domingo, 31 de marzo de 2024

Insecticidas Gran Reserva


Siendo un chaval con edad de un solo dígito y alumno de las Escuelas Públicas Viteri de mi pueblo, recuerdo haber sido sometido, no sé si una vez o más, a una especie de fumigación individual contra piojos, pulgas y otros parásitos. No tengo pruebas sobre qué sustancia nos aplicaron, pero intuyo que era un compuesto de DDT del tipo del que se muestra en la figura que ilustra esta entrada (y que podéis ver en más detalle clicando en ella). Era una época (finales de los cincuenta, inicio de los sesenta) en la que muchas empresas químicas españolas estaban fabricando DDT bajo patente de la suiza Geigy, como ha documentado en varias entradas el Blog de Carlos Pradera, entre ellas ésta, donde aparece un niño alemán siendo rociado con DDT.

Todo esto viene a cuento porque me acabo de enterar de que, hace algo más de dos meses, falleció Ron Hites, un veterano científico (1942) de la Universidad de Indiana que ha estado activo hasta su fallecimiento. Le he seguido desde hace algún tiempo y gracias a su producción científica, he podido escribir y hablar en más de un foro sobre la historia de las dioxinas, sobre las que Hites es un referente. En un artículo publicado meses antes de su muerte, firmado junto a su colaboradora Marta Venier en la revista Environmental Science & Technology, se estudiaba la evolución en el tiempo de la concentración en el aire de algunos compuestos químicos (casi todos insecticidas), entre los que se incluía el DDT. El título del artículo es “Buenas noticias: Algunos insecticidas han sido virtualmente eliminados en el aire cerca de los Grandes Lagos”.

El DDT es uno de los ejemplos más evidentes de la doble cara de la Química, pues ha salvado millones de personas en todo el mundo de morir de malaria al acabar con los mosquitos Anófeles que la propagan pero, por otro lado, presenta graves problemas al ser persistente en el medio ambiente y acumulativo en la grasa de los animales, incluidos los humanos. Su caída en desgracia empezó con la publicación del famoso libro de Rachel Carson “La primavera silenciosa” y la posterior decisión de la EPA americana de prohibirlo. Sobre esto ya he hablado con más detalle en otra entrada de este Blog pero hay también textos muy interesantes, como el de mi colega en la UPV/EHU Eduardo Angulo (ver aquí).

Probablemente el más conocido de una serie de insecticidas que surgieron en los años cercanos a la Segunda Guerra Mundial, el DDT contiene cloro, que también contienen otros insecticidas famosos como el Lindano u otros menos conocidos como el clordano o el hexaclorobenceno. Algunos de ellos estaban en la llamada docena negra (the dirty dozen), con la que la Convención de Estocolmo de 2004 empezó a restringir o prohibir el uso de sustancias químicas que pudieran constituir un peligro para el medio ambiente. Incluso antes, 1990, muchas de esas y otras sustancias empezaron a ser monitorizadas en la zona de los Grandes Lagos entre USA y Canadá, donde cada doce días se vienen realizando periódicas medidas de la contaminación del aire y el agua.

Sobre una base de datos de más de 150 sustancias analizadas, el artículo de Hites y Vernier se ha centrado solamente en unos cuantos insecticidas porque son compuestos sobre los que se tienen más datos y porque han querido mostrar con ellos diferentes modos de comportamiento de la evolución en el tiempo hacia su total eliminación.

Si os fijáis en el título del artículo, los autores hablan de que algunos de estos compuestos han sido virtualmente (no totalmente) eliminados. Y eso es así porque una de las aspiraciones de Raquel Carson, la eliminación total en el ambiente (“tolerancia cero”) de estas sustancias producidas por el hombre, es muy complicado de poderse conseguir. Las sucesivas técnicas analíticas introducidas por los químicos están permitiendo llegar a medir concentraciones cada vez más pequeñas y concentraciones no detectadas en tiempos de la Carson (y que serían entonces establecidas como concentraciones cero) son hoy fácilmente detectables y medibles. Así que, conscientes de ello, los autores del artículo declaran a un insecticida como “desaparecido” cuando su concentración está por debajo del nivel más bajo de cuantificación (LOQ) de las técnicas más potentes actualmente empleadas y que ellos sitúan en 0,1 picogramos por metro cúbico de muestra de aire analizada. Un picogramo, os recuerdo, es la billonésima parte del gramo (0.000000000001 gramos).

Algunos insecticidas estudiados por Hites y Vernier, tras su prohibición, han ido desapareciendo de forma continuada. En ese caso están el lindano o el endosulfán que, a la luz de los datos existentes, estarán virtualmente eliminados en esa región de América del Norte en 2025. EL DDT está también en clara regresión sobre todo en zonas agrícolas aunque todavía parece resistirse en el entorno de las ciudades. Los autores especulan que ello es debido a que el terreno agrícola es removido periódicamente facilitando la emisión del DDT al aire y su posterior degradación, mientras que los suelos urbanos, más estables, constituyen un reservorio bastante consistente, por ahora, de la sustancia.

La concentración de clordano está también descendiendo a un ritmo que hace que cada 10-15 años su valor se reduzca a la mitad, pero aún está lejos de poderse afirmar que vaya a pasar próximamente a la categoría de virtualmente desaparecido. Ese descenso es particularmente evidente en las zonas urbanas, algo que no es de extrañar dado que que esta sustancia se empleó para proteger contra las termitas las maderas de las casas.

Finalmente está el caso de insecticidas como el hexaclorobenceno. Su concentración parece ser estable en el tiempo a pesar de que lleva años prohibido. Los autores arguyen que hay otras fuentes de esa sustancia, ligadas a la fabricación de metales como el aluminio o el magnesio que generan emisiones de él. Un artículo publicado en red hace unos días constata algo parecido en el caso de los famosos PCB’s, también incluidos en la lista negra de la Convención de Estocolmo pero que, a pesar de haber cesado su fabricación y uso, parecen seguirse emitiendo como subproductos de ciertos procesos industriales.

Así que habrá que seguir monitorizándolos para estar seguros de que estamos en el buen camino. Aunque vuelvo a llamar vuestra atención sobre el hecho de que es la progresiva mejora de las técnicas analíticas lo que nos permite seguir detectándolos en el ambiente. Suelo decir en mis charlas de divulgación que ese continuo progreso es uno de los causantes de la Quimiofobia contra la que me peleo en este Blog.

Y un poco de musica para estos días tranquilos (solo tres minutos). La Pavana de Gabriel Fauré con la Filarmónica de Berlín bajo la batuta de Sir Simon Rattle. Lo del flautista es una pasada.

miércoles, 13 de marzo de 2024

El escuadrón del veneno

El ciudadano de frente despejada que veis situado en la fila de atrás de la foto, el tercero por la izquierda, se llamaba Harvey W. Wiley (1844-1930) y en 1902 había enrolado a doce jóvenes (en la foto, faltan dos), todos ellos varones americanos, blancos y de buena salud para emplearlos como cobayas en sus intentos de demostrar que muchos conservantes (sobre todo) y otros aditivos que se estaban utilizando en la incipiente industria alimentaria de los Estados Unidos, así como otras sustancias vendidas como “medicamentos”, eran nocivos para la salud humana. Los enrolados en este Escuadrón del Veneno (Poison Squad, como popularmente se les denominó en USA*), estaban obligados a desayunar, comer y cenar comida normal, pero la mitad del grupo lo tenía que hacer con alimentos deliberadamente contaminados (la otra mitad no) con el aditivo bajo estudio y por lo que recibían un estipendio de 5 dólares de la época al mes.

Aunque ahora pueda parecer que nuestros ancestros de esa época tenían una alimentación sana y “natural”, lo cierto es que desde mediados del siglo XIX, tanto en países europeos como Alemania o Gran Bretaña o en los Estados Unidos, era evidente que muchos proveedores de alimentos estaban usando prácticas que disminuían la calidad de los mismos y, en algunos casos, ponían en grave riesgo la salud de de los consumidores. Desde vender leche que previamente se había desnatado y a la que se había añadido agua (algo que en mi infancia recuerdo que mi madre denunciaba), como en el uso de compuestos de cromo o arsénico en la confección de golosinas coloreadas con ellos, lo que estuvo en el origen de varias muertes en Inglaterra. En esa época, charlatanes y boticarios vendían pretendidos fármacos como, por ejemplo, el que se ve en la foto de abajo, que contenía cocaína para aliviar el problema de los primeros dientes en los niños.

En 1878, el Wiley de la foto volvió a su puesto de la Universidad de Purdue (Indiana) tras un periodo sabático en Alemania donde, además de asistir a las conferencias de August Wilhelm von Hofmann, el descubridor de los derivados orgánicos del alquitrán, como la anilina, trabajó en el Laboratorio Imperial de Alimentos de Bismarck, lo que le hizo dominar el uso de instrumentos como el polarímetro, entonces en boga en el estudió de los azúcares. A su regreso, las autoridades sanitaria de Indiana le pidieron que analizara los azúcares y jarabes a la venta en el estado para detectar cualquier adulteración. Wiley publicó su primer artículo sobre la adulteración del azúcar con glucosa en 1881.

Al año siguiente, Wiley aceptó una oferta del Departamento de Agricultura americano (USDA) como responsable de su Unidad de Química, que estaba al cargo del estudio y control de muchos alimentos y empezó su particular cruzada en la que, además de buscar posibles adulteraciones en los mismos, propugnaba que los alimentos, las bebidas y los fármacos se etiquetaran verazmente para que el consumidor supiera lo que estaba comprando.

Tras organizar su equipo de trabajo, en 1887 la USDA publicó el primer examen detallado de productos alimenticios titulado Foods and Food Adulterants (también conocido como Boletín técnico nº 13). Revelaba, como era de esperar, que al analizar muestras de leche, los químicos del equipo de Wiley habían encontrado muchas veces un producto casi siempre diluido con agua y blanqueado con tiza para darle un aspecto menos sucio. Detectaron muchas bacterias nadando en la leche y, en algún caso, hasta gusanos en el fondo de la botella. Los hallazgos sobre otros productos lácteos fueron igualmente reveladores. Gran parte de la "mantequilla" que los científicos encontraron en el mercado no tenía nada que ver con un producto lácteo, excepto por el nombre ficticio que figuraba en la etiqueta del producto.

En los años siguientes hubo escándalos sonados que tenían que ver con otros alimentos y bebidas. Uno de los que más repercusión tuvieron en los medios fue la constatación de que algunos de los whiskys que se vendían eran auténticos timos. Se obtenían con alcohol obtenido por destilación de diversas fuentes, al que se añadían diversos colorantes y aditivos para simular el producto que se proclamaba en la etiqueta. Otro escándalo similar se produjo tras la guerra de Cuba entre Estados Unidos y España en Cuba, que terminó en 1898, cuando se hizo público el cabreo de la Marina americana por haber estado consumiendo unas latas de carne a las que, para preservarlas de su normal deteriorο, se añadía formaldehído. Dado que este producto, cuyos efectos tóxicos hoy conocemos bien, se empleaba y emplea para conservar cadáveres, el asunto pasó a la prensa americana bajo el término “embalmed beef” (carne embalsamada).

En mayo de 1902, Wiley consiguió que el Congreso americano le proporcionara una subvención de 5.000 dólares de la época para poner en marcha los ensayos con su “escuadrón del veneno”, sobre algunos aditivos que estaban causando alarma. Solo seis meses más tarde se inició el primer test, dedicado al bórax, que se estaba empleando como conservante de la leche y la mantequilla (en las casas no había aún frigoríficos eléctricos como los que ahora conocemos). A ellos siguieron otros como el formadehído ya citado, el ácido salicílico, la sacarina, de la que enseguida hablaremos, o el benzoato sódico.

Tras cada publicación de los resultados en los que, invariablemente, Wiley recomendaba la eliminación de esos aditivos a la vista de los efectos evidenciados en la muchachada del escuadrón, las industrias usuarias de los mismos le acababan llamando de todo. Pero, pese a todo, consiguió que, en 1906, el Congreso aprobara la desde entonces famosa Ley de Alimentos y Fármacos Puros (Pure Food and Drug Acta). Con ella en la mano, el Departamento de Wiley pudo emprender una labor más sistemática en la búsqueda de contaminantes y en el requerimiento de adecuadas formas de etiquetar los alimentos, bebidas y fármacos.

Todo ello gracias al apoyo del presidente Theodore Roosevelt (no confundir con otro presidente Roosevelt, el de la segunda guerra mundial) que le defendió a capa y espada. Sin embargo, al final del mandato de Roosevelt, las chispas saltaron entre él y Wiley como resultado de que este último propusiera a la USDA la prohibición de la sacarina, al entender que era un aditivo sin valor energético, derivado del alquitrán y que había causado algunos problemas a sus cobayas humanos. Pero el médico personal de Roosevelt le había recomendado sustituir el azúcar por sacarina, como forma de controlar sus problemas de sobrepeso y su incipiente diabetes. Podéis leer la atribulada historia de la sacarina en Estados Unidos en dos entradas sucesivas (y muy visitadas) que escribí en 2013 en el Blog del Búho, picando aquí y aquí.

Al principio, Roosevelt se rebeló contra las intenciones de Wiley, nombrando una Comisión de cinco miembros, entre los que estaba el descubridor de la sacarina (Ira Remsten) para el estudio de la propuesta. Pero pronto quedó claro que la Comisión no podía ser objetiva porque el propio Presidente se encargó de dejar claro en una de las reuniones que “quienquiera que piense que la sacarina es dañina es un perfecto idiota”. Así que la Comisión no se atrevió a aprobar su prohibición aunque, de manera suave y para satisfacción del lobby de los azucareros, indicó que no tenía valor alimentario y que, por tanto, no podía sustituir al azúcar sin hacer que los alimentos que lo contuvieran "perdieran calidad".

Tras el fin del mandato de Roosevelt, las cosas tampoco mejoraron para Wiley con el siguiente presidente (William H. Taft) así que el 15 de marzo de 1912, cuarenta años antes de que naciera este vuestro Búho, Wiley dimitió de su cargo. Pero, por encima de su problemática vida en la USDA, la historia americana le recuerda como el creador de la Pure Food and Drug Acta arriba mencionada, cuya aplicación evidenció la necesidad de la creación en 1927 de la actual Food and Drug Administration, la conocida y poderosa FDA americana que controla todo lo que tiene que ver con la alimentación y medicamentos vendidos en EEUU.

Y para terminar sin perder las buenas costumbres, un poco de música (menos de 4 minutos). El Vals de la suite Masquerade de Katchaturian por la Orquesta de la Scala dirigida por Daniel Harding.

(*) Este post está inspirado en una reciente charla online de la American Chemical Society, impartida por Deborah Blum, una prestigiosa periodista científica americana que me indujo a leer su libro, publicado en en 2019 y titulado The Poison Squad, sobre la vida de Harvey Wiley.