Cuando doy charlas en las que sale a relucir el concepto de Quimiofobia, suelo decir muchas veces que una parte importante de que esa fobia se esté implantando de forma creciente en nuestro entorno se debe a los propios químicos. Y no me refiero a negligencias que hayamos cometido, a los intereses bastardos de la industria química u otras retahílas habituales en lugares quimiofóbicos. La parte de culpa a la que me refiero tiene que ver con el hecho de que hayamos sido capaces de poner en el mercado potentes técnicas analíticas que parecen indicar, al que no conoce bien todos los parámetros, que un universo de sustancias químicas nocivas nos rodea y perjudica.
La pregunta pertinente es qué hubiera pasado si hubiéramos aplicado estas mismas técnicas a nuestros antepasados de las cavernas. Dado que se calentaban con fuego y comían muchas cosas "a la brasa" no es aventurado afirmar que algo de dioxina y algo de benzopireno seguro que aparecían.
La historia de esta ansiedad social provocada por avances en las técnicas analíticas empieza en los años 50, con la introducción del llamado detector de captura electrónica en la técnica conocida como cromatografía de gases por parte de uno de los padres del ecologismo, James Lovelock, y que coincidió en el tiempo con la denuncia por parte de Rachel Carson de los inconvenientes del uso masivo de insecticidas como el DDT. Esa historia y sus detalles está en este Blog desde hace más de diez años.
Desde entonces ha llovido un poco y las técnicas han mejorado tanto que, por ejemplo, en el caso de algunos conocidos insecticidas, podemos detectarlos y medirlos en concentraciones cien millones de veces más pequeñas que las que se podían detectar con las técnicas empleadas en los años sesenta.
Así que, aquí estamos ahora, con técnicas que nos permitirían detectar una gota de vermouth en un millón de litros de ginebra. Todo un logro de la Ciencia, en un plazo relativamente corto de tiempo, Ciencia que se sentía motivada por resolver un problema que alteraba el clima social (el DDT y similares), presionada por las instituciones,.... Así analizado parece un ejemplo prototípico del papel de los científicos en la sociedad actual.
Pues no está tan claro. Somos muchos los que pensamos que desarrollos tan vertiginosos como el del detector de captura electrónica de Lovelock (y su extremada sensibilidad) han incrementado la ansiedad de la sociedad ante la presencia detectable de muchos productos químicos. Algunos, ciertamente, los hemos puesto los químicos en el ambiente pero otros muchos, como los arriba mencionados, andan cerca del hombre desde que este empezó a jugar con el fuego.
Ahora, una nueva herramienta va a contribuir a esa ansiedad social de que todo está contaminado. Investigadores de la Oregon State University, financiados por el grupo ecologista Environmental Defense Fund, han desarrollado una pulsera de silicona, como la que veis en la foto, que es capaz de absorber las sustancias químicas a las que el portador de la misma está expuesto durante su vida cotidiana.
Aunque el método está todavía en desarrollo y, por el momento, solo proporciona información cualitativa (qué sustancias capta la pulsera) pero no cuantitativa (qué cantidad de esa sustancia hay en la pulsera), los investigadores son ya capaces de detectar hasta 1400 productos químicos diferentes entre los que, evidentemente, han introducido aquellos que están en boca de todos (insecticidas, disruptores endocrino, hidrocarburos aromáticos policíclicos, retardantes a la llama, fragancias, etc).
No creo necesario aclarar que estoy encantado de que se desarrollen nuevas herramientas como las pulseras en cuestión o cualquier nueva técnica instrumental como las que siguen apareciendo y que, seguramente, van a ser utilizadas en programas serios de control de la contaminación ambiental o de aquella a la que están expuestas ciertas profesiones (la pulsera ha servido para hacer un estudio con instaladores de telas asfálticas en tejados). En mi percepción personal eso ayudará a que todos vivamos en un mundo más seguro y podamos, además, detectar con mayor facilidad cualquier problema que pueda generarse. Pero mi percepción personal va por un lado y la de otros muchos va por otro.
Conociendo como me conozco el percal, estoy convencido de que cuando el precio de la pulsera baje a límites razonables para un americano medio (ahora vale 1000 dólares), ingentes cantidades de yankies (fundamentalmente californianos) andarán armados de la misma para comprobar qué "químicos" se cuelan en su vida y en la de sus hijos.
La pregunta pertinente es qué hubiera pasado si hubiéramos aplicado estas mismas técnicas a nuestros antepasados de las cavernas. Dado que se calentaban con fuego y comían muchas cosas "a la brasa" no es aventurado afirmar que algo de dioxina y algo de benzopireno seguro que aparecían.
La historia de esta ansiedad social provocada por avances en las técnicas analíticas empieza en los años 50, con la introducción del llamado detector de captura electrónica en la técnica conocida como cromatografía de gases por parte de uno de los padres del ecologismo, James Lovelock, y que coincidió en el tiempo con la denuncia por parte de Rachel Carson de los inconvenientes del uso masivo de insecticidas como el DDT. Esa historia y sus detalles está en este Blog desde hace más de diez años.
Desde entonces ha llovido un poco y las técnicas han mejorado tanto que, por ejemplo, en el caso de algunos conocidos insecticidas, podemos detectarlos y medirlos en concentraciones cien millones de veces más pequeñas que las que se podían detectar con las técnicas empleadas en los años sesenta.
Así que, aquí estamos ahora, con técnicas que nos permitirían detectar una gota de vermouth en un millón de litros de ginebra. Todo un logro de la Ciencia, en un plazo relativamente corto de tiempo, Ciencia que se sentía motivada por resolver un problema que alteraba el clima social (el DDT y similares), presionada por las instituciones,.... Así analizado parece un ejemplo prototípico del papel de los científicos en la sociedad actual.
Pues no está tan claro. Somos muchos los que pensamos que desarrollos tan vertiginosos como el del detector de captura electrónica de Lovelock (y su extremada sensibilidad) han incrementado la ansiedad de la sociedad ante la presencia detectable de muchos productos químicos. Algunos, ciertamente, los hemos puesto los químicos en el ambiente pero otros muchos, como los arriba mencionados, andan cerca del hombre desde que este empezó a jugar con el fuego.
Ahora, una nueva herramienta va a contribuir a esa ansiedad social de que todo está contaminado. Investigadores de la Oregon State University, financiados por el grupo ecologista Environmental Defense Fund, han desarrollado una pulsera de silicona, como la que veis en la foto, que es capaz de absorber las sustancias químicas a las que el portador de la misma está expuesto durante su vida cotidiana.
Aunque el método está todavía en desarrollo y, por el momento, solo proporciona información cualitativa (qué sustancias capta la pulsera) pero no cuantitativa (qué cantidad de esa sustancia hay en la pulsera), los investigadores son ya capaces de detectar hasta 1400 productos químicos diferentes entre los que, evidentemente, han introducido aquellos que están en boca de todos (insecticidas, disruptores endocrino, hidrocarburos aromáticos policíclicos, retardantes a la llama, fragancias, etc).
No creo necesario aclarar que estoy encantado de que se desarrollen nuevas herramientas como las pulseras en cuestión o cualquier nueva técnica instrumental como las que siguen apareciendo y que, seguramente, van a ser utilizadas en programas serios de control de la contaminación ambiental o de aquella a la que están expuestas ciertas profesiones (la pulsera ha servido para hacer un estudio con instaladores de telas asfálticas en tejados). En mi percepción personal eso ayudará a que todos vivamos en un mundo más seguro y podamos, además, detectar con mayor facilidad cualquier problema que pueda generarse. Pero mi percepción personal va por un lado y la de otros muchos va por otro.
Conociendo como me conozco el percal, estoy convencido de que cuando el precio de la pulsera baje a límites razonables para un americano medio (ahora vale 1000 dólares), ingentes cantidades de yankies (fundamentalmente californianos) andarán armados de la misma para comprobar qué "químicos" se cuelan en su vida y en la de sus hijos.