Hace muchos años y de cara a escribir la introducción de mi Tesis Doctoral (1979) tuve que informarme sobre el mundo de los cauchos, tanto los producidos por determinados árboles tropicales como los sintetizados por los humanos en el siglo XX. Un mundo, sobre todo el de los cauchos producidos por árboles, que me resultó fascinante y que, de alguna forma, resumí en esta entrada ya lejana. Para los químicos un caucho es un poliisopreno o, lo que es igual, un polímero con miles de unidades de una cosa que llamamos isopreno. Desde entonces, todo lo que tiene que ver con el isopreno me ha llamado la atención y alguna otra entrada en este Blog lo demuestra. Y esta de hoy no es sino una consecuencia más de ese interés.
Como bien cuenta estos días un apartado de la web del americano National Snow and Ice Data Center (Centro Nacional de Datos sobre Hielo y Nieve), este jueves 25 de octubre de 2018 se han cumplido cuarenta años del inicio de la misión de un aparato conocido por las siglas SMMR, alojado en el satélite Nimbus-7 y destinado a medir la extensión de hielo en zonas polares. Si revisáis un poco el enlace anterior podéis comprobar en la última de las cuatro figuras que se muestran que, desde el comienzo de esa misión y en lo que al Ártico se refiere (la Antártida es otra historia), el número de kilómetros cuadrados ocupados por hielo ha ido descendiendo de forma progresiva.
Sin embargo un período de cuarenta años, en términos del clima, no son nada y de cara a poder aventurar predicciones sobre lo que pueda ocurrir en el futuro, se necesitan series más largas de datos del pasado porque, como siempre he enseñado a mis alumnos, extrapolar puede inducir conclusiones muy arriesgadas (y más cuanto más nos alejemos de los datos fiablemente medidos). Pero tener una idea de lo que ocurrió en el pasado sobre estos asuntos no es fácil. Hasta el advenimiento de instrumentos alojados en satélites, las regiones polares eran unas perfectas desconocidas para los humanos que, como mucho, se aventuraban por esos lares y sus alrededores a pie, en barco o con medio aéreos para tener una idea de lo que allí ocurría. Y de eso tampoco hace mucho tiempo. Así que, como en otros casos ya explicados aquí (temperaturas y pH del agua de mar), ha habido que recurrir a indicadores paleoclimáticos, conocidos como proxies en terminología inglesa. Y también en este caso del hielo ártico, como en las dos entradas mencionadas, la Química tiene algo que ver con un reciente proxy, todavía no muy difundido en la literatura, que os voy a contar aquí.
Las diatomeas son un tipo de algas unicelulares que constituye uno de los grupos más importantes del fitoplancton. Pueden vivir en el mar pero también en hielo, tan es así que ciertas especies son endémicas en él. Algunas de esas diatomeas que viven en el hielo son capaces de sintetizar una serie de moléculas (biomarcadores) como consecuencia de su actividad biológica que, cuando mueren o el hielo desaparece, se depositan en forma de sedimentos en el fondo del mar. Son estables a lo largo de miles de años, de hecho son más estables que los propios esqueletos de las diatomeas, y se pueden detectar con facilidad en cantidades muy pequeñas con las modernas técnicas analíticas.
Además, y esto es fundamental, algunos de esos biomarcadores solo aparecen en sedimentos de lugares donde haya habido hielo en el pasado y no en otros que siempre han estado libres del mismo. Ese es el caso (y aquí aparece algo relacionado con el isopreno) de los llamados isoprenoides altamente ramificados (HBI en inglés), unos lípidos generados por diferentes diatomeas como las Haslea o las Rhizosolenia que viven en capas relativamente superficiales del hielo. Uno de ellos ha pasado a constituirse en una valiosa herramienta para estudiar la evolución del hielo en el pasado. Su fórmula la podéis ver en la figura que ilustra la entrada y nombrarlo es un buen ejercicio de nomenclatura química: 2,6,10,14-tetrametil-7-(3-metil-pent-4-enil) pentadecano. Pero se le conoce por su apodo, IP25, formado por la I que viene de Ice (hielo), la P de Proxy (indicador paleoclimático) y el 25 del número de carbonos que tiene el angelito. Visto de otra forma, el IP25 proviene de cinco moléculas de isopreno en lugar de las miles que constituían los cauchos de mi Tesis.
El procedimiento por el cual se sacan conclusiones sobre el hielo en el pasado es bastante fácil de explicar en plan divulgativo aunque, como todo, la cosa no es baladí. Se extraen testigos (cores) de sedimentos en el mar hasta determinadas profundidades y se establecen las fechas a las que se depositaron a diferentes alturas con las técnicas habituales de datación radiactiva. Y a cada altura del sedimento se mide de forma muy precisa la concentración de IP25 mediante lo que los químicos llamamos GC-MS. Cuanto más alta sea la concentración de ese marcador a una determinada altura en el testigo, más hielo hubo en el tiempo en el que esa capa del sedimento se formó. Desde su propuesta en 2007 [S.T. Belt y otros, Organic Geochemistry 38, 16 (2007)] este tipo de análisis se ha empleado, sobre todo, en varias zonas árticas en las que se sospecha han podido ocurrir en el pasado diferentes procesos de extensión y retracción del hielo.
Podría contaros algunos resultados interesantes que proporciona el uso de este indicador en lo relativo a cómo parece que ha evolucionado el hielo en los últimos milenios. Pero no lo voy a hacer, primero porque no soy versado en estas cosas y, en segundo lugar, porque la lectura de un importante artículo sobre el tema de uno de los grupos que ha trabajado más en la implantación de la técnica [S.T. Belt and J. Müller, Quaternary Science Reviews 79, 9 (2013)], me ha dejado la impresión de que aún hay muchos interrogantes por resolver antes de estar seguros de su fiabilidad. Aunque, todo hay que decirlo, algunos resultados parecen cuadrar bien con la evolución que hemos visto por satélite recientemente y con la alternancia de épocas más frías y más calientes en pasados milenios (como la Pequeña Edad del Hielo o el Óptimo Climático Romano) y sobre las que existen otras evidencias históricas.
Pero lo que si parece claro, tras leerme el capítulo 3, sección 3.3.8, del último informe "especial" del Panel Internacional del Cambio Climático (IPCC-SR15), es que estos ojitos de búho que se comerá la tierra más pronto que tarde, no verán un Ártico desprovisto de hielo en la temporada veraniega, algo que nos habían venido pronosticando unos cuantos desde hace treinta años, en algunos casos para fechas que ya pertenecen al pasado, extrapolando los datos que los satélites nos iban dando.
Como bien cuenta estos días un apartado de la web del americano National Snow and Ice Data Center (Centro Nacional de Datos sobre Hielo y Nieve), este jueves 25 de octubre de 2018 se han cumplido cuarenta años del inicio de la misión de un aparato conocido por las siglas SMMR, alojado en el satélite Nimbus-7 y destinado a medir la extensión de hielo en zonas polares. Si revisáis un poco el enlace anterior podéis comprobar en la última de las cuatro figuras que se muestran que, desde el comienzo de esa misión y en lo que al Ártico se refiere (la Antártida es otra historia), el número de kilómetros cuadrados ocupados por hielo ha ido descendiendo de forma progresiva.
Sin embargo un período de cuarenta años, en términos del clima, no son nada y de cara a poder aventurar predicciones sobre lo que pueda ocurrir en el futuro, se necesitan series más largas de datos del pasado porque, como siempre he enseñado a mis alumnos, extrapolar puede inducir conclusiones muy arriesgadas (y más cuanto más nos alejemos de los datos fiablemente medidos). Pero tener una idea de lo que ocurrió en el pasado sobre estos asuntos no es fácil. Hasta el advenimiento de instrumentos alojados en satélites, las regiones polares eran unas perfectas desconocidas para los humanos que, como mucho, se aventuraban por esos lares y sus alrededores a pie, en barco o con medio aéreos para tener una idea de lo que allí ocurría. Y de eso tampoco hace mucho tiempo. Así que, como en otros casos ya explicados aquí (temperaturas y pH del agua de mar), ha habido que recurrir a indicadores paleoclimáticos, conocidos como proxies en terminología inglesa. Y también en este caso del hielo ártico, como en las dos entradas mencionadas, la Química tiene algo que ver con un reciente proxy, todavía no muy difundido en la literatura, que os voy a contar aquí.
Las diatomeas son un tipo de algas unicelulares que constituye uno de los grupos más importantes del fitoplancton. Pueden vivir en el mar pero también en hielo, tan es así que ciertas especies son endémicas en él. Algunas de esas diatomeas que viven en el hielo son capaces de sintetizar una serie de moléculas (biomarcadores) como consecuencia de su actividad biológica que, cuando mueren o el hielo desaparece, se depositan en forma de sedimentos en el fondo del mar. Son estables a lo largo de miles de años, de hecho son más estables que los propios esqueletos de las diatomeas, y se pueden detectar con facilidad en cantidades muy pequeñas con las modernas técnicas analíticas.
Además, y esto es fundamental, algunos de esos biomarcadores solo aparecen en sedimentos de lugares donde haya habido hielo en el pasado y no en otros que siempre han estado libres del mismo. Ese es el caso (y aquí aparece algo relacionado con el isopreno) de los llamados isoprenoides altamente ramificados (HBI en inglés), unos lípidos generados por diferentes diatomeas como las Haslea o las Rhizosolenia que viven en capas relativamente superficiales del hielo. Uno de ellos ha pasado a constituirse en una valiosa herramienta para estudiar la evolución del hielo en el pasado. Su fórmula la podéis ver en la figura que ilustra la entrada y nombrarlo es un buen ejercicio de nomenclatura química: 2,6,10,14-tetrametil-7-(3-metil-pent-4-enil) pentadecano. Pero se le conoce por su apodo, IP25, formado por la I que viene de Ice (hielo), la P de Proxy (indicador paleoclimático) y el 25 del número de carbonos que tiene el angelito. Visto de otra forma, el IP25 proviene de cinco moléculas de isopreno en lugar de las miles que constituían los cauchos de mi Tesis.
El procedimiento por el cual se sacan conclusiones sobre el hielo en el pasado es bastante fácil de explicar en plan divulgativo aunque, como todo, la cosa no es baladí. Se extraen testigos (cores) de sedimentos en el mar hasta determinadas profundidades y se establecen las fechas a las que se depositaron a diferentes alturas con las técnicas habituales de datación radiactiva. Y a cada altura del sedimento se mide de forma muy precisa la concentración de IP25 mediante lo que los químicos llamamos GC-MS. Cuanto más alta sea la concentración de ese marcador a una determinada altura en el testigo, más hielo hubo en el tiempo en el que esa capa del sedimento se formó. Desde su propuesta en 2007 [S.T. Belt y otros, Organic Geochemistry 38, 16 (2007)] este tipo de análisis se ha empleado, sobre todo, en varias zonas árticas en las que se sospecha han podido ocurrir en el pasado diferentes procesos de extensión y retracción del hielo.
Podría contaros algunos resultados interesantes que proporciona el uso de este indicador en lo relativo a cómo parece que ha evolucionado el hielo en los últimos milenios. Pero no lo voy a hacer, primero porque no soy versado en estas cosas y, en segundo lugar, porque la lectura de un importante artículo sobre el tema de uno de los grupos que ha trabajado más en la implantación de la técnica [S.T. Belt and J. Müller, Quaternary Science Reviews 79, 9 (2013)], me ha dejado la impresión de que aún hay muchos interrogantes por resolver antes de estar seguros de su fiabilidad. Aunque, todo hay que decirlo, algunos resultados parecen cuadrar bien con la evolución que hemos visto por satélite recientemente y con la alternancia de épocas más frías y más calientes en pasados milenios (como la Pequeña Edad del Hielo o el Óptimo Climático Romano) y sobre las que existen otras evidencias históricas.
Pero lo que si parece claro, tras leerme el capítulo 3, sección 3.3.8, del último informe "especial" del Panel Internacional del Cambio Climático (IPCC-SR15), es que estos ojitos de búho que se comerá la tierra más pronto que tarde, no verán un Ártico desprovisto de hielo en la temporada veraniega, algo que nos habían venido pronosticando unos cuantos desde hace treinta años, en algunos casos para fechas que ya pertenecen al pasado, extrapolando los datos que los satélites nos iban dando.