En mi formación de consumidor alcohólico ha pesado mucho la influencia de mi familia política. Con raíces riojanas profundas, entroncados con cosecheros y toneleros, el vino es una parte fundamental en sus vidas. Con algunos de sus miembros he aprendido, inexcusablemente, a acompañar la ingestión de vino con algún alimento (pan, chorizo, queso). De las convicciones profundas de otros familiares entrañables, como el tío Pistolas, puede que se derive mi poca (por no decir nula) tendencia a consumir bebidas alcohólicas de alta graduación.
Las actuales recomendaciones de la Medicina que parecen aconsejar un moderado consumo de alcohol me vienen de perillas porque, a medida que me voy haciendo viejo, mi pasión por un buen vino se acrecenta exponencialmente. Pero siempre tengo presente que el alcohol etílico (o etanol) puro es un verdadero veneno para cualquier organismo vivo. Tanto es así que los propios microorganismos que generan la transformación de la glucosa en alcohol cesan en su actividad cuando la proporción de alcohol en el medio en el que se encuentran sobrepasa una tasa moderada en el mismo. De hecho, la mayor parte de esos microorganismos no pueden tolerar contenidos en alcohol superiores al 20%. Y algo parecido pasa con nuestro cuerpos serranos. Mientras redactaba esta entrada, escuchando Radio 2, me he enterado de que Mussorgski, el genial compositor ruso, se murió de un delirium tremens tras sacudirse a la carrera una botella de ginebra.
Si queremos tener en nuestro brebajes contenidos en alcohol superiores a esos porcentajes moderados producidos por los microorganismos, tenemos que recurrir a algún truco que permita concentrarlos en alcohol. Uno de los más tradicionalmente empleados por diversas civilizaciones es la destilación de diferentes mezclas que lo contengan. La destilación aprovecha el hecho de que el agua, componente mayoritario de estas mezclas, hierve a 100ºC mientras que el alcohol lo hace a 78ºC. La destilación se basa en dos hechos claves: uno, es posible obtener vapores a diferentes temperaturas cuando se calienta una mezcla de líquidos y, dos, esos vapores pueden volverse a convertir en líquidos cuando se enfrían por algún dispositivo. La destilación parece conocerse como herramienta desde tiempo de los mesopotamios que concentraban mediante este procedimiento los aceites esenciales extraídos de las plantas. Y hay recogida una observación de Aristóteles en el siglo IV a.C que constataba el hecho de que el agua de mar podía beberse sin problemas si se hacía hervir y, posteriormente, se enfriaba y condensaba el vapor de agua así generado para obtener de nuevo agua líquida que, hoy sabemos, no había arrastrado las sales en su transformación en vapor.
Sin embargo, los iniciadores de las bebidas concentradas en alcohol fueron, como no podía ser de otra manera los primitivos químicos, los alquimistas, muchas veces ligados en la prolegómenos de la Edad Media a ciertos centros curativos o, para que vamos a negarlo, a los conventos. Los dispositivos de destilación, que aún se pueden adquirir en algunos artesanos, eran los llamados alambiques, como los de las fotos del encabezado, en el que la mezcla a destilar se introducía en una especie de retorta en la que se calentaba con un fuego de leña o carbón. Los vapores que empezaban a salir del alambique se enfríaban en el largo tubo metálico que sale del dispositivo, simplemente porque ese tubo estaba a temperatura ambiente.
En el siglo XIV, un catalán Arnaud de Villanova acuñó el término aqua vitae, agua de vida, aplicándolo al destilado que conseguía a partir del vino. Ese término ha llegado hasta nuestros días (Whisky no es sino la versión más anglófila del término galés usado para el agua de vida, uisge beatha). Los alquimistas de los siglos siguientes atribuían a estos destilados propiedades curativas, al entender que se trataba de una poderosa sustancia, la quintaesencia, tan fundamental como la tierra, el agua, el fuego y el aire. Años más tarde, con productos como el propio whisky, el armagnac, la ginebra o el vodka, se amplió la gama de productos en los que el contenido alcohólico era más alto que el naturalmente producico en la ferementación alcohólica.
El proceso de la destilación no es, sin embargo, tan sencillo como parece deducirse de las líneas anteriores. Incluso destilando una pura mezcla de agua y alcohol, la cosa no es tan simple. Podría uno pensar que puestos a destilar, nos saldría primero el alcohol y, cuando éste se terminara en la mezcla, nos saldría el agua y asunto terminado. Pues no es así. Agua y alcohol, en proporciones aproximadas de 4/96, forman una curiosa mezcla denominada azeótropo que hierve a una temperatura inferior a la del propio alcohol, con lo cual, en muchas situaciones, la destilación no produce alcohol puro, sino el llamado alcohol de 96, llamado así precisamente por esa curiosa proporción azeotrópica, que se vende así antes que como alcohol al 100% por motivos puramente económicos. Eliminar el 4% de agua del azeótropo supone un encarecimiento notable de tan popular antiséptico.
A la hora de destilar las mezclas que dan lugar a los diferentes tipos de bebidas alcohólicas, la cosa aún se complica más. Los procesos de fermentación que tienen lugar en el vino, la cerveza u otros, generan que la mezcla contenga además de agua y alcohol toda una serie de otras sustancias en disolución, en diferentes proporciones, con diferentes puntos de ebullición, etc. Por ejemplo, muchas bebidas alcohólicas, como la sidra, pueden contener cantidades apreciables de metanol, el llamado alcohol de madera, que hierve a temperaturas del orden de 65º. De forma que si ponemos a destilar una mezcla que contenga este alcohol, los primeros vapores que saldrán de nuestro alambique contendrán concentraciones altas de él, muy tóxico para nuestro organismo incluso a concentraciones relativamente bajas, como ya comentamos en alguna entrada anterior. Es, por tanto, fundamental en el procesos de destilación eliminar esos primeros vapores que darían lugar a componentes del destilado de carácter peligroso.
Cuando destila el alcohol etílico (mejor, el azeótropo) puede hacerlo acompañado por otra serie de sustancias de puntos de ebullición similares. Incluso despues de acabar con el alcohol pueden destilar diferentes sustancias en función del tipo de uva, el tipo de malta, el tipo de manzana, etc. que se haya utilizado para conseguir la bebida alcohólica. Cada uno de esos ingredientes aportará a la porción del destilado que finalmente vayamos a consumir su matiz característico en cuanto a aromas y sabores. Si encima el destilado a consumir se envejece antes de poinerlo a la venta en barricas de roble o similares, el alcohol y otros componentes extraerán toda una gama de nuevos matices que caracterizarán al armagnac, al whisky o al brandy en cuestión. Queda claro, por tanto, que la selección de la parte del destilado que finalmente aparecerá en nuestro chupito es el resultado de un conocimiento adquirido a lo largo de los siglos y, en algunos casos, celosamente guardado por sus fabricantes.
Aunque nunca he practicado de alambiquiero, esos entrañables personajes que recorrían Galicia con su alambique para destilar orujo a domicilio, si he hecho algunos pinitos de fabricante ilegal de “digestivos”. Y no puedo dejar pasar esta oportunidad para relataros la fórmula con la que durante muchos años preparábamos en casa de mi chica un delicioso licor de mandarina. Cójase un bote grande de boca ancha. Puede servir uno como los que se utilizan para vender mayonesa en plan industrial. Concretamente nosotros usábamos uno con cabida para unos dos litros. Ahora viene lo más complicado. Hay que hacerse con 1 litro de alcohol puro. Eso es difícil en estos momentos en los que la Sección de Impuestos especiales de la Hacienda Pública controla el tráfico de alcohol y, para que no se use en bebidas como la que os propongo, obliga a los mayoristas que lo venden para usos médicos o industriales a marcarlo con algo que le dé mal olor o sabor. Pero si teneis algún amigo boticario o químico seguro que os puede conseguir alcohol puro o alcohol de 96% libre de aditivos. Pón el alcohol en el bote. Inserta tres mandarinas en un hilo largo (también esto está siendo ya complicado, casi no se venden mandarinas auténticas, solo clementinas). Suspende las mandarinas en la parte superior del bote sin que toquen el alcohol y sujétalas en esa posición arrollando el hilo en la boca del recipiente. Cierra el recipiente herméticamente. Déjalo 23 días en reposo. Al cabo de esos días, abre el bote, escurre las mandarinas que estarán llenas de alcohol y mezcla el líquido resultante con 1 litro de agua y 1 kg de azúcar en terrones hasta que estos se disuelvan. Filtra el resultado y bébetelo como un chupito bien frío.
Ahora me podía marcar un pegote sobre el proceso osmótico que causa la invasión del alcohol en la mandarina, la posterior disolución de las vitaminas y aromas de la mandarina, el cálculo del grado alcohólico del brebaje, etc. Pero hoy hace un calor que se mueren los pájaros, una ola de calor similar a la que dicen los libros de Historia que sacudía España aquel desgraciado día de hace hoy exactamente 70 años. Y no estoy para muchas bromas....
Las actuales recomendaciones de la Medicina que parecen aconsejar un moderado consumo de alcohol me vienen de perillas porque, a medida que me voy haciendo viejo, mi pasión por un buen vino se acrecenta exponencialmente. Pero siempre tengo presente que el alcohol etílico (o etanol) puro es un verdadero veneno para cualquier organismo vivo. Tanto es así que los propios microorganismos que generan la transformación de la glucosa en alcohol cesan en su actividad cuando la proporción de alcohol en el medio en el que se encuentran sobrepasa una tasa moderada en el mismo. De hecho, la mayor parte de esos microorganismos no pueden tolerar contenidos en alcohol superiores al 20%. Y algo parecido pasa con nuestro cuerpos serranos. Mientras redactaba esta entrada, escuchando Radio 2, me he enterado de que Mussorgski, el genial compositor ruso, se murió de un delirium tremens tras sacudirse a la carrera una botella de ginebra.
Si queremos tener en nuestro brebajes contenidos en alcohol superiores a esos porcentajes moderados producidos por los microorganismos, tenemos que recurrir a algún truco que permita concentrarlos en alcohol. Uno de los más tradicionalmente empleados por diversas civilizaciones es la destilación de diferentes mezclas que lo contengan. La destilación aprovecha el hecho de que el agua, componente mayoritario de estas mezclas, hierve a 100ºC mientras que el alcohol lo hace a 78ºC. La destilación se basa en dos hechos claves: uno, es posible obtener vapores a diferentes temperaturas cuando se calienta una mezcla de líquidos y, dos, esos vapores pueden volverse a convertir en líquidos cuando se enfrían por algún dispositivo. La destilación parece conocerse como herramienta desde tiempo de los mesopotamios que concentraban mediante este procedimiento los aceites esenciales extraídos de las plantas. Y hay recogida una observación de Aristóteles en el siglo IV a.C que constataba el hecho de que el agua de mar podía beberse sin problemas si se hacía hervir y, posteriormente, se enfriaba y condensaba el vapor de agua así generado para obtener de nuevo agua líquida que, hoy sabemos, no había arrastrado las sales en su transformación en vapor.
Sin embargo, los iniciadores de las bebidas concentradas en alcohol fueron, como no podía ser de otra manera los primitivos químicos, los alquimistas, muchas veces ligados en la prolegómenos de la Edad Media a ciertos centros curativos o, para que vamos a negarlo, a los conventos. Los dispositivos de destilación, que aún se pueden adquirir en algunos artesanos, eran los llamados alambiques, como los de las fotos del encabezado, en el que la mezcla a destilar se introducía en una especie de retorta en la que se calentaba con un fuego de leña o carbón. Los vapores que empezaban a salir del alambique se enfríaban en el largo tubo metálico que sale del dispositivo, simplemente porque ese tubo estaba a temperatura ambiente.
En el siglo XIV, un catalán Arnaud de Villanova acuñó el término aqua vitae, agua de vida, aplicándolo al destilado que conseguía a partir del vino. Ese término ha llegado hasta nuestros días (Whisky no es sino la versión más anglófila del término galés usado para el agua de vida, uisge beatha). Los alquimistas de los siglos siguientes atribuían a estos destilados propiedades curativas, al entender que se trataba de una poderosa sustancia, la quintaesencia, tan fundamental como la tierra, el agua, el fuego y el aire. Años más tarde, con productos como el propio whisky, el armagnac, la ginebra o el vodka, se amplió la gama de productos en los que el contenido alcohólico era más alto que el naturalmente producico en la ferementación alcohólica.
El proceso de la destilación no es, sin embargo, tan sencillo como parece deducirse de las líneas anteriores. Incluso destilando una pura mezcla de agua y alcohol, la cosa no es tan simple. Podría uno pensar que puestos a destilar, nos saldría primero el alcohol y, cuando éste se terminara en la mezcla, nos saldría el agua y asunto terminado. Pues no es así. Agua y alcohol, en proporciones aproximadas de 4/96, forman una curiosa mezcla denominada azeótropo que hierve a una temperatura inferior a la del propio alcohol, con lo cual, en muchas situaciones, la destilación no produce alcohol puro, sino el llamado alcohol de 96, llamado así precisamente por esa curiosa proporción azeotrópica, que se vende así antes que como alcohol al 100% por motivos puramente económicos. Eliminar el 4% de agua del azeótropo supone un encarecimiento notable de tan popular antiséptico.
A la hora de destilar las mezclas que dan lugar a los diferentes tipos de bebidas alcohólicas, la cosa aún se complica más. Los procesos de fermentación que tienen lugar en el vino, la cerveza u otros, generan que la mezcla contenga además de agua y alcohol toda una serie de otras sustancias en disolución, en diferentes proporciones, con diferentes puntos de ebullición, etc. Por ejemplo, muchas bebidas alcohólicas, como la sidra, pueden contener cantidades apreciables de metanol, el llamado alcohol de madera, que hierve a temperaturas del orden de 65º. De forma que si ponemos a destilar una mezcla que contenga este alcohol, los primeros vapores que saldrán de nuestro alambique contendrán concentraciones altas de él, muy tóxico para nuestro organismo incluso a concentraciones relativamente bajas, como ya comentamos en alguna entrada anterior. Es, por tanto, fundamental en el procesos de destilación eliminar esos primeros vapores que darían lugar a componentes del destilado de carácter peligroso.
Cuando destila el alcohol etílico (mejor, el azeótropo) puede hacerlo acompañado por otra serie de sustancias de puntos de ebullición similares. Incluso despues de acabar con el alcohol pueden destilar diferentes sustancias en función del tipo de uva, el tipo de malta, el tipo de manzana, etc. que se haya utilizado para conseguir la bebida alcohólica. Cada uno de esos ingredientes aportará a la porción del destilado que finalmente vayamos a consumir su matiz característico en cuanto a aromas y sabores. Si encima el destilado a consumir se envejece antes de poinerlo a la venta en barricas de roble o similares, el alcohol y otros componentes extraerán toda una gama de nuevos matices que caracterizarán al armagnac, al whisky o al brandy en cuestión. Queda claro, por tanto, que la selección de la parte del destilado que finalmente aparecerá en nuestro chupito es el resultado de un conocimiento adquirido a lo largo de los siglos y, en algunos casos, celosamente guardado por sus fabricantes.
Aunque nunca he practicado de alambiquiero, esos entrañables personajes que recorrían Galicia con su alambique para destilar orujo a domicilio, si he hecho algunos pinitos de fabricante ilegal de “digestivos”. Y no puedo dejar pasar esta oportunidad para relataros la fórmula con la que durante muchos años preparábamos en casa de mi chica un delicioso licor de mandarina. Cójase un bote grande de boca ancha. Puede servir uno como los que se utilizan para vender mayonesa en plan industrial. Concretamente nosotros usábamos uno con cabida para unos dos litros. Ahora viene lo más complicado. Hay que hacerse con 1 litro de alcohol puro. Eso es difícil en estos momentos en los que la Sección de Impuestos especiales de la Hacienda Pública controla el tráfico de alcohol y, para que no se use en bebidas como la que os propongo, obliga a los mayoristas que lo venden para usos médicos o industriales a marcarlo con algo que le dé mal olor o sabor. Pero si teneis algún amigo boticario o químico seguro que os puede conseguir alcohol puro o alcohol de 96% libre de aditivos. Pón el alcohol en el bote. Inserta tres mandarinas en un hilo largo (también esto está siendo ya complicado, casi no se venden mandarinas auténticas, solo clementinas). Suspende las mandarinas en la parte superior del bote sin que toquen el alcohol y sujétalas en esa posición arrollando el hilo en la boca del recipiente. Cierra el recipiente herméticamente. Déjalo 23 días en reposo. Al cabo de esos días, abre el bote, escurre las mandarinas que estarán llenas de alcohol y mezcla el líquido resultante con 1 litro de agua y 1 kg de azúcar en terrones hasta que estos se disuelvan. Filtra el resultado y bébetelo como un chupito bien frío.
Ahora me podía marcar un pegote sobre el proceso osmótico que causa la invasión del alcohol en la mandarina, la posterior disolución de las vitaminas y aromas de la mandarina, el cálculo del grado alcohólico del brebaje, etc. Pero hoy hace un calor que se mueren los pájaros, una ola de calor similar a la que dicen los libros de Historia que sacudía España aquel desgraciado día de hace hoy exactamente 70 años. Y no estoy para muchas bromas....
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