viernes, 18 de agosto de 2006

Sauces, Nazis y Chatarra

Fernando Cossío
Aprovechando que, una vez más, una aspirina me ha aliviado de mi dolor de cabeza en estos días de canícula y modorra, he vuelto a recordar las circunstancias que rodearon el nacimiento de este fármaco. Si a Proust una magdalena le dio el punto de partida para un novelón de 7 tomos, a mí, consciente de mis limitaciones, una aspirina me da la oportunidad de contar la historia de una reacción química a los amigos del Búho y, de paso, recordar que, en Ciencia, el mismo truco puede funcionar más de una vez, aunque los resultados pueden pasar de fantásticos a catastróficos sin razón aparente.


El dolor físico ha sido desde la noche de los tiempos una fuente de sufrimiento para los seres humanos, por lo que no es sorprendente que desde muy antiguo intentaran buscar algún alivio en sustancias que tenían a su alcance. Hipócrates, en el siglo V a. de C., escribió que un polvo blanco y amargo, obtenido de la corteza del sauce, aliviaba la fiebre y el dolor. Hay escritos de los antiguos sumerios, egipcios y asirios que afirman lo mismo. Al otro lado del charco, está documentado que los indios americanos utilizaban extractos de corteza de sauce para aliviar el dolor de cabeza, el reumatismo y la fiebre. Más recientemente, en 1828, el farmacéutico francés Henry Leroux y el químico italiano Raffaelle Piria utilizaron la misma corteza de sauce para obtener un extracto al que denominaron salicina, ya que en latín salix significa sauce. Posteriormente, Piria separó de la salicina un azúcar y otro componente que, tras una reacción de oxidación, se transformó en un polvo blanco de aspecto cristalino que fundía a 159 ºC. Dado que este último compuesto tenía propiedades ácidas, lo denominó ácido salicílico. Esta molécula se reveló como el principio activo del extracto de corteza de sauce y se utilizó como analgésico (sustancia que combate el dolor), como antipirético (sustancia que combate la fiebre) y como antiinflamatorio. Sin embargo, el ácido salicílico tenía –y tiene– el problema de ser demasiado ácido. Por consiguiente, muchos pacientes no lo toleraban bien y su uso estaba sujeto a serios inconvenientes.

Así estaban las cosas cuando en 1898 el químico alemán Felix Hoffmann, de Bayer, se puso a trabajar con ahínco en una molécula que tuviera los efectos medicinales del ácido salicílico pero no sus inconvenientes. Hoffmann (puede verse un retrato suyo en la fotografía de la derecha) estaba muy motivado porque su padre padecía de fuertes dolores reumáticos y no toleraba el tratamiento de salicilato prescrito. De este modo, y tras heroicos esfuerzos Herr Hoffmann creó de la nada y casi por casualidad la maravillosa molécula...… Bueno, lo mejor será que cortemos aquí el relato, que es el que habitualmente se cuenta y que, en última instancia, se basa en una historia de la ingeniería química en Alemania publicada por Albrecht Schmidt en 1934.

Parece ser que, en realidad, las cosas fueron más complejas, según han revelado estudios recientes como el llevado a cabo por el profesor de farmacología Walter Sneader, cuyo trabajo puede encontrarse en Brit. Med. J. 2000;321:1591. Así que, volvamos a empezar.

A finales del siglo XIX los laboratorios de F. Bayer & Co. ubicados en Wuppertal (por cierto, la patria chica de Friedrich Engels), en el noroeste de Alemania, estaban enfrascados en una reacción llamada de acetilación, bajo la dirección del químico Arthur Eichengrün. Esta reacción química consiste en introducir un grupo acetilo (CH3-CO-) en moléculas que contengan grupos hidroxilo (-OH), tiol (-SH) o amino (-NH2). El término acetilo deriva también de la palabra latína acetum (vinagre), ya que la molécula más pequeña que lo contiene es el ácido acético, principal componente del vinagre. Aunque Eichengrün no tenía un padre reumático, estaba interesado en mitigar la acidez del ácido salicílico, así que encargó a Hoffmann (un químico de su laboratorio) que llevara a cabo la reacción química que se muestra en el esquema que aparece aquí abajo. El esquema anterior quiere decir: “Mediante una reacción de acetilación el ácido salicílico 1 se transforma en el derivado 2”. En este último derivado hemos marcado en azul el grupo acetilo y en rojo el átomo de oxígeno proveniente del grupo hidroxilo (o alcohol) presente en 1.

Según el cuaderno de laboratorio de Hoffmann (mostrado abajo), la reacción fue realizada el 10 de agosto de 1897. Según un artículo publicado por Eichengrün en 1949 (Pharmazie 1949; 4: 582), Hoffmann llevó a cabo la reacción bajo sus instrucciones sin saber cuál era el objeto del experimento. Las primeras pruebas, entre ellas las efectuadas por Eichengrün consigo mismo, mostraron que la molécula 2 era un analgésico muy potente y rápido, mucho mejor tolerado que el ácido salicílico. Su nombre sistemático es el de ácido acetilsalicílico, pero recibió el nombre comercial de Aspirin (en castellano, aspirina) formado a partir de la combinación a+spir+in, donde la “a” viene de “acetilo”, “spir” de “spirea” (un arbusto muy rico en ácido salicílico que era una de las fuentes principales de este compuesto) y, por último “in” era una terminación que se ponía en aquel entonces para indicar que la especie designada era un medicamento. Otras fuentes, probablemente interesadas, dicen que el nombre viene de la combinación “a+s+pir+in” donde la “s” viene de “salicílico” y “pir” viene de Piria, el químico italiano que, como hemos comentado, aisló este ácido.

Sea como fuere, el nombre ha perdurado hasta hoy, aunque sólo Bayer puede utilizarlo comercialmente. Hay que señalar que, como casi siempre en ciencia, hay al menos un precedente bien documentado de esta reacción. Así, en 1853 el químico francés Charles Frédéric Gerhardt había preparado ácido acetilsalicílico (ASA) por un procedimiento distinto, obteniéndolo con menor pureza y sin que se sepa que investigara sus posibles propiedades medicinales, así que este precedente no es muy relevante para nuestra historia. Muy contento con sus resultados, Eichengrün comunicó el asunto a su superior, el director del Laboratorio de Farmacología Experimental de Bayer en Wuppertal, el químico Heinrich Dreser. Tras estudiar toda la documentación, Dreser llegó a la conclusión de que la aspirina no tenía ningún valor y que podría incluso causar problemas de corazón y circulatorios. Eichengrün se quedó muy decepcionado y siguió experimentando en secreto con la aspirina, enviando muestras a médicos conocidos para que estudiaran sus efectos. Aunque todos estos informes eran muy favorables y Eichengrün seguía urgiendo a Dreser para que lanzara al mercado la aspirina, éste no daba su brazo a torcer. ¿Por qué? Pues porque estaba convencido de que tenía entre manos algo mucho mejor.

Para comprender esto, recordemos que Eichengrün y Hoffmann habían llevado a cabo la reacción de acetilación con el ácido salicílico, entre otras moléculas. Una de esas “otras” moléculas era la morfina, un producto natural con probada capacidad para aliviar el dolor, pero cuyos problemas de adicción en pacientes impedían un uso generalizado. Así como el ácido salicílico tiene un grupo hidroxilo (-OH), la morfina tiene dos. Por tanto, aunque se trata de dos moléculas muy diferentes, también la morfina podía someterse a una reacción de acetilación. Eso fue lo que hizo Hoffmann, siguiendo instrucciones de Eichengrün y, casi con toda seguridad, bajo la supervisión de Dreser, según el mismo procedimiento seguido en la síntesis de la aspirina (ver esquema a la derecha). En este esquema vemos que los dos grupos hidroxilo de la morfina 3 (marcados en rojo) son acetilados para dar lugar al compuesto 4.

Según el cuaderno de laboratorio de Hoffmann, esta segunda reacción fue realizada, siguiendo el mismo procedimiento, once días después de la que llevó a la obtención de la aspirina (o sea, el 21 de agosto de 1897, demostrando que estos alemanes no se iban de vacaciones, cosa que me deja algo avergonzado en estos días en los que yo si ando holgando). La reacción funcionó perfectamente y el compuesto 4 fue aislado con facilidad. Los estudios pronto mostraron que el derivado diacetilado 4 era mucho más potente que la morfina. Las personas que probaron esta nueva molécula, entre ellas bastantes químicos de Bayer, notaron no sólo efectos analgésicos sino estimulantes (en los informes en alemán emplearon el término heroisch). El nombre comercial de la diacetilmorfina estaba claro para Dreser: Heroin (en español, heroína). Dado que la heroína parecía ser mucho más potente como analgésico que la aspirina, Dreser promovió el lanzamiento de la primera dejando a un lado a la segunda. Los primeros informes eran alentadores y, a la luz de lo que vino después, sorprendentes. En el Congreso de Médicos y Naturalistas Alemanes de 1898, Dreser informó de que la heroína era diez veces más efectiva como fármaco contra la tos que la morfina, pero tenía una décima parte de sus efectos tóxicos. También era más efectiva que la morfina como analgésico y era segura, no creaba adicción.

Hoy en día llama la atención la obsesión de la búsqueda de medicamentos contra la tos, pero hay que tener en cuenta que a finales del siglo XIX y principios del XX, la tuberculosis y la neumonía eran unas enfermedades gravísimas y la tos y la fiebre eran síntomas muy alarmantes. Cualquiera que lea “La Montaña Mágica” de Thomas Mann, publicada en 1924, comprenderá cuál era el ambiente en aquella época. Así, en la publicidad de Bayer sobre la heroína se resaltaba más su capacidad para aliviar la tos que sus propiedades analgésicas, como se puede apreciar en el anuncio incluido al lado de estas líneas. En 1899, Bayer facturaba una tonelada de heroína al año, exportándola a 23 países en forma de polvo, tabletas, jarabes y demás. En Estados Unidos, donde había una importante población de adictos a la morfina, las cosas iban bien: los adictos a la morfina ya no querían más morfina. Querían heroína. La revista Boston Medical and Surgical Journal informaba en 1900 de que el nuevo fármaco “no es hipnótico y no crea hábito”. En 1902, el 5 % de los beneficios netos de Bayer provenían de la producción y venta de heroína. Aunque entre 1899 y 1905 comenzaron a publicarse casos de “heroinismo”, es decir, de adición a la heroína, la mayoría de los informes clínicos eran claramente favorables. En 1906 la Asociación Médica Americana aprobó oficialmente el uso con fines médicos de la heroína, si bien hizo pública una nota advirtiendo de su facilidad para desarrollar “hábito”. Pese a esta aprobación, a medida que se fueron acumulando los informes negativos, pronto se hizo evidente que la heroína no sería la gallina de los huevos de oro que Dreser soñara.

En 1913, Bayer decidió dejar de fabricar heroína, pero para entonces el genio maligno ya estaba fuera de la lámpara. Se había producido una explosión de casos de ingresos por heroinismo en los hospitales de Filadelfia y Nueva York. Por los alrededores de las ciudades de la costa Este comenzó a vagar una población creciente de adictos a la heroína que sufragaban su adicción recogiendo chatarra. La gente los llamaba junkies (del término inglés junk, que significa basura, chatarra) y, en spanglish, yonquis, término que aún se oye hoy día. Un año después, en 1914, la distribución y venta de heroína sin prescripción médica fue prohibida en E.E. U.U. Finalmente, en 1919, la heroína fue declarada completamente fuera de la ley y los médicos no podían prescribirla ni siquiera a los adictos.

Antes de que la heroína fuera retirada de la circulación, los directivos de Bayer ya anticiparon lo que podía venir y Dreser, muy a su pesar, tuvo que echar mano del segundo producto de su laboratorio: la aspirina. Bayer había registrado la patente y la marca el 6 de marzo de 1899 y, al igual que en el caso de la heroína, las ventas de la aspirina se dispararon, esta vez sin los problemas asociados con aquélla. No obstante, durante varios años ambos productos convivieron en el catálogo de Bayer, como puede verse en el anuncio que está al lado de estas líneas. La producción de aspirina era tan elevada que la extracción del ácido salicílico a partir de la salicina y de la corteza de sauce o de otras fuentes era demasiado onerosa. Felizmente, el químico Adolf W. H. Kolbe puso a punto un método para fabricar ácido salicílico a partir de fenol o, con una etapa más, a partir de benceno, productos baratos fácilmente obtenibles a partir del carbón de hulla. Se inauguraba así una doble revolución: por un lado, la aspirina era un producto artificial que superaba al producto natural del que se obtenía; por otra parte, el propio producto natural no se extraía de su fuente, sino que se obtenía mediante una síntesis química a partir de un producto tan poco “farmacéutico” como el carbón. Bayer, a su vez, pasó de ser una empresa dedicada predominantemente a la producción de tintes y colorantes a transformarse en una compañía farmacéutica.

En 1915 comenzó a comercializar la aspirina en la forma de tabletas circulares que utilizamos aún hoy en día. En el ínterin, Eichengün ya se había desvinculado de Bayer y se había establecido en Berlín, donde había fundando su propia empresa. Le fue muy bien (era un químico de primera fila) y descubrió muchos productos útiles en la entonces naciente industria de los polímeros, fabricando productos menos inflamables que los de la competencia. Como le había tomado afición a la reacción de acetilación, la aplicó a la celulosa y obtuvo la acetilcelulosa o acetato de celulosa, un producto muy interesante que aún se usa hoy en día y que recibió el nombre comercial de Cellit.

Hacia 1930 era lo que podríamos llamar un industrial de éxito. Sin embargo, al ser judío (aunque casado con una “aria”, por usar la jerga de la época) los nazis no tardaron en hacerle objeto de sus atenciones. En 1934 ya había comenzado el proceso de alejamiento de los judíos de la vida civil y económica, así que cuando apareció la primera historia oficial del descubrimiento de la aspirina, atribuyéndole el descubrimiento a Hoffmann, Eichengrün no estaba en condiciones de decir esta boca es mía. Aunque inicialmente se vio obligado a aceptar un socio “ario” en su empresa con el fin de poder continuar con sus actividades, en 1938 tuvo que transferir su compañía y tratar de pasar lo más desapercibido posible. Finalmente, en 1944, a la edad de 76 años fue deportado al campo de concentración de Theresienstadt de donde fue liberado 14 meses después por el ejército soviético.

Mientras estaba en Theresienstadt disfrutando de la hostelería nazi, Eichengrún escribió un informe en el que contaba su versión de los hechos que condujeron al descubrimiento de la aspirina. Una extensión de este informe fue publicada el año de su muerte, en el artículo de 1949 que hemos comentado más arriba. Allí puede leerse: “En 1941 había en el Salón de Honor de la sección química del Museo Alemán de Munich una urna llena de cristales blancos con una inscripción en la que ponía “Aspirina: Inventores, Dreser y Hoffmann”. Dreser no tuvo nada que ver con el descubrimiento y Hoffmann llevó a cabo la primera reacción según mis instrucciones químicas y sin conocer el objeto del experimento. Al lado de la urna había otra similar llena de acetilcelulosa (…) cuyo descubrimiento por mí es imposible poner en duda puesto que fue bien establecido en una serie de patentes alemanas de 1901 a 1920. En la inscripción ponía simplemente “Acetilcelulosa-Cellit”; se habían abstenido de nombrar al inventor. Claro que, en la propia entrada del museo colgaba un gran cartel que avisaba de la prohibición para los no arios de entrar en la institución. Quienes comprendan leerán entre líneas.” ¿Fue borrado Eichengrün de la historia oficial de la aspirina por ser judío?. Todo parece indicar que sí, y no consta que Hoffmann (que falleció en Suiza en 1946 sin dejar descendencia ni documentos adicionales) hiciera nada por desfacer el entuerto.

El caso es que Bayer reconoce oficialmente a Hoffmann como único descubridor de la aspirina. Es más, en respuesta al artículo de Sneader publicó una nota de prensa en la que se reafirmaba en su posición.¿Qué pasó con Dreser? También él acabó marchándose de Bayer. En 1914 tenía 53 años y era un hombre rico. Se fue a Dusseldorf para ocupar un cargo de profesor honorífico en un instituto de la Academia Médica. A partir de entonces el rastro se hace difuso. Según un artículo del Sunday Times publicado el 13 de septiembre de 1988, parece ser que en Dusseldorf enviudó y que era una persona sin familia y sin amigos. Hay informes que sugieren que era heroinómano, lo que no es de extrañar si tenemos en cuenta que, como hemos visto, en aquellos años los químicos probaban muchos nuevos productos consigo mismos. En 1924, sus problemas de salud le forzaron a ir a Zurich, donde se volvió a casar. Ese mismo año Dreser falleció. La causa de la muerte fue una apoplejía cerebral, un desenlace que, irónicamente, según lo que se sabe hoy, la aspirina podría haber frenado. Como apunta el artículo del Sunday Times, “de ser ciertos los informes de que era heroinómano, la ironía es doble: Dreser, incorregible en su error de juicio, se pasó el ocaso de su vida tomando la droga maravillosa equivocada.

El destino de las dos moléculas acetiladas, la heroína y la aspirina fue, como hemos visto, bien distinto: mientras que la primera pasó a lo que podríamos llamar la historia sórdida de la química (ni Bayer ni nadie celebra ningún aniversario por su descubrimiento), la segunda es el fármaco más consumido en el mundo. Desde su descubrimiento, se calcula que se han utilizado 305 billones de unidades. Hoy día, se estima que se consumen en el mundo 2.500 aspirinas por segundo. Curiosamente, el 85 % de la producción mundial de aspirina se lleva a cabo en España. Concretamente, en la fábrica que tiene Bayer en La Felguera, Asturias que produce 16 toneladas de ácido acetilsalicílico por día. Al final, parece que un pequeño papel en el final de esta película toca por aquí cerca, aunque sea el de extra.

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