domingo, 29 de septiembre de 2013

Chiripa y membranas

Son varias las veces que en este Blog hemos hablado de descubrimientos relevantes en la Química que se han producido por chiripa, chamba o palabras relacionadas (lo siento, lo de serendipia no me va). Sin ir más lejos, en la penúltima entrada, hablamos de la sacarina y su decubrimiento fortuito por Fahlberg. Pero muchos otros descubrimientos, sobre todo relacionados con polímeros, han ido salpicando estas páginas, desde el Teflón al Superglue o desde el Polietileno al Velcro (y los que no los conozcan no tienen más que usar el buscador de arriba a la izquierda, que para eso está).

Hace unos pocos meses, justo antes del verano, mi colega y amigo Thomas Schäfer invitó a nuestro Instituto a su antiguo jefe, Klaus-Viktor Peinneman, un reputado científico en el área de las membranas de separación y que hoy presta sus servicios en la King Abdullah University of Science and Technology, conocida bajo el acrónimo KAUST, un faraónico proyecto universitario como hoy sólo se puede hacer en Arabia Saudi y países cercanos, gracias al poder del petróleo. Su charla fue muy variada, pues nos introdujo las maravillas de la propia KAUST (y alguna miseria) pero también la historia de las membranas de ósmosis inversa utilizadas en plantas desalinizadoras, algo de lo que también hablamos aquí hace algún tiempo. Fué una charla soft, poco técnica y muy agradable, en la que los descubrimientos por chiripa afloraron más de una vez.

No en vano, el origen de esta tecnología tan sorprendente (hay quien piensa que es uno de los descubrimientos más relevantes del ser humano) fue un conjunto de carambolas, hasta llegar a la suprema, que os voy a relatar. Todo empieza en los primeros cincuenta, cuando el Profesor Yuster de la Universidad de California en Los Angeles (UCLA), concibió la idea de emplear la llamada ecuación de Gibbs de la adsorción como base para diseñar un proceso que permitiera obtener agua potable a partir de agua de mar. De acuerdo con esa ecuación, el agua salada en contacto con aire o con una superficie hidrofóbica (que no le gusta el agua) debe genera una capa superficial de agua pura de unos pocos Angstroms de espesor junto a esa superficie. Así que parecía razonable buscar el procedimiento para ir retirando esa capa, que sería reemplazada por otra y así sucesivamente.

Las cosas se precipitaron en 1958 cuando el Grupo de Yuster consiguió separar agua a partir del agua de mar, usando como agente de separación una membrana de acetato de celulosa, un polímero semisintético obtenido tratando con ácido acético las fibras de celulosa que pueden extraerse de árboles y plantas. Un miembro del Grupo, Suri Sourirajan, se fue un día de ese año a casa de un Yuster en fase terminal de su enfermedad, con unos pocos mililitros de agua desalinizada que él y Sidney Loeb habían conseguido en el laboratorio, lo que hizo saltar a Yuster de la cama y profetizar que si se podía hacer en pequeño se podían producir millones de litros de agua potable. Y no se equivocó.

Pero para llegar a esas producciones había que solucionar muchas cosas, la más crucial de las cuales era hacer que el flujo a través de la membrana de acetato fuera más importante y hacer así el proceso escalable y rentable. La inmediata solución era adelgazar el espesor de las membranas pero, al hacerlo, aguantaban peor la presión que había que ejercer con el agua de mar sobre la membrana y ésta se rompía. Así que se pensó en modificar el tamaño del poro de la misma, para lo que se empezó a tratar las membranas a diversas temperaturas en agua, consiguiendo regular el flujo conseguido en función de la temperatura y los tiempos de tratamiento. Pero en los ensayos de la eficacia de las membranas, que se hacían tras el tratamiento térmico, las cosas eran algo difíciles de explicar... Usando la misma membrana en varios experimentos, los resultados en términos del rechazo a la sal eran caóticos. A veces el agua resultante estaba libre de sal, a veces no, luego otra vez si, luego en otros tres no y así..


La culpa le cayó al último currito, Ed Salover, el técnico que preparaba las membranas por prensado despues del tratamiento térmico. Y el hombre tuvo que aguantar varias broncas, hasta que la repetición de muchos experimentos (a ver si me leen mis estudiantes y lo aplican) llevó a la conclusión de que aproximadamente el 50% de los experimentos eran buenos y el otro 50% malos. Ello alejó las sospechas del bendito Salover, en dirección de la cara de la membrana que se ponía en contacto con la disolución salina. Hoy sabemos que en esas membranas de Sourirajan, Loeb y sus muchachos, la porosidad va variando a lo largo del espesor, desde una muy porosa hasta otra densa, en la que los poros prácticamente no existen. Sólo si la disolución salina se pone en contacto con la menos porosa, las cosas funcionan.

Así, por chiripa, aparece el concepto de membrana asimétrica de separación (o membrana de Loeb-Sourirajan, en el ámbito de las plantas desalinizadoras), algo que ha generado con posterioridad una tecnología que ha inundado de agua vastas zonas del mundo. No sin problemas de eficacia energética y contaminación marina. Pero eso es otra historia, de la que ya hablé en la entrada arriba mencionada.

domingo, 22 de septiembre de 2013

La sacarina y sus rebeldes (y II)

¡Vaya agobio!. No vuelvo a escribir una entrada en dos partes ni borracho. No sé cuántos emails, comentarios y similares he recibido estos días reclamando la segunda parte de esta saga. Y uno va ya un poco a ritmo caribeño. Que casi 400 entradas son muchas entradas y tengo el cerebro bloguero demasiado exprimido. Pero, por fin, allá vamos, recordando que habíamos dejado a nuestra sacarina en una especie de limbo histórico, protegida por el Presidente Roosevelt pero poco aceptada por la mayoria de los consumidores occidentales. Y ello era así porque, en aquella época, el azúcar era tenido como el no va más de la alimentación y la sacarina, además de derivada de la brea de petróleo y sin valor energético, tenía un cierto sabor metálico poco atractivo.

Pero llegó la segunda guerra mundial y las cosas empezaron a cambiar lentamente. El azúcar fué uno de los primeros productos en ser racionados en Estados Unidos y uno de los últimos que se liberó. Y así, un producto cuyas excelencias había cantado todo el mundo como barato, eficiente, energético y un largo etcétera, pasó a ser casi una exquisitez que había que buscar con celo y dinero. Entre 1942 y 1946, los soldados de América necesitaban azúcar como "gasolina" para sus hazañas bélicas y las mujeres americanas fueron bombardeadas con campañas en las que se les advertía que cualquier libra de azúcar que emplearan en endulzarse el café y, sobre todo, elaborando los riquísimos y energéticos dulces caseros, era algo que estaba disminuyendo las posibilidades de una victoria de sus soldados en el campo de batalla.

Así que poco a poco, empezaron a buscar sustitutos. Y encontraron en las farmacias, y en ciertos stores, botes metálicos como el de la foto de la entrada anterior. Al principio, la introducción de la sacarina en la vida culinaria cotidiana tuvo sus detractores, no sólo por lo del sabor metálico antes mencionado, sino también porque la sacarina fue aireada como un símbolo de la pobreza absoluta y depravación en la que estaban cayendo los enemigos nazis. Pero lo cierto es que la gente no debió hacer mucho caso a estas monsergas de "expertos gastronómicos" y ya en julio de 1942, sólo unos pocos meses despues del racionamiento del azúcar, Monsanto no podía fabricar toda la sacarina que se le demandaba.

Despues de la guerra, el consumo de la sacarina continuó creciendo y se buscaron alternativas como el ciclamato que, consumido solo o en mezclas con sacarina, resolvía de un plumazo el asunto del sabor metálico y, además, permitía procesarse en productos horneados a alta temperatura en los que la sacarina se descomponía.

Y así llegamos a la década de los sesenta, donde estos productos de la Química se revelaron como una forma de regular el peso, sobre todo de los consumidores de las bebidas y refrescos con azúcar. Durante esta primera década de la cultura americana de la dieta a base de edulcorantes, su uso fue tanto una expresión de una especie de nueva "libertad" como una medio, sobre todo para las mujeres blancas y de clase media y alta, para poderse adaptar a los nuevos estereotipos de belleza que llegaban principalmente de la dulce Francia.

La segunda gran rebelión, tras la anterior de Roosevelt, llegó en marzo de 1977, cuando la Food and Drug Administration (FDA) anunció que, a partir de enero de 1978, la sacarina quedaría prohibida en los Estados Unidos. Echando mano de la llamada Cláusula Delaney, introducida en la legislación en 1958, según la cual cualquier producto que se demostrara carcinógeno con animales debía ser prohibido para su consumo por humanos, la FDA se vió forzada a hacerlo con la sacarina. El origen estaba en ciertos estudios publicados desde los sesenta, en los que se demostraba que la sacarina producía cáncer de vejiga en los ratones.

Algo similar había pasado con el ciclamato en 1969 aunque la cuestión pasó sin pena ni gloria. Pero en el caso de la sacarina se organizó la mundial y en un par de semanas de marzo de 1977, más de 30.000 americanos rebeldes escribieron cartas a sus representantes en el Congreso protestando por la medida. Para diciembre ya había más de un millón de cartas. La cosa fue tan lejos en los medios políticos y periodísticos, que hubo que buscar un compromiso de la mano de uno de los Kennedy, Ted, a la sazón senador, que consiguó que se aprobara la llamada Saccharin Study and Labeling Acta, en la que se imponía una moratoria en la prohibición de la sacarina, pero se ordenaba que todos los productos que la contuvieran llevaran una etiqueta que avisara de que la sacarina había producido cáncer en animales.

Esa obligatoriedad en el empleo de la mencionada etiqueta se eliminó en el año 2000, cuando se pudo comprobar, tras estudios ulteriores, que lo que era cierto para el cáncer de vejiga en ratones no era extrapolable a los humanos. Esos estudios demostraron que en el aparato urinario de los ratones, y no en el de los humanos, se da una rara combinación de un alto valor de pH con altas concentraciones de fosfato cálcico y proteínas. Una o más de esas proteínas, combinadas con el fosfato y la sacarina producen microcristales que dañan el revestimiento de la vejiga. Para responder a ese daño y tratar de repararlo, el tejido circundante genera una superproducción de células, lo que acaba conduciendo al cáncer.

Pero para ese inicio del siglo XXI, la sacarina estaba ya un poco en decadencia, sobre todo por la feroz competencia de otros edulcorantes como el aspartamo, el Acesulfamo K, la sucralosa y otros modernos y más eficientes productos de la industria química.

lunes, 16 de septiembre de 2013

La sacarina y sus rebeldes (I)

Muchas de las charlas divulgativas que he impartido sobre la Químiofobia atribuyen el origen de esta manía a imperdonables fallos de la industria química, a destructoras estrategias militares y a la influencia del libro publicado por Rachel Carson en 1962, titulado "The silent spring", en el que, sobre todo, arremetía contra los efectos del uso indiscriminado del DDT. El libro se convirtió en un símbolo de las vanguardias americanas de los sesenta del siglo pasado que, con la guerra de Vietnam y otras cuestiones, generaron un caldo de cultivo contra la Química que aún perdura. Pero me parece que, desde este otoño, el inicio de la Quimiofobia lo voy a llevar un poco más atrás.

En 1877, el Profesor Ira Remsen admitió en su laboratorio de Química de la Johns Hopkins University a un químico de origen ruso, Constantin Fahlberg, al que puso a trabajar en una de sus líneas de investigación destinada a identificar los compuestos químicos derivados del alquitrán de hulla. Dice la leyenda creada en torno a esta historia que un día de junio de 1878, Fahlberg volvió a casa del laboratorio y se percató de que a pesar de haberse lavado las manos, éstas estaban impregnadas de algo sorprendentemente dulce. Volvió al laboratorio y a base de dar lengüetazos a los productos con los que estaba trabajando (los químicos del pasado eran así de lanzados), descubrió que el causante del dulzor era un compuesto que había aislado y que, entre otras opciones, puede nombrarse como orto sulfobenzamida.

La historia de los años siguientes es larga y tortuosa y se puede resumir diciendo que Fahlberg siguió estudiando el producto un poco a espaldas de Remsen y, cuando estuvo seguro de sus resultados, lo patentó y se dedicó a tratar de ganar dinero con él, bajo el nombre con el que hoy conocemos al producto, sacarina. Pero por alguna razón que no está del todo clara, cuando se trasladó a Alemania y montó una planta de producción en Magdeburg, sus esfuerzos se centraron en vender la sacarina (evidentemente como sustituto del azúcar) a la incipiente industria de las bebidas carbonatadas. Por ello, no es de extrañar que la mayoría de las personas supieran poco de este producto durante los años finales del siglo XIX, puesto que, a ese nivel, solo algunos médicos empezaron a familiarizarse con ella como alternativa al azúcar para diabéticos y personas con problemas de peso.

La sacarina subió un peldaño más en su popularidad cuando, en 1901, John Queeney abrió su propia planta de la misma en la ciudad americana de San Luis que, en poco tiempo, se convirtió en el embrión de la famosa Monsanto Chemicals. Para 1903, la Monsanto ya producía cafeína, sacarina y vainillina, componentes básicos para las bebidas carbonatadas que se vendían en las primitivas soda fountains.

Pero en esos mismos inicios del siglo XX, el Congreso americano aprobó la Pure Food and Drug Acta y delegó su control en el Departamento de Agricultura (USDA). El jefe de la oficina química de la USDA, Harvey Wiley, emprendió con el Acta en la mano una activa búsqueda de impurezas y aditivos (sobre todo colorantes) en alimentos, a los que comenzó a llamar "adulterantes". Y como resultado de sus acciones, propuso al Presidente Roosevelt la prohición de la sacarina, en tanto que aditivo sin valor energético y además derivado del alquitrán como consecuencia de manejos de laboratorio, algo muy alejado del azúcar antes empleado en esas bebidas. Como puede apreciarse, Wiley era un quimiofóbico como la copa de un pino y en sus escritos se sustancia ya el origen de la disyuntiva natural/artificial. Pero se tropezó con un muro difícil de soslayar, el propio Presidente Roosevelt, a quien su médico personal había recomendado sustituir el azúcar por sacarina para controlar sus problemas de sobrepeso.

Al principio, Roosevelt se rebeló contra las intenciones de la USDA de una forma sutil, nombrando una Comisión de cinco miembros para el estudio de la propuesta de Wiley. Pero pronto quedó claro que la Comisión no podía ser objetiva porque el propio Presidente se encargó de acuñar frases como que quienquiera que pensara que la sacarina era dañina era un perfecto idiota. Así que la Comisión no se atrevió a aprobar su prohibición, aunque de manera suave indicó que no tenía valor alimentario y que, por tanto, no podía sustituir al azúcar sin hacer que los alimentos que lo contuvieran "perdieran calidad".

Y ahí empieza una larga lucha de marketing entre los fabricantes de bebidas carbonatadas (para los que la sacarina era un chollo, al ser 300 veces más dulce que el azúcar y, por tanto, resultar mucho más barata a efectos iguales) y las grandes compañías azucareras, un temible lobby en USA en aquellos años. El resultado fue que, a pesar de que se siguió empleando en esas bebidas, el público occidental dió un poco la espalda al uso cotidiano de la sacarina en los hogares y establecimientos públicos, al considerar al azúcar como algo más natural, saludable, energético y términos similares.

Pero la larga lucha de la sacarina no había hecho más que comenzar. Aunque lo voy a dejar aquí con un Continuará porque si no, se me van a aburrir Uds.

Nota: Este post participa en el XXVII Carnaval de Química, alojado en el blog Educación Química, del maestro Bernardo Herradón.