Como químico viejo que soy, una de las primeras cosas que aprendí en un laboratorio fue a manejar una varilla hueca de vídrio bajo la acción del calor proporcionado por un mechero de gas. La extremada rigidez de la varilla se iba atenuando a medida que era calentada hasta que, en un determinado momento, se notaba en los dedos que aquello se iba poniendo blandito. Tras ese punto crítico, uno podía empezar a aplicar con las manos la fuerza adecuada para convertir una varilla lineal en una en ángulo, adecuada a los rudimentarios montajes que rememoraban épicos días de la Química antediluviana. Uno aprendía tambien a convertir una varilla maciza en un pequeño agitador, al conseguir que uno de sus extremos se convirtiera en algo parecido al rabo de un cerdito.
Algo más tarde uno se rindió, como el Dustin Hoffman de El Graduado, a la religión de los polímeros. Los santos de esa mi devoción pueden dividirse en dos grandes familias, los llamados termoplásticos (de donde nace el confuso nombre de plástico) y los termoestables. Los primeros suponen el 80% del mercado y se comportan como la cera de las velas de iglesia. Se puede ir dejando caer las gotas de cera fundida en un vaso y, cuando se enfrían, obtenemos un sólido con la forma del vaso. Pero si al sólido le volvemos a aplicar calor, lo fundimos y lo vertemos en un recipiente diferente, obtenemos, al enfriar, un sólido de forma distinta. En la dura realidad de su vida, los termoplásticos son forzados a entrar, bajo condiciones drásticas de temperatura y presión, en complicados moldes que no son sino los negativos de platos, cucharas, maquinillas de afeitar o carcasas de bolígrafos BIC. Al enfriarlos, la pieza está hecha y así se ganan la vida. A pesar de ser un "reputado" especialista en el tema, estos ojitos que se comerá la tierra no han visto nunca una molécula polimérica pero, por pruebas indirectas, sabemos que se trata de largas cadenas de átomos, más o menos entrelazadas entre si, cual spaghetti, pero no existen uniones entre ellas, lo que permite su movilidad en cuanto se ponen calentitas.
El 20% restante son polímeros llamados termoestables. Como los sellantes de silicona que se aplican en los bordes de los fregaderos. Cuando salen, en forma de churro, del tubo que hemos comprado, sufren una serie de reacciones químicas con el vapor de agua de la atmósfera y endurecen. Ello es debido al hecho de que las (otra vez) largas cadenas se unen entre si por enlaces químicos que las van a haciendo partícipes de un entramado tan grande y complicado que no hay temperatura que lo pueda mover. Uno puede coger un churro de esos y aplicarle calor. Nunca recuperaremos el fluido original que salía del tubo; como mucho lo chamuscaremos. El símil que más me gusta para explicar estos materiales es la transformación de un huevo en un huevo duro. Una vez cocido, las reacciones químicas provocadas en el huevo por el agua hirviendo, hace que nunca pueda recuperar su situación de huevo sin cocer.
Ni los termoplásticos ni los termoestables han conseguido nunca acercarse al comportamiento del vídrio convencional de mis años de químico en ciernes, cuya expresión máxima de versatilidad puede encontrarse en las sofisticada formas que consiguen, entre otros, los vidrieros venecianos. Sin embargo, esta mañana post-electoral me ha llegado, a hora muy temprana, el número semanal del Chemical Engineering News que parece dar pábulo a una nueva situación. Ha sido una suerte porque, gracias a esa alerta editorial, he desayunado con la noticia en cuestión y no con las alegrías y tribulaciones de ganadores y perdedores del 20N.
Un grupo francés bastante conocido en nuestro campo [Leibler y colaboradores, Science, DOI: 10.1126/science,1212648] parece haber conseguido reducir la hasta ahora insalvable distancia entre polímeros y vídrio. Han generado un material de tipo termoestable que, bajo la acción del calor, puede modelarse sin más concurso que el de las manos y un pequeño mechero, de forma parecida al vídrio. Y, ¿dónde está el truco?. Bajo la acción del calor, algunos de los enlaces existentes en el termoestable se rompen y forman otros que hacen que el material sea más maleable. Algo impensable en un termoestable convencional, donde el calor no hace más que acelerar el progresivo endurecimiento del material, al generar más enlaces entre cadenas. En el nuevo polímero de toque francés, el número de enlaces permanece constante en el tiempo, pero afectando a diferentes cadenas.
Y si se vuelve a calentar, uno puede echar la reacción marcha atrás y recuperar la forma original. Y vuelta a empezar. Los gabachos ya han patentador el asunto y, como dicen los caseros de mi pueblo, ¡ver venir!.
Algo más tarde uno se rindió, como el Dustin Hoffman de El Graduado, a la religión de los polímeros. Los santos de esa mi devoción pueden dividirse en dos grandes familias, los llamados termoplásticos (de donde nace el confuso nombre de plástico) y los termoestables. Los primeros suponen el 80% del mercado y se comportan como la cera de las velas de iglesia. Se puede ir dejando caer las gotas de cera fundida en un vaso y, cuando se enfrían, obtenemos un sólido con la forma del vaso. Pero si al sólido le volvemos a aplicar calor, lo fundimos y lo vertemos en un recipiente diferente, obtenemos, al enfriar, un sólido de forma distinta. En la dura realidad de su vida, los termoplásticos son forzados a entrar, bajo condiciones drásticas de temperatura y presión, en complicados moldes que no son sino los negativos de platos, cucharas, maquinillas de afeitar o carcasas de bolígrafos BIC. Al enfriarlos, la pieza está hecha y así se ganan la vida. A pesar de ser un "reputado" especialista en el tema, estos ojitos que se comerá la tierra no han visto nunca una molécula polimérica pero, por pruebas indirectas, sabemos que se trata de largas cadenas de átomos, más o menos entrelazadas entre si, cual spaghetti, pero no existen uniones entre ellas, lo que permite su movilidad en cuanto se ponen calentitas.
El 20% restante son polímeros llamados termoestables. Como los sellantes de silicona que se aplican en los bordes de los fregaderos. Cuando salen, en forma de churro, del tubo que hemos comprado, sufren una serie de reacciones químicas con el vapor de agua de la atmósfera y endurecen. Ello es debido al hecho de que las (otra vez) largas cadenas se unen entre si por enlaces químicos que las van a haciendo partícipes de un entramado tan grande y complicado que no hay temperatura que lo pueda mover. Uno puede coger un churro de esos y aplicarle calor. Nunca recuperaremos el fluido original que salía del tubo; como mucho lo chamuscaremos. El símil que más me gusta para explicar estos materiales es la transformación de un huevo en un huevo duro. Una vez cocido, las reacciones químicas provocadas en el huevo por el agua hirviendo, hace que nunca pueda recuperar su situación de huevo sin cocer.
Ni los termoplásticos ni los termoestables han conseguido nunca acercarse al comportamiento del vídrio convencional de mis años de químico en ciernes, cuya expresión máxima de versatilidad puede encontrarse en las sofisticada formas que consiguen, entre otros, los vidrieros venecianos. Sin embargo, esta mañana post-electoral me ha llegado, a hora muy temprana, el número semanal del Chemical Engineering News que parece dar pábulo a una nueva situación. Ha sido una suerte porque, gracias a esa alerta editorial, he desayunado con la noticia en cuestión y no con las alegrías y tribulaciones de ganadores y perdedores del 20N.
Un grupo francés bastante conocido en nuestro campo [Leibler y colaboradores, Science, DOI: 10.1126/science,1212648] parece haber conseguido reducir la hasta ahora insalvable distancia entre polímeros y vídrio. Han generado un material de tipo termoestable que, bajo la acción del calor, puede modelarse sin más concurso que el de las manos y un pequeño mechero, de forma parecida al vídrio. Y, ¿dónde está el truco?. Bajo la acción del calor, algunos de los enlaces existentes en el termoestable se rompen y forman otros que hacen que el material sea más maleable. Algo impensable en un termoestable convencional, donde el calor no hace más que acelerar el progresivo endurecimiento del material, al generar más enlaces entre cadenas. En el nuevo polímero de toque francés, el número de enlaces permanece constante en el tiempo, pero afectando a diferentes cadenas.
Y si se vuelve a calentar, uno puede echar la reacción marcha atrás y recuperar la forma original. Y vuelta a empezar. Los gabachos ya han patentador el asunto y, como dicen los caseros de mi pueblo, ¡ver venir!.