El pasado martes, 26 de julio, el mismo día que cumplía 103 años, James (Jim) Lovelock falleció en su casa del pequeño pueblo inglés de Abbotsbury como consecuencia de complicaciones derivadas de una reciente caída. Dice la Wikipedia que Lovelock fue un médico, meteorólogo, escritor, inventor, químico atmosférico y ambientalista inglés. Todo eso es cierto, y si se me permite un añadido, diré también que ha sido un personaje polémico en la mayoría de los temas en los que se vio implicado a lo largo de su vida científica. Si queréis constatarlo con sus propias palabras, podéis leer su libro en castellano de 2007, titulado "La venganza de la Tierra" con opiniones que han levantado ampollas en temas como el cambio climático, la lluvia ácida, el agujero de ozono, los movimientos ecologistas o su apuesta por la energía nuclear como única forma de revertir a la Tierra (que Lovelock denominaba muchas veces por el nombre de Gaia), a su estado de equilibrio autorregulador.
Sobre la hipótesis Gaia, tan famosa en el ámbito ecologista, nada diré. Primero porque no me considero ni mediano conocedor del tema y, segundo, porque ya lo leeréis en los muchos obituarios que se están escribiendo sobre el fallecido. Este vuestro Búho, seguidor de Lovelock desde hace muchos años, ha preferido hoy, como pequeño homenaje a su figura, actualizar una de las primeras entradas en este Blog, escrita solo tres semanas después de haberlo inaugurado (2006), y que estuvo dedicada a un invento suyo que revolucionó el análisis químico de la época.
Ese invento, el llamado detector de captura electrónica (ECD), supuso mejorar en gran medida los niveles de detección de sustancias químicas, al utilizarlo en una técnica que se estaba implantando en los laboratorios de análisis químico de los años cincuenta, la cromatografía de gases, aún hoy una de las herramientas más versátiles para cualquier laboratorio químico. En la foto que ilustra esta entrada (se puede ampliar clicando sobre ella) podéis ver a Lovelock en el Museo de la Ciencia de Londres junto a uno de los primeros montajes en los que utilizó su detector.
Lovelock entró en contacto con la cromatografía de gases en el verano de 1951 cuando dos de sus colegas en el Instituto Nacional de Investigación Médica (NIMR), A. Martin y T. James, introdujeron dicha técnica en sus laboratorios, como consecuencia de las expectativas que la misma estaba levantando. La técnica había interesado no solo a la incipiente industria petroquímica que necesitaba un método rápido de separación, identificación y cuantificación de los componentes de las complejas mezclas existentes en sus líneas de producción. También había interesado a bioquímicos y analíticos como posibilidad de separar productos muy similares y que se encontraban mezclados en cantidades muy pequeñas.
Y de hecho, en ese problema estaba Lovelock, que andaba interesado en ver los efectos de las bajas temperaturas (criogenización) en la evolución de los ácidos grasos de los lípidos constitutivos de las membranas celulares. Ello implicaba medir concentraciones muy pequeñas, dado el tamaño de las muestras de tejido de animales empleados en el laboratorio. Aunque desde los colegas del NIMR le dieron el clásico consejo que muchas veces hemos dado los que nos hemos dedicado a caracterizar sustancias y materiales (”no me vengas con muestras tan pequeñas, procura producir más cantidad acumulando experimentos y luego vuelves"), alguien le sugirió que quizás tuviera que desarrollar un detector más sensible que el hasta entonces empleado en los equipos de cromatografía.
Y nuestro Lovelock lo consiguió. Y, lo que es más importante, lo hizo en el momento oportuno. Hasta esos años cincuenta, los toxicólogos estaban acostumbrados a tener que analizar insecticidas y plaguicidas inorgánicos como el arsénico blanco que, con técnicas analíticas clásicas, podían detectarse hasta niveles de 0.2 partes por millón (ppm), o lo que es lo mismo, en la proporción de 0.2 gramos del contaminante por cada tonelada de masa analizada. Pero cuando los biólogos que estudiaban la vida marina empezaron a evidenciar que insecticidas organoclorados como el DDT o el Dieldrin se habían acumulado en pequeñas cantidades en crustáceos y peces con resultados fatales, fue evidente que para detectar esos problemas adecuadamente había que llegar a niveles de detección cientos o miles de veces inferiores, del orden de las partes por billón (ppb). En el curso de esa década de los cincuenta la sociedad americana estuvo además particularmente alarmada por la detección de otros productos químicos en alimentos, como el famoso caso de los arándanos y el aminotriazol de 1959.
En 1962, la bióloga marina Rachel Carson publicó su famoso libro “La primavera silenciosa”, que puso la diana en los efectos del uso desmesurado y no regulado del DDT, un insecticida cuya producción se triplicó entre los años 1953 y 1959. Para el establecimiento de cómo se había introduciendo el DDT en diversas especies con efectos perjudiciales, resultaron claves las medidas analíticas que se pudieron hacer con el detector de Lovelock. Bien es verdad, y Lovelock lo dice claramente en el capítulo sexto de su libro de 2007, que la prohibición del uso del mismo en USA por parte de la Agencia de Protección del Medio Ambiente (EPA) en 1972 y que imitaron muchos otros países, "fue un acto egoísta y erróneo llevado a cabo por radicales del primer mundo. Los habitantes de países tropicales han pagado un alto precio en muertes y enfermedades por no poder utilizar el DDT para controlar la malaria". De esto ya hablamos en otra entrada de este Blog.
Desde esos años sesenta, los detectores que han seguido al invento de Lovelock han llegado a alcanzar sensibilidades a los plaguicidas cien millones de veces mayores que las que tenían las primeras técnicas empleadas en su análisis. El progreso alcanzado es tan grande que ni siquiera las personas más implicadas en ello podían predecirlo. Francis Gunther, una figura señera en el análisis del DDT durante los años 50 y 60 decía, todavía a principios de los setenta, que llegar a detectar 1 parte por trillón (ppt), 1 gramo de DDT en un millón de toneladas de muestra contaminada, era como "creer en las hadas".
Bien, y aquí estamos, con técnicas que nos permitirían detectar minúsculas cantidades de un contaminante en millones de toneladas de muestra. Todo un logro de la Ciencia, en un plazo de tiempo increíble, motivada por resolver un problema que alteraba el clima social y presionada por las instituciones. Analizado así parece un ejemplo prototípico del papel de la Ciencia en la sociedad actual. Y sin duda alguna lo es, pero algunos pensamos que la actual ansiedad sobre los productos químicos, eso que llamamos Quimiofobia, hubiera tardado mucho tiempo en penetrar en el tejido social si no se hubieran dado desarrollos tan vertiginosos como el del detector de Lovelock. Llegamos así a un punto en el que el problema analítico está básicamente resuelto pero el sociológico permanece irresoluble, dadas las controversias sobre la ubicuidad de las sustancias químicas en todo lo que comemos, bebemos o respiramos y sobre los umbrales a partir de los que una sustancia debe considerarse perjudicial.
Porque, extrapolando, podemos llegar a la opinión de la propia Carson que abogaba por una tolerancia “cero” frente a sustancias producidas por el hombre. El problema es identificar qué se considera "cero", algo que depende evidentemente de la sensibilidad que tengan las técnicas de detección que empleemos en el laboratorio. En el libro de 2007 arriba mencionado, Lovelock deja claro que el no es partidario de esa filosofía de la Carson y hace suya la frase de Paracelso tantas veces citada en este blog: “es la dosis la que hace el veneno”. Como consecuencia de nuestra alimentación, nuestro propio organismo está plagado de sustancias que son tóxicas a partir de un cierto nivel y, sin embargo, las toleramos perfectamente en los niveles que habitualmente alcanzan. Y la mayoría son de origen natural o incluso producidas por nuestro propio organismo.
El detector de Lovelock fue también clave en la detección de los compuestos clorados causantes del agujero en la capa de ozono. En ese asunto, Lovelock mostró también su espíritu escéptico y peleón, pero sobre eso hablaremos en otra entrada en la que actualizaré la escrita, también hace años, sobre el citado agujero.
Que su Gaia le sea leve al amigo Jim. Seguro que no le parecería mal que le cite aquí como un ejemplo más de la longevidad de los químicos, a pesar de su dilatado contacto con sustancias químicas. Siempre y cuando una mísera caída no se cruce en su camino.
Sobre la hipótesis Gaia, tan famosa en el ámbito ecologista, nada diré. Primero porque no me considero ni mediano conocedor del tema y, segundo, porque ya lo leeréis en los muchos obituarios que se están escribiendo sobre el fallecido. Este vuestro Búho, seguidor de Lovelock desde hace muchos años, ha preferido hoy, como pequeño homenaje a su figura, actualizar una de las primeras entradas en este Blog, escrita solo tres semanas después de haberlo inaugurado (2006), y que estuvo dedicada a un invento suyo que revolucionó el análisis químico de la época.
Ese invento, el llamado detector de captura electrónica (ECD), supuso mejorar en gran medida los niveles de detección de sustancias químicas, al utilizarlo en una técnica que se estaba implantando en los laboratorios de análisis químico de los años cincuenta, la cromatografía de gases, aún hoy una de las herramientas más versátiles para cualquier laboratorio químico. En la foto que ilustra esta entrada (se puede ampliar clicando sobre ella) podéis ver a Lovelock en el Museo de la Ciencia de Londres junto a uno de los primeros montajes en los que utilizó su detector.
Lovelock entró en contacto con la cromatografía de gases en el verano de 1951 cuando dos de sus colegas en el Instituto Nacional de Investigación Médica (NIMR), A. Martin y T. James, introdujeron dicha técnica en sus laboratorios, como consecuencia de las expectativas que la misma estaba levantando. La técnica había interesado no solo a la incipiente industria petroquímica que necesitaba un método rápido de separación, identificación y cuantificación de los componentes de las complejas mezclas existentes en sus líneas de producción. También había interesado a bioquímicos y analíticos como posibilidad de separar productos muy similares y que se encontraban mezclados en cantidades muy pequeñas.
Y de hecho, en ese problema estaba Lovelock, que andaba interesado en ver los efectos de las bajas temperaturas (criogenización) en la evolución de los ácidos grasos de los lípidos constitutivos de las membranas celulares. Ello implicaba medir concentraciones muy pequeñas, dado el tamaño de las muestras de tejido de animales empleados en el laboratorio. Aunque desde los colegas del NIMR le dieron el clásico consejo que muchas veces hemos dado los que nos hemos dedicado a caracterizar sustancias y materiales (”no me vengas con muestras tan pequeñas, procura producir más cantidad acumulando experimentos y luego vuelves"), alguien le sugirió que quizás tuviera que desarrollar un detector más sensible que el hasta entonces empleado en los equipos de cromatografía.
Y nuestro Lovelock lo consiguió. Y, lo que es más importante, lo hizo en el momento oportuno. Hasta esos años cincuenta, los toxicólogos estaban acostumbrados a tener que analizar insecticidas y plaguicidas inorgánicos como el arsénico blanco que, con técnicas analíticas clásicas, podían detectarse hasta niveles de 0.2 partes por millón (ppm), o lo que es lo mismo, en la proporción de 0.2 gramos del contaminante por cada tonelada de masa analizada. Pero cuando los biólogos que estudiaban la vida marina empezaron a evidenciar que insecticidas organoclorados como el DDT o el Dieldrin se habían acumulado en pequeñas cantidades en crustáceos y peces con resultados fatales, fue evidente que para detectar esos problemas adecuadamente había que llegar a niveles de detección cientos o miles de veces inferiores, del orden de las partes por billón (ppb). En el curso de esa década de los cincuenta la sociedad americana estuvo además particularmente alarmada por la detección de otros productos químicos en alimentos, como el famoso caso de los arándanos y el aminotriazol de 1959.
En 1962, la bióloga marina Rachel Carson publicó su famoso libro “La primavera silenciosa”, que puso la diana en los efectos del uso desmesurado y no regulado del DDT, un insecticida cuya producción se triplicó entre los años 1953 y 1959. Para el establecimiento de cómo se había introduciendo el DDT en diversas especies con efectos perjudiciales, resultaron claves las medidas analíticas que se pudieron hacer con el detector de Lovelock. Bien es verdad, y Lovelock lo dice claramente en el capítulo sexto de su libro de 2007, que la prohibición del uso del mismo en USA por parte de la Agencia de Protección del Medio Ambiente (EPA) en 1972 y que imitaron muchos otros países, "fue un acto egoísta y erróneo llevado a cabo por radicales del primer mundo. Los habitantes de países tropicales han pagado un alto precio en muertes y enfermedades por no poder utilizar el DDT para controlar la malaria". De esto ya hablamos en otra entrada de este Blog.
Desde esos años sesenta, los detectores que han seguido al invento de Lovelock han llegado a alcanzar sensibilidades a los plaguicidas cien millones de veces mayores que las que tenían las primeras técnicas empleadas en su análisis. El progreso alcanzado es tan grande que ni siquiera las personas más implicadas en ello podían predecirlo. Francis Gunther, una figura señera en el análisis del DDT durante los años 50 y 60 decía, todavía a principios de los setenta, que llegar a detectar 1 parte por trillón (ppt), 1 gramo de DDT en un millón de toneladas de muestra contaminada, era como "creer en las hadas".
Bien, y aquí estamos, con técnicas que nos permitirían detectar minúsculas cantidades de un contaminante en millones de toneladas de muestra. Todo un logro de la Ciencia, en un plazo de tiempo increíble, motivada por resolver un problema que alteraba el clima social y presionada por las instituciones. Analizado así parece un ejemplo prototípico del papel de la Ciencia en la sociedad actual. Y sin duda alguna lo es, pero algunos pensamos que la actual ansiedad sobre los productos químicos, eso que llamamos Quimiofobia, hubiera tardado mucho tiempo en penetrar en el tejido social si no se hubieran dado desarrollos tan vertiginosos como el del detector de Lovelock. Llegamos así a un punto en el que el problema analítico está básicamente resuelto pero el sociológico permanece irresoluble, dadas las controversias sobre la ubicuidad de las sustancias químicas en todo lo que comemos, bebemos o respiramos y sobre los umbrales a partir de los que una sustancia debe considerarse perjudicial.
Porque, extrapolando, podemos llegar a la opinión de la propia Carson que abogaba por una tolerancia “cero” frente a sustancias producidas por el hombre. El problema es identificar qué se considera "cero", algo que depende evidentemente de la sensibilidad que tengan las técnicas de detección que empleemos en el laboratorio. En el libro de 2007 arriba mencionado, Lovelock deja claro que el no es partidario de esa filosofía de la Carson y hace suya la frase de Paracelso tantas veces citada en este blog: “es la dosis la que hace el veneno”. Como consecuencia de nuestra alimentación, nuestro propio organismo está plagado de sustancias que son tóxicas a partir de un cierto nivel y, sin embargo, las toleramos perfectamente en los niveles que habitualmente alcanzan. Y la mayoría son de origen natural o incluso producidas por nuestro propio organismo.
El detector de Lovelock fue también clave en la detección de los compuestos clorados causantes del agujero en la capa de ozono. En ese asunto, Lovelock mostró también su espíritu escéptico y peleón, pero sobre eso hablaremos en otra entrada en la que actualizaré la escrita, también hace años, sobre el citado agujero.
Que su Gaia le sea leve al amigo Jim. Seguro que no le parecería mal que le cite aquí como un ejemplo más de la longevidad de los químicos, a pesar de su dilatado contacto con sustancias químicas. Siempre y cuando una mísera caída no se cruce en su camino.