Los que tenemos ya muchos calendarios podemos valorar mejor que los más jóvenes lo que supone disponer de una máquina tan discreta y eficaz como un congelador. Tener guardados alimentos que se conservan más tiempo y que pueden sacarse en un momento, programado o de necesidad, es algo que cambia, literalmente, nuestro modo de comer. Aunque algunas veces se nos presenten algunos problemillas, como el de tener una urgencia para utilizar algo que teníamos congelado y no tener tiempo para descongelarlo mediante un proceso lento y seguro. Esa "molesta" situación es la que me planteaba un amigo hace unos días, pidiéndome alternativas.
Este Búho ha usado mucho el congelador, porque para la ajetreada vida que hemos llevado cuando éramos más jóvenes, comer todos los días en casa era difícil de conseguir si no lo usabas racionalmente. Y en esa necesidad, me he encontrado bastantes veces en la situación de mi amigo. Pronto aprendí que la descongelación mediante un microondas no era una solución satisfactoria porque, en muchas ocasiones, siempre acababan por empezar a cocerse las partes más delgadas del alimento a descongelar.
Pero como fiel seguidor de mi amigo Harold McGee, hace ya seis años pude leerle en el New York Times sobre los experimentos que había llevado a cabo para descongelar viandas en tiempos más o menos razonables y que resultan adecuados cuando se te ha olvidado dejarlas la noche anterior en tu frigorífico, la forma más aconsejada de descongelar. Y el truco es sencillo: consiste en introducir tu alimento congelado en una de esas bolsas herméticas de plástico, las que llevan una cremallera o similar, y colocar esa bolsa y su contenido en un recipiente con agua no excesivamente caliente. En cuestión de minutos tu alimento estará descongelado. Supongo que muchos de vosotros conoceréis esa posibilidad pero vamos a documentar un poco las razones de la misma.
La culpa de todo la tiene Joseph Fourier, un matemático y físico francés con una curiosa historia y que nos ilustró sobre los misterios de la transmisión del calor. De origen humilde acabó en un orfanato, pero sus educadas maneras y su talento para las matemáticas hicieron que el mismísimo obispo de Auxerre lo colocara bajo la tutela de unos monjes benedictinos, lo que le permitió seguir estudiando. Subyugado por las ideas de la Revolución Francesa se adhirió a ella pero, como muchos de sus correligionarios, cayó finalmente en desgracia y estuvo a punto de poner el cuello debajo de Madame Guillotine. Pasado el susto y las urgencias revolucionarias, sus conocimientos le permitieron acompañar a Napoleón en su campaña en Egipto en 1798. La carrera académica de Fourier estuvo muy ligada al período napoleónico y cuando este se fue a pique, Fourier duró poco.
Pero, para entonces, ya había concebido (1812) una de las obras fundamentales de la Física de la época, la Teoría Analítica del Calor (publicada en 1822), en la que puso en forma de ecuaciones matemáticas el clásico experimento de Jean-Baptiste Biot, en 1804, en el que una barra de hierro se calienta en uno de los extremos y se enfría en el otro, permitiendo que la misma alcance una situación estacionaria, en la que el calor suministrado por el extremo caliente va "fluyendo" hacia el otro extremo a una velocidad que depende del punto de la barra que consideremos. Lo de fluir y otras cosas daría para varias entradas, pero no es el momento.
Lo que aquí interesa es que, de acuerdo con la ley de Fourier de la transmisión del calor, cada material transmite el calor de manera diferente, aún en la situación en la que la diferencia de temperatura entre las partes frías y calientes del mismo sea la misma. Por ejemplo, y para lo aquí nos ocupa, los gases transmiten el calor peor que los líquidos y estos peor que los sólidos. Sobre esto ya os he contado algo en el Blog, cuando os explicaba cómo enfriar champán con una mezcla de agua, sal y hielo, más rápidamente que en un congelador, siempre que se usen composiciones adecuadas de la llamada mezcla frigorífica. Pues aquí es algo parecido pero el efecto inverso.
Cuando dejamos un trozo de salmón o unas pechugas de pollo a descongelar en una cocina que está, como hoy la de mi casa, a 23 ºC, el calor se transmite desde el aire que constituye la atmósfera de mi cocina (una mezcla de oxígeno y nitrógeno, fundamentalmente) a la pieza congelada. Ese proceso de transmisión viene marcado por la llamada conductividad térmica del aire que es, aproximadamente, de 0,02 W/(m-K). Sin embargo, cuando yo pongo mi bolsa de plástico cerrada con mi alimento congelado en un recipiente con agua a la misma temperatura de 23 ºC, la magnitud que controla ahora el mismo proceso de descongelación es la conductividad térmica del agua, más de veinte veces superior a la del aire. Así que, más o menos, esa es la diferencia en los tiempos necesarios para la descongelación.
Si subimos la temperatura del agua, el proceso se acelerará, tanto porque la conductividad del agua aumenta con la temperatura como porque el calor fluye más rápidamente cuando mayor es la diferencia de temperatura entre el cuerpo caliente (agua) y el cuerpo frío (el congelado), así que podríais emplear aguas más o menos calientes para controlar el proceso en tiempos adecuados a vuestras necesidades. Pero no abuséis. Temperaturas más altas implican, en principio, una mayor posibilidad de desarrollo de microorganismos en la superficie de vuestros congelados.
Harold McGee cita en su artículo estudios científicos de la USDA americana [Journal of Food Science 76, 156 (2011)] sobre los tiempos de descongelación de chuletas de buey a diferentes temperaturas del agua, así como las consecuencias que ese proceso tiene en la habitual pérdida de agua del alimento durante el mismo o en otras propiedades ligadas a la textura final de la chuleta. Se hace eco igualmente de estudios de la Universidad de Utah [Food Control 20, 706 (2009)], esta vez sobre pechugas de pollo, en los que además de las características anteriores se fijan en el crecimiento bacteriano y en propiedades organolépticas de pechugas descongeladas frente a otras que no sufrieron el proceso de congelación. En lo que se refiere a lo primero, en piezas relativamente pequeñas como las pechugas, parece que el crecimiento bacteriano quedaba dentro de límites seguros. Y en lo que se refiere al producto descongelado y posteriormente cocinado, parece que un panel de cata no fue capaz de discernir qué pollo había estado congelado y cuál no.
Como consecuencia de todo ello y de sus experiencias, Harold recomienda utilizar una temperatura para el agua en torno a unos 40-50 ºC lo que, generalmente, podéis conseguir jugando con vuestros grifos de agua caliente y fría. Harold recomienda agitar de vez en cuando el agua y comprobar periódicamente cómo va la descongelación, para no exponer la pieza más tiempo del necesario.
La próxima vez que estéis en un apuro lo probáis.
Este Búho ha usado mucho el congelador, porque para la ajetreada vida que hemos llevado cuando éramos más jóvenes, comer todos los días en casa era difícil de conseguir si no lo usabas racionalmente. Y en esa necesidad, me he encontrado bastantes veces en la situación de mi amigo. Pronto aprendí que la descongelación mediante un microondas no era una solución satisfactoria porque, en muchas ocasiones, siempre acababan por empezar a cocerse las partes más delgadas del alimento a descongelar.
Pero como fiel seguidor de mi amigo Harold McGee, hace ya seis años pude leerle en el New York Times sobre los experimentos que había llevado a cabo para descongelar viandas en tiempos más o menos razonables y que resultan adecuados cuando se te ha olvidado dejarlas la noche anterior en tu frigorífico, la forma más aconsejada de descongelar. Y el truco es sencillo: consiste en introducir tu alimento congelado en una de esas bolsas herméticas de plástico, las que llevan una cremallera o similar, y colocar esa bolsa y su contenido en un recipiente con agua no excesivamente caliente. En cuestión de minutos tu alimento estará descongelado. Supongo que muchos de vosotros conoceréis esa posibilidad pero vamos a documentar un poco las razones de la misma.
La culpa de todo la tiene Joseph Fourier, un matemático y físico francés con una curiosa historia y que nos ilustró sobre los misterios de la transmisión del calor. De origen humilde acabó en un orfanato, pero sus educadas maneras y su talento para las matemáticas hicieron que el mismísimo obispo de Auxerre lo colocara bajo la tutela de unos monjes benedictinos, lo que le permitió seguir estudiando. Subyugado por las ideas de la Revolución Francesa se adhirió a ella pero, como muchos de sus correligionarios, cayó finalmente en desgracia y estuvo a punto de poner el cuello debajo de Madame Guillotine. Pasado el susto y las urgencias revolucionarias, sus conocimientos le permitieron acompañar a Napoleón en su campaña en Egipto en 1798. La carrera académica de Fourier estuvo muy ligada al período napoleónico y cuando este se fue a pique, Fourier duró poco.
Pero, para entonces, ya había concebido (1812) una de las obras fundamentales de la Física de la época, la Teoría Analítica del Calor (publicada en 1822), en la que puso en forma de ecuaciones matemáticas el clásico experimento de Jean-Baptiste Biot, en 1804, en el que una barra de hierro se calienta en uno de los extremos y se enfría en el otro, permitiendo que la misma alcance una situación estacionaria, en la que el calor suministrado por el extremo caliente va "fluyendo" hacia el otro extremo a una velocidad que depende del punto de la barra que consideremos. Lo de fluir y otras cosas daría para varias entradas, pero no es el momento.
Lo que aquí interesa es que, de acuerdo con la ley de Fourier de la transmisión del calor, cada material transmite el calor de manera diferente, aún en la situación en la que la diferencia de temperatura entre las partes frías y calientes del mismo sea la misma. Por ejemplo, y para lo aquí nos ocupa, los gases transmiten el calor peor que los líquidos y estos peor que los sólidos. Sobre esto ya os he contado algo en el Blog, cuando os explicaba cómo enfriar champán con una mezcla de agua, sal y hielo, más rápidamente que en un congelador, siempre que se usen composiciones adecuadas de la llamada mezcla frigorífica. Pues aquí es algo parecido pero el efecto inverso.
Cuando dejamos un trozo de salmón o unas pechugas de pollo a descongelar en una cocina que está, como hoy la de mi casa, a 23 ºC, el calor se transmite desde el aire que constituye la atmósfera de mi cocina (una mezcla de oxígeno y nitrógeno, fundamentalmente) a la pieza congelada. Ese proceso de transmisión viene marcado por la llamada conductividad térmica del aire que es, aproximadamente, de 0,02 W/(m-K). Sin embargo, cuando yo pongo mi bolsa de plástico cerrada con mi alimento congelado en un recipiente con agua a la misma temperatura de 23 ºC, la magnitud que controla ahora el mismo proceso de descongelación es la conductividad térmica del agua, más de veinte veces superior a la del aire. Así que, más o menos, esa es la diferencia en los tiempos necesarios para la descongelación.
Si subimos la temperatura del agua, el proceso se acelerará, tanto porque la conductividad del agua aumenta con la temperatura como porque el calor fluye más rápidamente cuando mayor es la diferencia de temperatura entre el cuerpo caliente (agua) y el cuerpo frío (el congelado), así que podríais emplear aguas más o menos calientes para controlar el proceso en tiempos adecuados a vuestras necesidades. Pero no abuséis. Temperaturas más altas implican, en principio, una mayor posibilidad de desarrollo de microorganismos en la superficie de vuestros congelados.
Harold McGee cita en su artículo estudios científicos de la USDA americana [Journal of Food Science 76, 156 (2011)] sobre los tiempos de descongelación de chuletas de buey a diferentes temperaturas del agua, así como las consecuencias que ese proceso tiene en la habitual pérdida de agua del alimento durante el mismo o en otras propiedades ligadas a la textura final de la chuleta. Se hace eco igualmente de estudios de la Universidad de Utah [Food Control 20, 706 (2009)], esta vez sobre pechugas de pollo, en los que además de las características anteriores se fijan en el crecimiento bacteriano y en propiedades organolépticas de pechugas descongeladas frente a otras que no sufrieron el proceso de congelación. En lo que se refiere a lo primero, en piezas relativamente pequeñas como las pechugas, parece que el crecimiento bacteriano quedaba dentro de límites seguros. Y en lo que se refiere al producto descongelado y posteriormente cocinado, parece que un panel de cata no fue capaz de discernir qué pollo había estado congelado y cuál no.
Como consecuencia de todo ello y de sus experiencias, Harold recomienda utilizar una temperatura para el agua en torno a unos 40-50 ºC lo que, generalmente, podéis conseguir jugando con vuestros grifos de agua caliente y fría. Harold recomienda agitar de vez en cuando el agua y comprobar periódicamente cómo va la descongelación, para no exponer la pieza más tiempo del necesario.
La próxima vez que estéis en un apuro lo probáis.