Hablar de un plástico conductor de la electricidad antes de los años 90 era como hablar de submarinismo en el desierto de Kalahari. Los plásticos si por algo destacan es por su carácter de aislantes o dieléctricos. Basta con apercibirse de que son plásticos los que se emplean para recubrir los hilos de conducción eléctrica o para fabricar enchufes y similares, protegiéndonos de descargas o cortocircuitos. Pero la cosa cambió en esos años 90 y aunque no voy a entrar hoy en detalles, tenemos ahora a nuestra disposición materiales como el polipirrol, el politiofeno o la polianilina que sin ser los reyes de la conducción eléctrica si se les compara con el cobre o similares, presentan, sin embargo, conductividades varios órdenes de magnitud por encima de la de un plástico convencional como pueda ser el PVC, el clásico recubrimiento de cables.
Los polímeros conductores están ahora de moda, como lo demuestra el hecho de que en el año 2000 el Premio Nobel de Química se concedió a los americanos Alan J. Heeger y Alan G. MacDiarmid junto con el japonés Hideki Shirakawa, por sus contribuciones en ese campo. En nuestra Facultad hemos tenido polímeros conductores regalándonos los oídos desde más o menos la misma época. No en vano, contábamos en nuestro Claustro con un propagandista de sus excelencias tan activo como mi colega Toribio F. Otero, ahora en Cartagena pero que, antes de marcharse, dejó en Donosti su marchamo cristalizado en forma de varios de sus antiguos doctorandos, ahora conocidos líderes de la Fundación Cidetec, para la que los polímeros conductores es uno de sus ejes estratégicos.
Muchas son las aplicaciones emergentes derivadas de un mejor conocimiento de estos materiales. Ventanas inteligentes, recubrimientos militares defensivos, músculos artificiales, pantallas planas de dispositivos electrónicos, etc. En esta entrada vamos a fijarnos en un tipo de aplicación, quizás residual, pero que dado mi interés por la Química ligada al vino, que ya vais entreviendo, me resulta particularmente interesante: las llamadas narices artificiales o narices electrónicas.
Uno de los grandes retos de la Química en este siglo es mimetizar procesos que se dan en los seres vivos. El gusto y el olfato son dos herramientas de los mamíferos que juegan papeles esenciales en su vida diaria. Sin embargo, hay notables diferencias entre ellos. El gusto radica en la lengua cuya superficie está cubierta por pequeñas papilas de diversas funciones. Las llamadas papilas gustativas son las más importantes en lo que al gusto se refiere. Están formadas por un racimo de células receptoras rodeadas de células de sostén o apoyo. Tienen un poro externo pequeño, a través del cual se proyectan finas prolongaciones de las células sensoriales, expuestas a la saliva que entra por los poros. Un alimento introducido en la boca y disuelto en la saliva, interactúa con esos receptores y genera un impulso nervioso que es transmitido al cerebro por medio los cuatro nervios craneales. La sensación del sabor se obtiene una vez en el cerebro se han recibido las señales correspondientes al conjunto de células sensoriales para todas las sustancias químicas presentes, y éste las transforma mediante complejos sistemas de reconocimiento en un sabor concreto. La frecuencia con que se repiten los impulsos indica la intensidad del sabor; es probable que un tipo de sabor quede registrado por un tipo de células que hayan respondido de una forma más específica al estímulo.
A pesar de lo que nos pueda parecer, percibimos cinco sabores básicos: en la parte delantera de la lengua captamos el sabor dulce; atrás, el amargo; a los lados, el salado y el ácido o agrio. El sabor umami se relaciona con compuestos como el glutamato monosódico y es característico de alimentos sabrosos, ricos en proteínas. Parece ser que su localización es más compleja. El resto de los sabores son sensaciones, producto de la combinación de estos cinco.
Aunque con un mecanismo similar, la nariz contiene alrededor de un millón de receptores de olor y proporciona una conjunto de sensaciones mucho mas complejo y complementario del gusto.
Pues bien las narices artificiales (también hay lenguas artificiales) tratan de reproducir, de alguna forma, esa captación por parte de nuestro olfato de los compuestos químicos que constituyen los aromas, así como el reconocimiento que nuestro cerebro hace de las señales que esas células le transmiten. Y para ello emplean un sistema mucho menos numeroso de puntos de captación (en muchos de los aparatos comerciales doce o catorce elementos) que aunque pueden estar basados en muy diversos materiales, alrededor del 60% de estos dispositivos lo están en polímeros conductores, en materiales compuestos a base de los mismos o en sus mezclas con otros polímeros.
La captación por parte de ese panel de sensores de algún componente químico (sea, por ejemplo, el tricloroanisol del “sabor a corcho”) induce en los polímeros conductores que los componen ciertos cambios que pueden ser convertidos en señales eléctricas características. Aunque esa señal no se identifica con un compuesto concreto, como puedan hacer la Resonancia Magnética Nuclear o la Espectroscopia Infrarroja, el conjunto de señales del panel en un entorno determinado (por ejemplo en el conjunto de vinos de Ribera del Duero) proporciona una especie de “huella digital” característica de cada vino en la que se podrían detectar señales inadecuadas o no habituales con gran precisión.
El mercado de estas narices electrónicas es todavía incipiente pero las aplicaciones pueden ser muy variadas. Si visitáis esta página de la NASA podréis conocer datos del desarrollo de una nariz electrónica para detectar casi inapreciables cantidades de amoníaco en la Estación Espacial Internacional que sobrevuela nuestras cabezas. En ellas, los astronautas están literalmente rodeados de amoníaco pues un sistema complejo de cañerías hace circular el mismo por su superficie como una forma de disipar el calor generado en el interior de la misma. Pero cualquier fuga de amoníaco hacia el interior de la Estación sería fatal para sus habitantes. Los Ciranos electrónicos cumplen ese papel vigilante las 24 horas del día.
Los polímeros conductores están ahora de moda, como lo demuestra el hecho de que en el año 2000 el Premio Nobel de Química se concedió a los americanos Alan J. Heeger y Alan G. MacDiarmid junto con el japonés Hideki Shirakawa, por sus contribuciones en ese campo. En nuestra Facultad hemos tenido polímeros conductores regalándonos los oídos desde más o menos la misma época. No en vano, contábamos en nuestro Claustro con un propagandista de sus excelencias tan activo como mi colega Toribio F. Otero, ahora en Cartagena pero que, antes de marcharse, dejó en Donosti su marchamo cristalizado en forma de varios de sus antiguos doctorandos, ahora conocidos líderes de la Fundación Cidetec, para la que los polímeros conductores es uno de sus ejes estratégicos.
Muchas son las aplicaciones emergentes derivadas de un mejor conocimiento de estos materiales. Ventanas inteligentes, recubrimientos militares defensivos, músculos artificiales, pantallas planas de dispositivos electrónicos, etc. En esta entrada vamos a fijarnos en un tipo de aplicación, quizás residual, pero que dado mi interés por la Química ligada al vino, que ya vais entreviendo, me resulta particularmente interesante: las llamadas narices artificiales o narices electrónicas.
Uno de los grandes retos de la Química en este siglo es mimetizar procesos que se dan en los seres vivos. El gusto y el olfato son dos herramientas de los mamíferos que juegan papeles esenciales en su vida diaria. Sin embargo, hay notables diferencias entre ellos. El gusto radica en la lengua cuya superficie está cubierta por pequeñas papilas de diversas funciones. Las llamadas papilas gustativas son las más importantes en lo que al gusto se refiere. Están formadas por un racimo de células receptoras rodeadas de células de sostén o apoyo. Tienen un poro externo pequeño, a través del cual se proyectan finas prolongaciones de las células sensoriales, expuestas a la saliva que entra por los poros. Un alimento introducido en la boca y disuelto en la saliva, interactúa con esos receptores y genera un impulso nervioso que es transmitido al cerebro por medio los cuatro nervios craneales. La sensación del sabor se obtiene una vez en el cerebro se han recibido las señales correspondientes al conjunto de células sensoriales para todas las sustancias químicas presentes, y éste las transforma mediante complejos sistemas de reconocimiento en un sabor concreto. La frecuencia con que se repiten los impulsos indica la intensidad del sabor; es probable que un tipo de sabor quede registrado por un tipo de células que hayan respondido de una forma más específica al estímulo.
A pesar de lo que nos pueda parecer, percibimos cinco sabores básicos: en la parte delantera de la lengua captamos el sabor dulce; atrás, el amargo; a los lados, el salado y el ácido o agrio. El sabor umami se relaciona con compuestos como el glutamato monosódico y es característico de alimentos sabrosos, ricos en proteínas. Parece ser que su localización es más compleja. El resto de los sabores son sensaciones, producto de la combinación de estos cinco.
Aunque con un mecanismo similar, la nariz contiene alrededor de un millón de receptores de olor y proporciona una conjunto de sensaciones mucho mas complejo y complementario del gusto.
Pues bien las narices artificiales (también hay lenguas artificiales) tratan de reproducir, de alguna forma, esa captación por parte de nuestro olfato de los compuestos químicos que constituyen los aromas, así como el reconocimiento que nuestro cerebro hace de las señales que esas células le transmiten. Y para ello emplean un sistema mucho menos numeroso de puntos de captación (en muchos de los aparatos comerciales doce o catorce elementos) que aunque pueden estar basados en muy diversos materiales, alrededor del 60% de estos dispositivos lo están en polímeros conductores, en materiales compuestos a base de los mismos o en sus mezclas con otros polímeros.
La captación por parte de ese panel de sensores de algún componente químico (sea, por ejemplo, el tricloroanisol del “sabor a corcho”) induce en los polímeros conductores que los componen ciertos cambios que pueden ser convertidos en señales eléctricas características. Aunque esa señal no se identifica con un compuesto concreto, como puedan hacer la Resonancia Magnética Nuclear o la Espectroscopia Infrarroja, el conjunto de señales del panel en un entorno determinado (por ejemplo en el conjunto de vinos de Ribera del Duero) proporciona una especie de “huella digital” característica de cada vino en la que se podrían detectar señales inadecuadas o no habituales con gran precisión.
El mercado de estas narices electrónicas es todavía incipiente pero las aplicaciones pueden ser muy variadas. Si visitáis esta página de la NASA podréis conocer datos del desarrollo de una nariz electrónica para detectar casi inapreciables cantidades de amoníaco en la Estación Espacial Internacional que sobrevuela nuestras cabezas. En ellas, los astronautas están literalmente rodeados de amoníaco pues un sistema complejo de cañerías hace circular el mismo por su superficie como una forma de disipar el calor generado en el interior de la misma. Pero cualquier fuga de amoníaco hacia el interior de la Estación sería fatal para sus habitantes. Los Ciranos electrónicos cumplen ese papel vigilante las 24 horas del día.
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