Esto empieza a halagarme y preocuparme. En menos de una semana he recibido cuatro emails de lectores del blog proponiéndome que escriba algo sobre la lluvia artificial. Espero que las propuestas me lleguen de forma suave porque uno no es un pozo sin fondo y, por ejemplo, de lluvia artificial no sabía nada. Pero internet es una maravilla y creo que hasta podré elaborar una entrada razonable al respecto.
El asunto ha saltado recientemente a los medios porque, según parece, ha habido diferentes encuentros entre la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, el Alto Comisionado para el Agua de Israel y miembros del Canal Isabel II. El objetivo, entre otros, ha sido explorar las posibilidades de que en la Comunidad madrileña se lleven a cabo experiencias de “sembrado” de yoduro de plata en las nubes, buscando incrementar un régimen de precipitaciones que pueda paliar la pertinaz sequía que ya nos asolaba en tiempos de Franco.
Conseguir que llueva es una preocupación histórica en muchos lugares del mundo. Y cada uno ha procurado matar las pulgas a su manera. En España se han sacado, y se siguen sacando, Vírgenes y Santos a pasear para conseguir ese efecto. Hoy tengo un sábado pacífico así que no la emprenderé contra las ideologías. En otros sitios, la cosa tiene un halo más prosaico e incluso comercial. Por ejemplo, Charles Hatfield fue un viajante de maquinaria para sembrado de cereales, nacido en Kansas, que en los primeros años del siglo XX, ideó una secreta mezcla de 23 productos químicos a los que bautizó con el pomposo nombre de Acelerador de humedad. Según él, cuando se evaporaba esta mezcla en un lugar, a partir de grandes tanques que la contenían, las nubes experimentaban extrañas metaformosis y llovía. La fama del preclaro viajante comenzó a incrementarse cuando en 1904 fue capaz de contentar a una serie de rancheros de la zona de Los Angeles, que le habían contratado para producir lluvia sobre sus campos. Tan contentos se quedaron que le duplicaron la cuantía prometida. Los años siguientes están llenos de éxitos y fracasos para Hatfield, pero mientras tanto nuestro hombre se iba ganando la vida más que razonablemente.
Su mayor éxito (aunque algo dramático) se produjo en 1916. El condado de San Diego le propuso que provocara lluvia suficiente para poder llenar una especie de embalse construido cerca del llamado Lago Morena. Hatfield construyó un depósito para su mezcla química en los alrededores y el día de Año Nuevo de 1916 empezó el proceso de evaporación. A partir del día 5 empezó a llover y no paró hasta el día 20 provocando inundaciones que destruyeron puentes, líneas eléctricas y de teléfono, problemas en los ferrocarriles y, finalmente, provocaron el día 27 la rotura de una presa próxima, aumentando así los efectos devastadores y provocando la muerte de 20 personas. Cuando Hantfield fue acusado del desastre su argumento fue concluyente. El había provocado la lluvia como había predicho y era un problema del Condado el no haber previsto los posibles daños.
El mago de la lluvia continuó varios años con su actividad, apagando fuegos en Honduras o llenando nuevos lagos. Pero la Gran Depresión acabó con su estrella y tuvo que volver a vender maquinaria. Lo más descorazonador de toda esta historia para un químico es que Hantfield se murió llevándose el secreto de su fórmula a la tumba. Así que no podemos saber si la citada mezcla era ciencia o vudú, si Hantfield era más meteorólogo que químico o si era la reencarnación de los primeros vascos especialistas en témporas (y no me hagáis hablar del asunto de las témporas que ya he dicho que tengo un sábado relajado).
Algo más de ciencia había en los experimentos llevados a cabo en los años cuarenta y en Nueva York por dos científicos de la General Electric, Vincent Shaafer e Irving Langmuir. Este último fue Premio Nobel de Química en 1932 y es un personaje muy conocido en los ámbitos de la Química Física y la Ingeniería Química por sus contribuciones a los fenómenos que ocurren en la superficie de metales, y otras sustancias químicas, al exponerlas a ambientes en los que haya gases, vapores, etc. En aquellos años de atmósfera bélica ambos estaban estudiando el fenómeno de formación de hielo en las alas de los aviones, lo que provocaba problemas sin fin. Un día que Shaafer estaba tratando de provocar temperaturas bajas en el interior de un recinto empleando hielo seco (CO2 sólido, como el que hago referencia en mi entrada del 25 de abril) observó que en el interior del recinto se generaba una especie de nieve. Ello les condujo a “sembrar” de hielo seco, con ayuda de aviones, nubes del tipo cumuloninbos, consiguiendo la formación de copos de nieve que, posteriormente, al caer a zonas más templadas generaban lluvia.
Bernard Vonnengut era otro investigador de General Electric en esa época. Aunque desde el punto de vista científico Vonnengut es reconocido como un gran especialista en fenómenos meteorológicos ligados a descargas eléctricas de todo los niveles, así como un estudioso de los fenómenos de formación de huracanes, probablemente aparecerá más veces citado en Google como la persona que propuso el empleo de yoduro de plata como agente de siembra en las nubes a la hora de conseguir efectos similares a los del anhídrido carbónico. Es evidente que la pregunta razonable que surge es: ¿por qué entre tanta sustancia química posible tenemos que emplear algo tan exótico como el yoduro de plata?. La respuesta es cristalina como los propios copos de hielo.
Cuando a partir de un líquido (agua) se genera un sólido cristalino (hielo), el proceso se suele llevar a cabo en dos etapas conocidas como nucleación y crecimiento. En la primera, se generan minúsculos núcleos en los que las moléculas de agua empiezan a solidificar, generado estructuras con una geometría definida (cubos, prismas hexagonales, pirámides, etc.). A partir de esos núcleos nuevas moléculas del líquido entran a formar parte del sólido, siguiendo el patrón de ordenación que marcan los núcleos previamente formados. En el ámbito de la cristalización es bien conocido que sustancias que cristalizan en una estructura determinada pueden inducir la cristalización de otras sustancias distintas que cristalizan en estructuras similares. Tal es el caso del agua y el yoduro de plata, con lo que la siembra con yoduro de plata provoca una cristalización inducida del vapor de agua presente en las nubes.
Como resultado de estas investigaciones, la siembra de nubes para provocar lluvia se puso de moda en los años 50-60 del siglo pasado. La Oficina Meteorológica Federal americana puso en marcha el Proyecto Cirrus sobre modificaciones del tiempo y el posible control de los huracanes atlánticos. Se crearon compañías para explotar estos resultados, teniendo en algunos casos resultados espectaculares. Se probaron nuevas sustancias de siembra como la urea e incluso se llegó a utilizar la técnica en la guerra del Vietnam, como una arma bélica más. Pero pronto comenzaron a parecer las primeras voces en contra de estas prácticas. Desde los partidarios de no modificar fenómenos naturales a los que veían problemas ligados al uso de productos químicos. Y la polémica continúa ahora en términos similares, aunque no existe por el momento una reglamentación al respecto.
En los últimos años, sin embargo, la técnica se ha seguido utilizando en cosas tan variopintas como la eliminación controlada de nieblas en los aeropuertos o la prevención de granizadas, aunque se ha utilizado sobre todo como una forma de acabar con grandes sequías. En este último aspecto, los chinos han aparecido en las portadas de los periódicos varias veces, al conseguir mitigar faltas de agua y acabar con incendios merced al envío a la atmósfera de proyectiles cargados de yoduro de plata. De hecho, el Gobierno chino ya ha prometido que ejecutará este tipo de bombardeos sobre Pekin los días previos al inicio de los Juegos Olímpicos (8 de agosto de 2008), como una forma de garantizar que no lloverá en la jornada inagural. Esperemos que no se les vaya la mano como a nuestro viajante de maquinaria y les pase por agua todos los Juegos. En esta misma órbita hay quien identifica el uso de yoduro de plata con el hecho de que nunca llueve en la parada militar del 1 de mayo en la Plaza Roja de Moscú.
El asunto ha saltado recientemente a los medios porque, según parece, ha habido diferentes encuentros entre la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, el Alto Comisionado para el Agua de Israel y miembros del Canal Isabel II. El objetivo, entre otros, ha sido explorar las posibilidades de que en la Comunidad madrileña se lleven a cabo experiencias de “sembrado” de yoduro de plata en las nubes, buscando incrementar un régimen de precipitaciones que pueda paliar la pertinaz sequía que ya nos asolaba en tiempos de Franco.
Conseguir que llueva es una preocupación histórica en muchos lugares del mundo. Y cada uno ha procurado matar las pulgas a su manera. En España se han sacado, y se siguen sacando, Vírgenes y Santos a pasear para conseguir ese efecto. Hoy tengo un sábado pacífico así que no la emprenderé contra las ideologías. En otros sitios, la cosa tiene un halo más prosaico e incluso comercial. Por ejemplo, Charles Hatfield fue un viajante de maquinaria para sembrado de cereales, nacido en Kansas, que en los primeros años del siglo XX, ideó una secreta mezcla de 23 productos químicos a los que bautizó con el pomposo nombre de Acelerador de humedad. Según él, cuando se evaporaba esta mezcla en un lugar, a partir de grandes tanques que la contenían, las nubes experimentaban extrañas metaformosis y llovía. La fama del preclaro viajante comenzó a incrementarse cuando en 1904 fue capaz de contentar a una serie de rancheros de la zona de Los Angeles, que le habían contratado para producir lluvia sobre sus campos. Tan contentos se quedaron que le duplicaron la cuantía prometida. Los años siguientes están llenos de éxitos y fracasos para Hatfield, pero mientras tanto nuestro hombre se iba ganando la vida más que razonablemente.
Su mayor éxito (aunque algo dramático) se produjo en 1916. El condado de San Diego le propuso que provocara lluvia suficiente para poder llenar una especie de embalse construido cerca del llamado Lago Morena. Hatfield construyó un depósito para su mezcla química en los alrededores y el día de Año Nuevo de 1916 empezó el proceso de evaporación. A partir del día 5 empezó a llover y no paró hasta el día 20 provocando inundaciones que destruyeron puentes, líneas eléctricas y de teléfono, problemas en los ferrocarriles y, finalmente, provocaron el día 27 la rotura de una presa próxima, aumentando así los efectos devastadores y provocando la muerte de 20 personas. Cuando Hantfield fue acusado del desastre su argumento fue concluyente. El había provocado la lluvia como había predicho y era un problema del Condado el no haber previsto los posibles daños.
El mago de la lluvia continuó varios años con su actividad, apagando fuegos en Honduras o llenando nuevos lagos. Pero la Gran Depresión acabó con su estrella y tuvo que volver a vender maquinaria. Lo más descorazonador de toda esta historia para un químico es que Hantfield se murió llevándose el secreto de su fórmula a la tumba. Así que no podemos saber si la citada mezcla era ciencia o vudú, si Hantfield era más meteorólogo que químico o si era la reencarnación de los primeros vascos especialistas en témporas (y no me hagáis hablar del asunto de las témporas que ya he dicho que tengo un sábado relajado).
Algo más de ciencia había en los experimentos llevados a cabo en los años cuarenta y en Nueva York por dos científicos de la General Electric, Vincent Shaafer e Irving Langmuir. Este último fue Premio Nobel de Química en 1932 y es un personaje muy conocido en los ámbitos de la Química Física y la Ingeniería Química por sus contribuciones a los fenómenos que ocurren en la superficie de metales, y otras sustancias químicas, al exponerlas a ambientes en los que haya gases, vapores, etc. En aquellos años de atmósfera bélica ambos estaban estudiando el fenómeno de formación de hielo en las alas de los aviones, lo que provocaba problemas sin fin. Un día que Shaafer estaba tratando de provocar temperaturas bajas en el interior de un recinto empleando hielo seco (CO2 sólido, como el que hago referencia en mi entrada del 25 de abril) observó que en el interior del recinto se generaba una especie de nieve. Ello les condujo a “sembrar” de hielo seco, con ayuda de aviones, nubes del tipo cumuloninbos, consiguiendo la formación de copos de nieve que, posteriormente, al caer a zonas más templadas generaban lluvia.
Bernard Vonnengut era otro investigador de General Electric en esa época. Aunque desde el punto de vista científico Vonnengut es reconocido como un gran especialista en fenómenos meteorológicos ligados a descargas eléctricas de todo los niveles, así como un estudioso de los fenómenos de formación de huracanes, probablemente aparecerá más veces citado en Google como la persona que propuso el empleo de yoduro de plata como agente de siembra en las nubes a la hora de conseguir efectos similares a los del anhídrido carbónico. Es evidente que la pregunta razonable que surge es: ¿por qué entre tanta sustancia química posible tenemos que emplear algo tan exótico como el yoduro de plata?. La respuesta es cristalina como los propios copos de hielo.
Cuando a partir de un líquido (agua) se genera un sólido cristalino (hielo), el proceso se suele llevar a cabo en dos etapas conocidas como nucleación y crecimiento. En la primera, se generan minúsculos núcleos en los que las moléculas de agua empiezan a solidificar, generado estructuras con una geometría definida (cubos, prismas hexagonales, pirámides, etc.). A partir de esos núcleos nuevas moléculas del líquido entran a formar parte del sólido, siguiendo el patrón de ordenación que marcan los núcleos previamente formados. En el ámbito de la cristalización es bien conocido que sustancias que cristalizan en una estructura determinada pueden inducir la cristalización de otras sustancias distintas que cristalizan en estructuras similares. Tal es el caso del agua y el yoduro de plata, con lo que la siembra con yoduro de plata provoca una cristalización inducida del vapor de agua presente en las nubes.
Como resultado de estas investigaciones, la siembra de nubes para provocar lluvia se puso de moda en los años 50-60 del siglo pasado. La Oficina Meteorológica Federal americana puso en marcha el Proyecto Cirrus sobre modificaciones del tiempo y el posible control de los huracanes atlánticos. Se crearon compañías para explotar estos resultados, teniendo en algunos casos resultados espectaculares. Se probaron nuevas sustancias de siembra como la urea e incluso se llegó a utilizar la técnica en la guerra del Vietnam, como una arma bélica más. Pero pronto comenzaron a parecer las primeras voces en contra de estas prácticas. Desde los partidarios de no modificar fenómenos naturales a los que veían problemas ligados al uso de productos químicos. Y la polémica continúa ahora en términos similares, aunque no existe por el momento una reglamentación al respecto.
En los últimos años, sin embargo, la técnica se ha seguido utilizando en cosas tan variopintas como la eliminación controlada de nieblas en los aeropuertos o la prevención de granizadas, aunque se ha utilizado sobre todo como una forma de acabar con grandes sequías. En este último aspecto, los chinos han aparecido en las portadas de los periódicos varias veces, al conseguir mitigar faltas de agua y acabar con incendios merced al envío a la atmósfera de proyectiles cargados de yoduro de plata. De hecho, el Gobierno chino ya ha prometido que ejecutará este tipo de bombardeos sobre Pekin los días previos al inicio de los Juegos Olímpicos (8 de agosto de 2008), como una forma de garantizar que no lloverá en la jornada inagural. Esperemos que no se les vaya la mano como a nuestro viajante de maquinaria y les pase por agua todos los Juegos. En esta misma órbita hay quien identifica el uso de yoduro de plata con el hecho de que nunca llueve en la parada militar del 1 de mayo en la Plaza Roja de Moscú.
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