan entre ambas unas 275.000. Si uno pone Iruin solo salen 40.800 de las que el noventa y mucho por ciento se deben al “cariño” con el que la prensa española, y los foros por ella patrocinados, tratan a mi hermano Iñigo. Así que, con esos ejemplos que me son tan próximos, queda explicada la cara de panoli que se me puso la noche del 20 de enero de 2006 cuando, después de cenar con Harold en Vinagres (Arzak para los iniciados), gracias a la amistosa invitación de nuestro cocinero más universal, me volví a mi casa a buscar por internet, como un poseso, algo de información sobre aquel misterioso compañero de cena. Porque, todo hay que reconocerlo, Juanmari no me había dado muchos detalles y yo no había oído hablar de él en mi vida.
Así que este viernes 16, mi chica (que no habla inglés pero que se hace entender lo mismo con un yankee que con un oriental) y un servidor nos fuimos con Harold a cenar a Urepel. En realidad, podíamos haber elegido otros sitios en los que, probablemente, hubiéramos sido tratados de maravilla al llegar con tan insigne invitado, pero más de treinta años en común tienen estas cosas y la decisión fue contundente. El inefable y nunca bien ponderado Tomás Almandoz, creador de Urepel, al que un traicionero cáncer se llevó demasiado pronto, tenía un particular desapego a críticos y publicaciones gastronómicas, al entender su escaso fundamento en muchos casos. Algo que Harold, que no se dedica a la crítica gastronómica sino a la divulgación de los aspectos científicos que hay bajo la gastronomía, también mantiene. Así que nuestra agradecida memoria a Tomás bien se merecía que nos fuéramos a Urepel con nuestro invitado al que, en el transcurso de la cena, procuramos transmitir el espíritu de su primer dueño.
Pero la cena sirvió además para confirmar algo que yo ya había atisbado con anterioridad. Harold y yo (como ya antes me ha pasado con otros contados colegas) somos un poco almas gemelas. Tenemos la misma edad con unas pocas semanas de diferencia. Ambos tendemos a la discreción en grado sumo y, por ello, nos gustaría desaparecer como por ensalmo de la mayoría de los saraos en los que, inevitablemente, nos vemos obligados a participar. Ambos tenemos un sentimiento trágico de la vida, aunque los dos hemos disfrutado y disfrutamos de la suerte que hemos tenido al poder vivir de algo en lo que nos hemos apasionado. A los dos nos gusta el vino tinto para acompañar el plato que sea, siempre que uno y otro estén buenos. Y los dos, aunque por mi parte sea pretenciosa la frase, mantenemos un discurso bastante similar sobre la nueva ola de cocina creativa que se nos está viniendo encima. Y voy a detallar nuestras coincidencias empezando por el curioso nombre que parece aceptarse para ese movimiento.
En el último número de la revista editada por Euro-Toques, la organización europea de cocineros que ha organizado el evento que ha traído a Harold a Euskadi, había un diálogo entre él y Davide Cassi, un físico italiano también muy implicado en estas cuestiones en torno a la cocina. Ambos mostraban su desacuerdo con el nombre de Molecular Gastronomy asignado a este incipiente revolcón de los cimientos de la cocina tradicional y de su primera revolución o Nueva Cocina. La verdad es que el término no puede sonar más ridículo a los que tenemos algo que ver con la Química, la Física o la Biología. Y dice bien poco de quien, como Hervé This, parece empeñado en propagarla.
Las resonancias del nombre me recuerdan una anécdota sufrida en mis propias carnes. Hace bastante años, debido a la muerte de mi padre científico, el Prof. G.M. Guzmán, me vi obligado a dirigir un Curso de Verano de la UPV/EHU que él había organizado. Una periodista de El Mundo (¡qué casualidad, con el cariño que yo tengo a pedrojota!) vino a hacerme una entrevista y quiso saber qué era eso de los polímeros. Yo le expliqué, con mi reconocida capacidad divulgativa (¿o no? queridos lectores), que un polímero es una larga cadena de átomos unidos entre sí y que ese carácter de larga cadena le confería propiedades que no tienen otras sustancias o materiales. Al día siguiente, el encabezado de la noticia de El Mundo que hacía referencia a nuestro Curso decía: Juan J. Iruin, especialista en átomos. ¡Toma del frasco!. Yo trataba de explicar las peculiares propiedades de un polímero a partir de su carácter de cadena de átomos y la periodista se quedó con los átomos, que parece le atraían más. Pues aquí es algo parecido.
Pasando a otro nivel, el movimiento pretende renovar las bases de la restauración sobre la idea general de un mejor conocimiento (científico se añade en muchos casos) de los ingredientes y de las técnicas de cocción. Hasta aquí nada que objetar. Pero para cualquier observador cuidadoso que sepa hacer bibliografía, es obvio que muchas de esas bases están puestas y bien puestas desde hace bastantes años en artículos científicos de revistas de reconocido prestigio como el Journal of Food Science u otras similares. Y en muchos de esos artículos, junto a científicos de relieve en el campo, aparecen tecnólogos de industrias importantes del ramo de la alimentación (Danone, Nestlé, etc.). Industrias alimentarias que han sido pasto de las críticas más acerbas de muchos de los cocineros de más tilín, al entender que se trata de “cocina industrial” frente a la mucho más saludable y exquisita “cocina casera o tradicional” de toda la vida. Una dicotomía no muy alejada, en planteamientos y contenidos, a la de natural o sintético que tantas veces hemos mencionado en este blog. Y ejemplos notorios sobre esas críticas tengo varios en la recámara de mis archivos pero no es cuestión de molestar.
Ahora resulta que los restaurantes de más postín (y la pléyade de arribistas con buenas y malas intenciones que les siguen) han descubierto térmicos y técnicas como liofilizar, centrifugar, extraer, filtrar en placa filtrante, precipitar o coagular, cocinar o envasar a vacío, emplear temperaturas controladas mediante termostatos, trabajar a bajas temperaturas utilizando nitrógeno líquido o nieve carbónica, añadir los mismos espesantes o estabilizantes que aparecen en las etiquetas de muchos alimentos preparados con las siglas E-algo y un variado etcétera. No quiero decir con esto que ello empañe la labor de auténticos cracks de la cocina como los equipos liderados por Adriá, Aduriz o Arzak, que han sabido adaptar ese conocimiento a la preparación de joyas únicas para la vista, el olfato y el sabor. Pero creo que estas figuras tienen contraida la deuda de realizar una labor concienzuda de educación popular, reconociendo que su actual “cresta de la ola” se basa en gran parte en una labor desarrollada hace años por empresas cuyo único objetivo, si uno lee determinadas publicaciones, parece ser el alejarnos de nuestros orígenes, forrarse a nuestra costa y envenenarnos de vez en cuando.
Al hilo de la anterior consideración y teniendo en cuenta que el movimiento puede propagarse como la pólvora, a mucha mayor velocidad de lo que lo hizo el movimiento de la Nueva Cocina en los ochenta, cabe una nueva digresión. ¿Quien controla los posibles peligros de estos experimentos innovadores?. No cuento nada que no sea público si relato aquí lo que Ferrán Adriá contó en uno de los Congresos sobre Gastronomía que se celebran en Donosti en el mes de noviembre. Hablando de los alginatos que él coagula o precipita en disoluciones de iones calcio como una manera de encerrar en un envoltorio sutil y bamboleante diferentes cosas para degustar, el catalán genial reconocía que sus primeros experimentos con los alginatos que entonces encontraba en el mercado o le conseguían, causaron más de un desarreglo intestinal a los “afortunados” amigos que probaban por primera vez la vialidad de estas hoy reconocidas exquisiteces. Y que tuvo que mover mucho el culo para dar con una fuente de la que extraer alginatos que fueran asimilables sin problemas. La búsqueda le ha proporcionado pingües beneficios (ah, los catalanes), porque ahora comercializa esos alginatos inofensivos a través de una empresa en la que él participa.
El caso es que, mientras que a una empresa alimentaria la controlan las autoridades sanitarias y los cada vez más peleones usuarios, un restaurador que se meta a investigador molecular funciona sobre la base de su leal saber y entender y el tracto intestinal de los amigos, en clásicos experimentos de “prueba y error”.
Y para muestra un botón. Este mismo domingo 18, la casualidad ha hecho que haya acabado invitando a mi familia bilbaína a comer en el reputado Etxebarri del valle de Atxondo. Nada que objetar al emplazamiento (ver la foto de la derecha en el encabezado). Nada que objetar a su consolidada fama de hacer una cocina de mercado con excelentes productos de temporada, con carnes bien seleccionadas, con pescados intachables. Nada que objetar al punto de sus cocciones, aunque tengo que reconocer que ver salir las chuletas recubiertas de una capa tan homogénea de lo que un químico llamaría negro de humo, causa un cierto reparo al principio, reparo que se diluye al comerlas. Pero la ola de innovación que recorre este pequeño país hace que el chef del sitio venda su aportación innovadora a la gastronomía sobre la base del eficiente uso que hace de las brasas y de artilugios preparados para ello, su investigación sobre el empleo de diferentes tipos de maderas para conseguir sabores diferentes durante el proceso, etc. Y sobre esa base, llega a ofrecer en el menú caviar y angulas a la brasa, algo que (sobre todo en el caso del caviar) dejó boquiabierto al mismísimo Harold McGee, que había estado en el mismo restaurante cuatro días antes que El Búho y su familia.
Yo comí bien (sin pasarse), pagué bastante para lo que uso en otros sitios de similar o mejor nivel y no me pasó nada. Pero me fui del lugar con un cierto regocijo interior, pensando en la que yo podía armar si me dedicara a insistir (en alguna entrada de este blog ya he dejado algo incipiente) sobre la química intrínseca al uso de las brasas y el fuego, sobre la composición de los humos de esas brasas, sobre los nocivos productos químicos que pueden acompañar a ese tipo de cocción y que acaban en el alimento. Aunque no lo haré porque, como dicen los gitanos, es mejor morir de humo que de hambre. Pero no deja de sorprenderme esta alegría con la que se acepta, sin cromatógrafos, sin cuantificación en términos de ppbs, sin control sanitario rutinario, las cosas que nos ponen en el plato, en una sociedad aparentemente tan concienciada en estos aspectos cuando se trata de evaluar un plato precocinado o un bote de mayonesa industrial...
Así que no pretendo asustar, solo incitar a la revisión de ciertas actitudes sectarias. Es ya notorio que soy un fiel seguidor de Paracelso y que estoy dispuesto a admitir dosis moderadas de cualquier veneno, compuesto cancerígeno o similares antes de morir de aburrimiento.
"Ni mucho que te quemes, ni poco que te hieles"...Así decía mi abuelita, y creo que tenía razón.
ResponderEliminar¿Has comido salmón ahumado? Es exquisito, pero dan tiritones al ver cómo se hace...con aserrín que produce el humo..pero si lo comes de vez en cuando, se te quitan las culpas...y los miedos.
Gracias Gabriela porque me has "obligado" a releerme un post que ya tiene dos años. Y me he congratulado con mi propia consistencia. Tras dos años, lo que allí decía cada día me parece más claro. De hecho, la semana que viene voy a dar en Madrid una charla que se titula "Gastronomía Molecular: una visión escéptica"
ResponderEliminar