lunes, 25 de febrero de 2013

Foie y amigos

Este pelma que os escribe nació a principios de los cincuenta en el seno de una familia de clase media, tirando a baja. Dicen los que saben que la memoria gastronómica se conforma en la infancia y se mantiene a lo largo de toda la vida, haciéndose evidente cada vez que nos ponemos a comer o a pensar en qué comer. La mía, dado el entorno de mis años infantiles, está lógicamente trufada de tortillas de patatas, filetes empanados o bocatas de chorizo de Pamplona. Lo más cercano a un foie de lo que tengo recuerdo es un hígado de ternera encebollado, especialidad de mi abuela paterna. Nada que ver con mis sobrinos, alguno de los cuales, desde pequeñito y sin pestañear, se pedía un foie a la plancha a la mínima que una comida familiar un tanto especial lo permitiera.

No lo tengo muy claro, pero creo que nuestros inicios conyugales con el foie datan de finales de los setenta o principios de los ochenta, cuando la Búha y un servidor, gracias a que la primera trabajaba todas las horas del día (yo era un puto becario del Ministerio), nos dedicábamos, con una alegría impropia de nuestro patrimonio, a conocer a gentes de nuestra generación que entonces empezaban a despuntar en el ámbito gastronómico (los Arbelaitz, Subijana, Arguiñano, Roteta y otros menos conocidos por el gran público, como Tomás Almandoz al que ya dediqué una entrada). De aquellas experiencias nació el deseo de experimentar en casa con foie fresco, tratando de emular a los cocinillas de la época. Pero los múltiples intentos fueron desesperantes y vanos. Aparte de la intrínseca dificultad para conseguir la materia prima, lo que entonces implicaba, casi siempre, tener que pasar la frontera y adentrarse un poco lejos en territorio gabacho, la elaboración acababa siempre con una desilusión: mucha grasa en la plancha y una menguada pieza de foie con poca consistencia.

Intentamos mejorar preguntando a gentes como Hilario Arbelaitz que, en aquella época, estaba ya transformando la vieja tasca de su familia, un caserío de más de quinientos años de antiguedad (Garbuno), en lo que hoy es el conocido y estrellado Restaurante Zuberoa. La receta de Hilario fué escueta, propia del lenguaje sintético de un vasco de Oiartzun. "Sartén caliente y vuelta y vuelta". Pero aquello no resolvía el problema. Otros trucos que nos fué soltando con cuentagotas, como el de pasar el foie recién plancheado en un caldo de carne, tampoco lograban una mejora sustancial de nuestros resultados, al menos al nivel de referencia que teníamos cuando cenábamos en los restaurantes de postín.

Hasta que un día, ya en este siglo, cuando empezaba a trastear con Juanmari Arzak y sus huestes, salió el tema. Y JM, en el mismo tono escueto de Hilario, me dijo que no le hiciera mucho caso al de Oiartzun. Que me andaba mareando la perdiz a pesar de ser amigo y que, si quería tener el éxito asegurado, él me podía proporcionar un hígado de oca o pato recién eviscerado, con lo que no habría problemas en el "vuelta a vuelta" propugnado por su colega. Nunca le he pedido un foie a JM (aunque me los he comido en su casa), porque a uno no le gusta incordiar a los tocados por el dedo de Dios, pero desde entonces he procurado acumular cualquier información científica que surgiera al respecto.

Y así, en mi bibliografía del tema, además del conocido libro de mi amigo Harold McGee, que habla relativamente poco del foie, ya sea a la plancha o en terrina, tengo varias referencias de libros y artículos de Hervé This, así como de grupos franceses situados en las Estaciones INRA de Clertmont-Ferrand o de Artiguères. Estos últimos fueron los primeros en demostrar, en 1992, que los hígados eviscerados inmediatamente después de la muerte del palmípedo eran los que menos grasa perdían, tanto en su versión caliente a la plancha como en su versión fría (cocción controlada en una terrina). O que los foies grandes pierden, proporcionalmente, más grasa que los pequeños.

Lo último que me ha caído cerca es un artículo publicado en el Journal of Agriculture and Food Chemistry, en diciembre de 2012, por varios investigadores franceses (¡cómo no!) radicados en centros próximos a Toulouse. Traduciendo literalmente el título se trata de "Un análisis proteómico del hígado de pato durante el almacenamiento post-mortem, en relación con la diferente pérdida de grasa durante la preparación de Foie Gras".

Tengo que reconocer que, tras leerlo, no entendí mucho. No debe olvidarse que, en mi época de estudiante de Química, la Bioquímica era una rama emergente de la misma que poco se estudiaba en las Facultades. Así que recurrí a mi amigo y colega de Facultad Unai Ugalde, un conocido bioquímico, amén de colaborador estrecho de ese preclaro cocinero vasco que se llama Andoni Luis Aduriz (Mugaritz). Han escrito varios libros al alimón y, por ejemplo, han prologado juntos la traducción al castellano del popular libro de Harold McGee al que he hecho mención arriba.

Los autores del trabajo de la revista mencionada han empleado las técnicas más sofisticadas para separar y estudiar las proteínas de diferentes hígados de pato, tras diferentes tiempos y condiciones de almacenamiento después de la muerte de los animales. La conclusión más o menos sencilla de explicar con sus resultados es que, tras el sacrificio de las aves, las enzimas que juegan un papel crucial en la liberación controlada de la grasa desde el hígado hacia el organismo cuando los patos están vivos, se vuelven locas y empiezan a generar un proceso denominado autólisis que rompe la paredes de los reservorios en los que la grasa se almacena (adipocitos). El resultado es que, al calentar posteriormente el hígado durante su procesado, la grasa sale con más facilidad hacia el exterior que si no se hubiera dado esa autólisis. Lo que implica que cuanto menos tiempo dejemos a las enzimas sin control, mejor.

El artículo demuestra también que la congelación inmediata tras la evisceración no resuelve el problema. El hígado tiene mucha agua y los cristales que se forman al congelarlo dañan y rompen las paredes de los adipocitos facilitando la labor de las enzimas líticas sobre grasa y proteínas de compartimentos separados. O sea, un desastre.

Así que Juanmari tenía razón a pesar de que no tenga en su Laboratorio del Alto de Miracruz un LC-MS/MS o un MALDI-TOF, dos de las caras técnicas empleadas en el trabajo en cuestión. Aunque Unai es de la opinión que, para ese corto viaje, no se necesitaban tamañas alforjas.

viernes, 15 de febrero de 2013

Tomates en el balcón

Seguro que algunos de mis sufridos lectores han optado por convertir sus balcones y terrazas en pequeñas huertas. O, como es mi caso, tienen amigos o parientes que andan implicados en esta suerte de autoabastecimiento. Es una tendencia bastante creciente en el mundo de los "ricos" y parece estar admitido que proporciona alimentos más saludables que los que nos venden en el comercio, por aquello de los plaguicidas (que no pesticidas, una mala traducción del inglés), la menor posibilidad de contaminación microbiana, ausencia de transporte entre el productor y el consumidor y otra serie de parámetros que permiten adjudicar a esa actividad, un tanto zen, el adjetivo de "sostenible".

Science for Environmental Policy es un boletín de alertas en temas ligados al medio ambiente, patrocinado por la Unión Europea. En un número publicado este martes, resumían los diez artículos más descargados de su web entre todos los referenciados en sus boletines a lo largo de 2012. Y el top es un artículo titulado: ¿Es saludable la horticultura desarrollada en áreas de tráfico intenso?. En él se
analizan las concentraciones en metales pesados de diversos productos agrícolas cultivados en balcones y terrazas del centro de Berlín.

Los niveles detectados dependen mucho del metal investigado y de la especie que crezca en el balcón. Por ejemplo, el tomate tiene niveles mucho más bajos de plomo que la acelga, la menta acumula mucho más cromo que las judías verdes o las zanahorias y así podíamos seguir con resultados del mismo tenor. Pero, como conclusión general, las diferentes hortalizas y similares investigadas tienen niveles mucho más altos de cadmio, cromo, plomo, zinc, niquel y cobre que sus parientes vendidas en supermercados de la zona. Así que de saludables nada. Pero que no cunda el pánico, que no voy a hacer sangre con el dato.

Porque a pesar del interés que el tema parece suscitar en 2012, asuntos de este tipo son más viejos que mear en pared (frase con copyright de El Búho). Y los guipuzcoanos, que estamos siempre en la avanzadilla de todo lo que se cuece, lo sabemos desde hace más de veinte años. Por ejemplo, a finales de los años 80, amigos del que suscribe se recorrieron la autopista Bilbao/Behovia, en su tramo guipuzcoano, recolectando todo tipo de hortalizas y muestras de suelo de las innumerables huertas furtivas que, en aquella época (y ahora también, pero menos), poblaban los márgenes de dicha autopista. Como es obvio, encontraron plomo en casi todas ellas y a niveles elevados. Probablemente ahora habrán bajado esos niveles, por aquello de las gasolinas sin plomo, pero como se ve en los datos de Berlín el citado elemento sigue estando presente.

Otro estudio  de los mismos amigos tampoco tiene desperdicio para la consideración de lo que comemos y comíamos. En los años noventa la emprendieron con la contaminación por metales pesados en los ríos Oiartzun y Urumea. Ambos tienen en sus cabeceras explotaciones mineras de larga historia. En el caso del Oiartzun, se trata de las minas de Arditurri, que datan de tiempos de los romanos. En el caso del Urumea está el llamado Coto Ollín. En época de crecidas, como las de estas últimas semanas, los terrenos próximos a los ríos se inundan con agua que transporta los estériles acumulados, en forma inadecuada, en las antiguas explotaciones mineras a las que he hecho mención. Como consecuencia de ello, en los huertos situados cerca del cauce de ambos ríos, se detectaron niveles importantes de zinc, plomo, cadmio y manganeso, que iban decayendo a medida que el huerto se alejaba del cauce del río. Ahí estaban, queridos, y ahí habrán estado desde tiempos pretéritos.

En toda esos estudios de contaminación por metales pesados, realizados antes de que a ningún berlinés se le ocurriera poner tomates en su balcón, mis amigos también comprobaron que la absorción de esos metales por parte de la planta depende mucho del pH del suelo. Por encima de un valor aproximado de 6.5, los contaminantes permanecen insolubles en el agua del susodicho suelo y la planta no los puede absorber. Pero, por debajo, la absorción se produce y, aparte del peligro intrínseco si se consumen esas hortalizas, su crecimiento, en algunos casos, se ve afectado por su presencia. Los casheros de esas zonas (gente lista) ya habían llegado a la conclusión, por prueba y error y desde tiempos inmemoriales, que la adición de cal a esos terrenos que empezaban a funcionar mal solventaba el problema. Hoy sabemos que gracias a la cal, el pH sube y la planta, libre de los metales pesados, crece mucho mejor. Y es más saludable para el que la consume.

Ya solo queda por desvelar la identidad de los amigos del Búho, adelantados a su tiempo. Se trata de gentes del Laboratorio Agroambiental de la Diputación Foral de Gipuzkoa, liderados por el Dr. Javier Ansorena, quien en los años 80 tomó el germen de un pequeño laboratorio existente en la finca Fraisoro y lo elevó a cotas competitivas a nivel europeo. Dice otro de mis amigos, Pedro Etxenike, que para hacer bien Ciencia hay que aprenderla trabajando con los mejores. Y ahí Javier es difícil de batir. Su historial como especialista en estos temas, y la propia infraestructura del  Laboratorio Agroambiental de Fraisoro, tienen sus cimientos en el magisterio de Phil Brookes, perteneciente al Centro de investigación agrícola más veterano del mundo, la Rothamsted Research Station inglesa. Phil es un tipo cuyo historial científico hace palidecer a cualquiera que sepa de qué va esto de la producción científica. Sólo dos datos para los amantes de la bibliometría. Uno de sus artículos acumula ya 3.500 citas. Y su índice h es 49.

MI amigo Javi ha tenido la suerte de poder recalar otra vez en su querido Fraisoro este pasado otoño, tras ser apartado de su puesto de Jefe de Servicio de Medio Ambiente de la Diputación, honradamente ganado en concurso. Una vergonzante decisión de las huestes de Bildu que ahora gobiernan a los guipuzcoanos. Ellos se lo pierden. Con exabruptos antológicos como el de "ekologia ala hil" (ecología o muerte), que parecen gustarles tanto, espero que no vayamos a ningún sitio.