domingo, 18 de marzo de 2007

Semana intensa y placentera

Este domingo 18 de marzo que ahora concluye cierra una semana que ha puesto a prueba mi tradicional astenia primaveral. En medio de ella, el jueves 15, alcancé la pesada losa de los 55 años, con todo el rosario de celebraciones que eso supone. Entre otras una cata de vinos de las que solemos celebrar periódicamente mis colegas Jenaro Guisasola, Mikel Garmendia y un servidor, catas en las que Jenaro pone la ciencia y Mikel y yo las ganas de trasegar. En esta ocasión, Jenaro nos explicó, como nadie me lo había explicado, la rápida oxidación de los vinos que, en formato de una barrica completa (240 botellas), me vende el Club de Cosecheros de La Rioja Alta S.A. y los trucos (permitidos por la Denominación de Origen) para evitar la jodida formación de aldehidos que me deja el vino para tirarlo en solo unas cuantas horas tras la apertura de una botella. Trucos que parece esta Bodega ha decidido no seguir. De donde se colige el corolario de que botella abierta botella que hay que apurar de una sola tacada, caiga quien caiga.

Pero, para más actividad social, el lunes y el martes se ha celebrado el encuentro Diálogos de Cocina que ha vuelto a traer a Donosti a Harold McGee, un personaje que me acompaña en la foto de la izquierda, que Juanmari Arzak me dio la oportunidad de conocer hace más de un año y con el que, posteriormente, he mantenido una corta pero interesante correspondencia por email. En una entrada anterior, sobre los tomates, hice referencia a su monumental obra “On Food and Cooking”, una auténtica Biblia de la Gastronomía, con una repercusión excepcional en un mundo tan fragmentado, y muchas veces tan poco solidario, como el de los cocineros. Esta misma tarde de domingo he entrado en Google poniendo el nombre de Harold. Y he encontrado la friolera de 1.100.000 referencias. Juanmari Arzak da lugar a 293.000, mientras P.M. Echenique ( o su variante P.M. Etxenike) dan entre ambas unas 275.000. Si uno pone Iruin solo salen 40.800 de las que el noventa y mucho por ciento se deben al “cariño” con el que la prensa española, y los foros por ella patrocinados, tratan a mi hermano Iñigo. Así que, con esos ejemplos que me son tan próximos, queda explicada la cara de panoli que se me puso la noche del 20 de enero de 2006 cuando, después de cenar con Harold en Vinagres (Arzak para los iniciados), gracias a la amistosa invitación de nuestro cocinero más universal, me volví a mi casa a buscar por internet, como un poseso, algo de información sobre aquel misterioso compañero de cena. Porque, todo hay que reconocerlo, Juanmari no me había dado muchos detalles y yo no había oído hablar de él en mi vida.

Así que este viernes 16, mi chica (que no habla inglés pero que se hace entender lo mismo con un yankee que con un oriental) y un servidor nos fuimos con Harold a cenar a Urepel. En realidad, podíamos haber elegido otros sitios en los que, probablemente, hubiéramos sido tratados de maravilla al llegar con tan insigne invitado, pero más de treinta años en común tienen estas cosas y la decisión fue contundente. El inefable y nunca bien ponderado Tomás Almandoz, creador de Urepel, al que un traicionero cáncer se llevó demasiado pronto, tenía un particular desapego a críticos y publicaciones gastronómicas, al entender su escaso fundamento en muchos casos. Algo que Harold, que no se dedica a la crítica gastronómica sino a la divulgación de los aspectos científicos que hay bajo la gastronomía, también mantiene. Así que nuestra agradecida memoria a Tomás bien se merecía que nos fuéramos a Urepel con nuestro invitado al que, en el transcurso de la cena, procuramos transmitir el espíritu de su primer dueño.

Pero la cena sirvió además para confirmar algo que yo ya había atisbado con anterioridad. Harold y yo (como ya antes me ha pasado con otros contados colegas) somos un poco almas gemelas. Tenemos la misma edad con unas pocas semanas de diferencia. Ambos tendemos a la discreción en grado sumo y, por ello, nos gustaría desaparecer como por ensalmo de la mayoría de los saraos en los que, inevitablemente, nos vemos obligados a participar. Ambos tenemos un sentimiento trágico de la vida, aunque los dos hemos disfrutado y disfrutamos de la suerte que hemos tenido al poder vivir de algo en lo que nos hemos apasionado. A los dos nos gusta el vino tinto para acompañar el plato que sea, siempre que uno y otro estén buenos. Y los dos, aunque por mi parte sea pretenciosa la frase, mantenemos un discurso bastante similar sobre la nueva ola de cocina creativa que se nos está viniendo encima. Y voy a detallar nuestras coincidencias empezando por el curioso nombre que parece aceptarse para ese movimiento.

En el último número de la revista editada por Euro-Toques, la organización europea de cocineros que ha organizado el evento que ha traído a Harold a Euskadi, había un diálogo entre él y Davide Cassi, un físico italiano también muy implicado en estas cuestiones en torno a la cocina. Ambos mostraban su desacuerdo con el nombre de Molecular Gastronomy asignado a este incipiente revolcón de los cimientos de la cocina tradicional y de su primera revolución o Nueva Cocina. La verdad es que el término no puede sonar más ridículo a los que tenemos algo que ver con la Química, la Física o la Biología. Y dice bien poco de quien, como Hervé This, parece empeñado en propagarla.

Las resonancias del nombre me recuerdan una anécdota sufrida en mis propias carnes. Hace bastante años, debido a la muerte de mi padre científico, el Prof. G.M. Guzmán, me vi obligado a dirigir un Curso de Verano de la UPV/EHU que él había organizado. Una periodista de El Mundo (¡qué casualidad, con el cariño que yo tengo a pedrojota!) vino a hacerme una entrevista y quiso saber qué era eso de los polímeros. Yo le expliqué, con mi reconocida capacidad divulgativa (¿o no? queridos lectores), que un polímero es una larga cadena de átomos unidos entre sí y que ese carácter de larga cadena le confería propiedades que no tienen otras sustancias o materiales. Al día siguiente, el encabezado de la noticia de El Mundo que hacía referencia a nuestro Curso decía: Juan J. Iruin, especialista en átomos. ¡Toma del frasco!. Yo trataba de explicar las peculiares propiedades de un polímero a partir de su carácter de cadena de átomos y la periodista se quedó con los átomos, que parece le atraían más. Pues aquí es algo parecido.

Pasando a otro nivel, el movimiento pretende renovar las bases de la restauración sobre la idea general de un mejor conocimiento (científico se añade en muchos casos) de los ingredientes y de las técnicas de cocción. Hasta aquí nada que objetar. Pero para cualquier observador cuidadoso que sepa hacer bibliografía, es obvio que muchas de esas bases están puestas y bien puestas desde hace bastantes años en artículos científicos de revistas de reconocido prestigio como el Journal of Food Science u otras similares. Y en muchos de esos artículos, junto a científicos de relieve en el campo, aparecen tecnólogos de industrias importantes del ramo de la alimentación (Danone, Nestlé, etc.). Industrias alimentarias que han sido pasto de las críticas más acerbas de muchos de los cocineros de más tilín, al entender que se trata de “cocina industrial” frente a la mucho más saludable y exquisita “cocina casera o tradicional” de toda la vida. Una dicotomía no muy alejada, en planteamientos y contenidos, a la de natural o sintético que tantas veces hemos mencionado en este blog. Y ejemplos notorios sobre esas críticas tengo varios en la recámara de mis archivos pero no es cuestión de molestar.

Ahora resulta que los restaurantes de más postín (y la pléyade de arribistas con buenas y malas intenciones que les siguen) han descubierto térmicos y técnicas como liofilizar, centrifugar, extraer, filtrar en placa filtrante, precipitar o coagular, cocinar o envasar a vacío, emplear temperaturas controladas mediante termostatos, trabajar a bajas temperaturas utilizando nitrógeno líquido o nieve carbónica, añadir los mismos espesantes o estabilizantes que aparecen en las etiquetas de muchos alimentos preparados con las siglas E-algo y un variado etcétera. No quiero decir con esto que ello empañe la labor de auténticos cracks de la cocina como los equipos liderados por Adriá, Aduriz o Arzak, que han sabido adaptar ese conocimiento a la preparación de joyas únicas para la vista, el olfato y el sabor. Pero creo que estas figuras tienen contraida la deuda de realizar una labor concienzuda de educación popular, reconociendo que su actual “cresta de la ola” se basa en gran parte en una labor desarrollada hace años por empresas cuyo único objetivo, si uno lee determinadas publicaciones, parece ser el alejarnos de nuestros orígenes, forrarse a nuestra costa y envenenarnos de vez en cuando.

Al hilo de la anterior consideración y teniendo en cuenta que el movimiento puede propagarse como la pólvora, a mucha mayor velocidad de lo que lo hizo el movimiento de la Nueva Cocina en los ochenta, cabe una nueva digresión. ¿Quien controla los posibles peligros de estos experimentos innovadores?. No cuento nada que no sea público si relato aquí lo que Ferrán Adriá contó en uno de los Congresos sobre Gastronomía que se celebran en Donosti en el mes de noviembre. Hablando de los alginatos que él coagula o precipita en disoluciones de iones calcio como una manera de encerrar en un envoltorio sutil y bamboleante diferentes cosas para degustar, el catalán genial reconocía que sus primeros experimentos con los alginatos que entonces encontraba en el mercado o le conseguían, causaron más de un desarreglo intestinal a los “afortunados” amigos que probaban por primera vez la vialidad de estas hoy reconocidas exquisiteces. Y que tuvo que mover mucho el culo para dar con una fuente de la que extraer alginatos que fueran asimilables sin problemas. La búsqueda le ha proporcionado pingües beneficios (ah, los catalanes), porque ahora comercializa esos alginatos inofensivos a través de una empresa en la que él participa.

El caso es que, mientras que a una empresa alimentaria la controlan las autoridades sanitarias y los cada vez más peleones usuarios, un restaurador que se meta a investigador molecular funciona sobre la base de su leal saber y entender y el tracto intestinal de los amigos, en clásicos experimentos de “prueba y error”.

Y para muestra un botón. Este mismo domingo 18, la casualidad ha hecho que haya acabado invitando a mi familia bilbaína a comer en el reputado Etxebarri del valle de Atxondo. Nada que objetar al emplazamiento (ver la foto de la derecha en el encabezado). Nada que objetar a su consolidada fama de hacer una cocina de mercado con excelentes productos de temporada, con carnes bien seleccionadas, con pescados intachables. Nada que objetar al punto de sus cocciones, aunque tengo que reconocer que ver salir las chuletas recubiertas de una capa tan homogénea de lo que un químico llamaría negro de humo, causa un cierto reparo al principio, reparo que se diluye al comerlas. Pero la ola de innovación que recorre este pequeño país hace que el chef del sitio venda su aportación innovadora a la gastronomía sobre la base del eficiente uso que hace de las brasas y de artilugios preparados para ello, su investigación sobre el empleo de diferentes tipos de maderas para conseguir sabores diferentes durante el proceso, etc. Y sobre esa base, llega a ofrecer en el menú caviar y angulas a la brasa, algo que (sobre todo en el caso del caviar) dejó boquiabierto al mismísimo Harold McGee, que había estado en el mismo restaurante cuatro días antes que El Búho y su familia.

Yo comí bien (sin pasarse), pagué bastante para lo que uso en otros sitios de similar o mejor nivel y no me pasó nada. Pero me fui del lugar con un cierto regocijo interior, pensando en la que yo podía armar si me dedicara a insistir (en alguna entrada de este blog ya he dejado algo incipiente) sobre la química intrínseca al uso de las brasas y el fuego, sobre la composición de los humos de esas brasas, sobre los nocivos productos químicos que pueden acompañar a ese tipo de cocción y que acaban en el alimento. Aunque no lo haré porque, como dicen los gitanos, es mejor morir de humo que de hambre. Pero no deja de sorprenderme esta alegría con la que se acepta, sin cromatógrafos, sin cuantificación en términos de ppbs, sin control sanitario rutinario, las cosas que nos ponen en el plato, en una sociedad aparentemente tan concienciada en estos aspectos cuando se trata de evaluar un plato precocinado o un bote de mayonesa industrial...

Así que no pretendo asustar, solo incitar a la revisión de ciertas actitudes sectarias. Es ya notorio que soy un fiel seguidor de Paracelso y que estoy dispuesto a admitir dosis moderadas de cualquier veneno, compuesto cancerígeno o similares antes de morir de aburrimiento.

viernes, 9 de marzo de 2007

Once again, golf.

Ese fino golfista que veis a la izquierda, atacando uno de los deliciosos pares tres del campo de Moliets, en plenas Landas francesas, no es otro que el laureado escritor de este blog al que todos admiráis. Deberíais analizar con detalle la depurada técnica, la elegante postura y el asombro del contrincante, el amigo Pablo Rezola (hoy en día mucho más estilizado y apuesto), ante el hecho evidente de que la bola iba a acabar a un metro de bandera. Lo que veis en la foto de la derecha es una de las innumerables barbaridades que, con el argumento del golf, se andan cometiendo en la Península Ibérica (Portugal included). Lo verde es el campo de golf con sus dieciocho hoyitos. El resto, centenares de viviendas (probablemente rondando las mil) de la pujante clase media que se ha ido aposentando en cualquier pedazo de terreno en el que el sol se asome más de 300 días al año.

En realidad esta entrada es un refrito de un artículo que se publicará en el siguiente número de la revista editada por la Federación Vasca de Golf, firmado por mis colegas y amigos Javier Ansorena y Domingo Merino, especialistas reconocidos en el ámbito europeo de todo lo que tenga que ver con los céspedes deportivos, los sustratos agrícolas y temas similares. La gloria y honor futuros sólo le corresponde a ellos pues El Búho no es más que el plumilla que ha tenido acceso al citado artículo antes de su publicación y que trata aquí de extraer de él lo más relevante, en un mecanismo de defensa frente a otra fobia que nos amenaza: la que tiene que ver con los campos de golf. Fobia que, en pocas palabras, puede resumirse diciendo que los golfistas, y el golf, nos estamos comiendo el marrón de una serie de mafiosos que, con la disculpa del creciente interés por esta actividad deportiva, siguen colocando ladrillos allí donde las autoridades municipales, ávidas de impuestos y en muchos casos de mordidas, les dejan. Así que aquí me tienen Uds, enfrascado en una nueva guerra, con muchas concomitancias con la filosofía general de este blog.

Mucho han cambiado las cosas desde que, a mediados del siglo pasado, la mitad de la población vivía y trabajaba en el campo, en condiciones no precisamente envidiables (alimentación precaria, deficiente calidad del agua, gestión de basura casi inexistente). Tampoco desde un punto de vista ambiental se manejaban parámetros como los actuales. Sólo basta con recordar la deforestación provocada en años (siglos) pasados en muchos puntos de Gipuzkoa, seguida de un monocultivo de pino insignis que todavía andamos pagando. O vaya Ud. a a hablar a nuestros abuelos de biodiversidad. Para los habitantes del campo la fauna salvaje no era otra cosa que alimañas a eliminar, pues el lobo les mataba sus ovejas, el zorro las gallinas…

Durante todos estos años se gesta y consolida un proceso de emigración desde el campo a la ciudad, en búsqueda de recursos para afrontar una vida más digna. En ese contexto, los escasos campos de golf existentes eran una rareza propia de la aristocracia local.
No puede decirse que las cosas hayan ido a mejor para los agricultores. La globalización de los mercados ha provocado, en muchos casos, un exceso de oferta de productos que ha redundado en una rentabilidad más bien escasa para muchas explotaciones y con unas expectativas de futuro muy complicadas. La población dedicada a la agricultura anda por debajo del 3%, un porcentaje considerado normal desde hace años en países desarrollados, aunque aquí a algunos sectores mal informados les parece una situación alarmante. En muchas zonas rurales la población se limita a personas de edad avanzada, a menudo con pocos recursos. Y para mas inri, los subsidios de la Comunidad Europea desaparecerán en breve, lo que, según mis amigos, ayudará mucho al desarrollo de un futuro agrario más profesionalizado, ya que las subvenciones distorsionaban la realidad.

En esta agricultura en declive, se han desarrollado alternativas de diversificación, tendentes a fortalecer la presencia del ser humano en el entorno rural en condiciones dignas. Entre éstas, cabe citar la apuesta por la calidad de los productos agroalimentarios amparados por una denominación de origen (lo de label a mi me suena a anglicismo importado) o las actividades que unen medio natural, conservación, agricultura y ocio, como la consolidación de la red de agroturismo y, más recientemente, el desarrollo de los campos de golf. Pero mientras las primeras parecen contar con un beneplácito casi general, el asunto de los campos de golf ha levantado en armas a colectivos por todos bien conocidos. Y vamos a dejarlo claro en negritas y para que nadie confunda churras con merinas: No hay que confundir campos de golf con urbanizaciones de golf.

En el ámbito del País Vasco, la primera iniciativa conducente a la rehabilitación de una zona rural gracias a un campo de golf fue llevada a cabo por la Diputación Foral de Álava, contando para ello con importantes subvenciones de la Unión Europea. La serranía de Izki, a caballo entre Alava, Navarra y el condado de Treviño, es una zona muy poco poblada, donde el cultivo intensivo de patata y cereal llegó a no ser rentable y la población comenzó su éxodo hacia la ciudad, ante las escasas expectativas de futuro. En 1994 se construyó el campo de golf del mismo nombre, con lo que se revitalizó la zona de forma importante, promoviéndose indirectamente la actividad hostelera, el agroturismo, la venta de productos del campo y, en definitiva, la actividad económica de la zona. A Izki le han seguido, en nuestro entorno más próximo, otros casos en los que las administraciones han promovido la construcción de campos de golf públicos. Cabe citar el campo municipal de La Grajera en Logroño, construido en parte sobre suelos agrícolas afectados de salinidad y sobre la superficie de un antiguo vertedero. O el campo de golf de La Arboleda, en Vizcaya, construido sobre una inmensa escombrera de las antiguas explotaciones mineras.

En todos estos casos, la construcción de estos campos no ha llevado aparejada la de urbanizaciones inmobiliarias que paguen los gastos de construcción del propio campo, algo que es casi general en el área mediterránea.
Si nos restringimos estrictamente a lo que es la construcción de un campo, la Unidad de Ecología de la EGA (Asociación Europea de Golf) propuso en 1995 (siguiendo los pasos de la USGA, Asociación de Golf de los Estados Unidos) una Estrategia medioambiental para el golf en Europa, como punto de partida para todos los sectores implicados en los aspectos ambientales de la construcción y mantenimiento de los campos de golf. Dicha Estrategia incluye un Plan de Acción ambiental basado en los principios del Desarrollo Sostenible. Actualmente, la construcción de los campos de golf está sometida por ley al procedimiento de Evaluación de Impacto Ambiental, lo que garantiza que no se repitan los excesos del pasado, evitando o reduciendo al mínimo imprescindible los movimientos de tierras, la alteración morfológica del paisaje, la tala masiva de árboles, la afección a cursos de agua, etc., y minimizando el impacto ambiental mediante medidas protectoras, correctoras y compensatorias.

De hecho, muchos campos de golf contribuyen al mantenimiento de la biodiversidad, ya que constituyen reservas de diversos tipos de especies y hábitats del máximo valor ecológico, actuando como corredores ecológicos, a través de los cuales puede desplazarse la fauna y ampliando su área de distribución espacial. Un ejemplo relevante muy próximo es el campo de la Ulzama, cerca de Pamplona, con importantes premios de carácter europeo por la diversidad de aves existentes en su entorno. O el de Pedreña, en Santander, que ha conseguido preservar durante muchos años una colina a caballo entre la propia bahía de la ciudad y la ría de Somo. De nuevo, se trata de dos campos con historia, sin desarrollos urbanísticos paralelos.


Documentar que un campo de golf bien construido y gestionado contamina menos que cualquier actividad agrícola desarrollada sobre el mismo suelo no tiene mucho misterio, como lo demuestra una rápida comparativa de consumos de fertilizantes, fitosanitarios y agua. Las explotaciones agrarias buscan obtener los máximos rendimientos, y para ello necesitan aplicar fertilizantes que repongan los nutrientes minerales extraídos del suelo, fitosanitarios para combatir enfermedades y plagas y agua para lograr crecimientos sostenidos. En un campo de golf de 18 hoyos, cuya superficie de juego ocupa por término medio unas 50 hectáreas, la hectárea ocupada por los greenes, o zonas en las que se encuentran los hoyos, exige un nivel de fertilización muy parecido al que necesita cualquier cultivo agrícola. En las 49 hectáreas restantes ese nivel de fertilización se va a la mitad. Como decíamos arriba, esta diferencia de requerimientos nutricionales es debida a que, en un campo de golf, y a diferencia de lo que ocurre en la actividad agraria, no hay exportación de elementos nutritivos fuera del sistema. Hay que pensar en que en las praderas de uso rural la hierba se corta y se lleva a un establo o los animales se la comen pastando en la pradera, lo que no pasa en el campo de golf y, por tanto, no hay que reponer esos elementos nutricionales.


Además, a diferencia de lo que ocurre en una pradera, en los campos de golf lo ideal es que la superficie de juego tenga una cubierta vegetal permanente de la máxima calidad, pero que la hierba crezca poco, para reducir al mínimo el coste de mantenimiento. Finalmente, a diferencia de las gramíneas cultivadas en las praderas, las especies características de los campos de golf suelen ser especies peleonas, acostumbradas a malvivir sobre suelos ácidos y poco fértiles, como los links de los campos ingleses. Por ello, el secreto para que dominen frente a especies competidoras indeseables que pueden acabar colonizando el campo, es minimizar el empleo de elementos nutrientes como la cal y los fertilizantes fosfáticos, que pueden favorecer a estas especies más exigentes en cuanto a “necesidades alimenticias”. De hecho, políticas equivocadas en cuanto a nutrientes han causado estragos en los campos de golf a lo largo de la historia. Así se explica la vieja frase, atribuida a un greenkeeper (cuidador del campo) británico hace ya 80 años: “Pregunta a un agricultor qué hacer y haz justamente lo contrario”.

El elevado consumo de agua de riego en los campos de golf es otra de las quejas habituales de los detractores de este deporte. En un campo de golf existen varios tipos de consumo, dependiendo de su uso. Por un lado se encuentra el de agua potable, que se utiliza, como en cualquier otra instalación deportiva, para los sanitarios, cafetería, limpieza en general, etc. Estimando para estos usos un consumo por persona de 100 litros/día y en un campo medio con 30.000 salidas/año, esto representa un consumo anual de 3.000 m3/año, equivalente al de 27 habitantes. Otro cantar es el agua que pueda necesitar un pueblo de ochocientas viviendas o chalets adosados con sus correspondientes centenares o miles de habitantes.


Por lo que respecta al riego del césped, conviene hacer varias puntualizaciones. Todas las plantas necesitan agua para crecer, proveniente bien sea de la lluvia o del riego. Estas necesidades de agua en un campo de golf son muy variables en función de la climatología (que nos lo digan a nosotros), tipo de suelo, especie vegetal pero, en cualquier caso, son inferiores a las de una explotación agrícola de la misma superficie, ya que, como en el caso de los fertilizantes, no existe exportación de agua al exterior por las plantas o los animales que se las comen. Recordaremos también aquí, y como proceso en el que participa ese agua, la fotosíntesis, tantas veces citada en este blog, proceso mediante el cual las plantas toman CO2 de la atmósfera, generan sus tejidos, carbohidratos, etc y desprenden, como consecuencia de ello, el valioso oxígeno. Un campo de golf de 50 hectáreas libera a la atmósfera 250.000 m3/año de oxigeno y fija o elimina de la atmósfera, formando tejidos que acabarán siendo residuos fósiles para el futuro, 500 toneladas de CO2, lo que representa una estimable contribución a la reducción del efecto invernadero. Claro que si justo al lado hay ochocientas viviendas con necesidades de luz, aire acondicionado, coches quemando gasolina, etc, apaga y vámonos.

Los autores del artículo que estamos comentando sostienen que el principal desafío actual del golf es su popularización, como ya ha ocurrido con el tenis, el ski y otros deportes, que inicialmente eran accesibles a un número muy limitado de personas, con suficientes recursos económicos. Para ello, es necesario que, como ya se ha hecho con otros deportes, las instituciones promuevan la construcción de campos públicos, que permitan una práctica mucho mas asequible y que hagan mucho daño a la idea de urbanizaciones ghettos ligadas a la práctica de esta actividad deportiva. Para ese objetivo, nada más adecuado, con criterios medioambientales, que la recuperación de áreas degradadas (vertederos clausurados, canteras abandonadas, instalaciones mineras, terrenos contaminados, etc.), como ya lo vienen haciendo en Estados Unidos y en otros países desde hace muchos años. Ello permitiría además la concepción de un campo de golf público como una auténtica Escuela Medioambiental o de la Naturaleza, en la que se proporcione a sus visitantes información, formación y educación, no solamente sobre las normas de etiqueta que rigen el deporte, sino también sobre la riqueza y las características de la fauna y la flora existentes, el patrimonio cultural, la gestión de los residuos del campo (por ejemplo, el compostaje de los residuos verdes), la separación y reciclaje de los residuos de vidrio, papel, envases y materia orgánica generados por los jugadores, las energías renovables implantadas, etc.

Y para reconvertir a aquellos que cuando oyen hablar de campos de golf solo piensan en urbanizaciones como la que ilustra la cabecera de esta entrada, bastaría con invitarles a darse una vuelta por campos como los mencionados en los párrafos anteriores (en el que, modestamente, incluiría al mío, Basozábal) o por la veintena de ellos localizados en un radio de una hora de coche al otro lado de la frontera. En todos ellos podrán comprobar que se trata de entornos idílicos y sostenibles (algunos datan de principios del siglo XX) y donde la naturaleza se preserva en toda su variedad y esplendor. Si alguno de mis lectores necesita un guía para este tipo de visita ya sabe donde hay uno.

sábado, 3 de marzo de 2007

Los inicios químicos del Búho

Esta entrada fue actualizada el 28 de diciembre de 2014. Cualquier enlace que os dirija a esta entrada puede redirigirse picando en este otro.