miércoles, 25 de febrero de 2015

Vidrio veneciano

Hace tiempo que no vuelvo a Venecia y bien que me pesa. La foto que ilustra esta entrada es de junio de 2006, hace casi nueve años. Y ahí estoy, mochila en ristre cual turista, con el Palazzio da Mula detrás, en uno de los fundamente o muelles de Murano, una isla de la laguna de Venecia, famosa en el mundo por la alta concentración de hornos artesanos en los que se trabaja el vidrio desde el siglo XIV. En aquella corta excursión de fin de semana largo, yo tenía dos objetivos no confesados a mi chica antes de partir. Uno era volver a Murano, donde habíamos estado antes pero sin poder disfrutar del placer de perderse por sus calles y, sobre todo, de ver un horno y a unos vidrieros en funcionamiento. El otro era ir al cementerio de Venecia, en otra isla llamada Isola de San Michelle, para visitar la tumba de Igor Stravinsky. En ese viaje ambos objetivos se cumplieron, aunque el último un poco in extremis, con el guarda que cerraba el cementerio siguiendo nuestros pasos. Porque encontrar la modesta tumba de Stravinsky junto a la de su segunda mujer, Vera, no es cuestión baladí.

SI he recordado ese viaje es porque estoy estos días leyendo un libro titulado How Glass Changed the World, escrito por Scoth C. Rasmussen, subtitulado The History and Chemistry of Glass from Antiquity to 13th Century y publicado en 2012 por Springer. El libro es muy interesante y me ha hecho recordar muchas de las cosas que repasé y preparé sobre el vidrio de Murano antes y durante ese viaje de hace 9 años, detalles que conservo guardados en uno de mis cuadernos.

La materia prima principal usada por los vidrieros es básicamente sílice (aproximadamente un 70%), una molécula sencilla (SiO2) que se obtiene de la arena y que resulta un material muy adecuado porque no absorbe ninguna de las frecuencias de la luz visible, con lo que los productos acabados son altamente transparentes. De hecho, los cables de fibra óptica, que son 100% sílice, se aprovechan de esa alta transparencia para facilitar la transmisión de la señal. La sílice funde a unos 2000ºC, proceso para el que se necesitan grandes cantidades de energía e instalaciones algo complejas. Pero ya desde la prehistoria de la artesanía vidriera se conoce que mezclando sílice con un 18% de carbonato sódico y un 10% de carbonato cálcico se rebaja considerablemente la temperatura de fusión y, al calentarlos juntos, se obtiene una mezcla de silicatos cálcico y sódico que da lugar al primer vidrio utilizado con una cierta profusión.

En este punto tengo que decir que los físicos y químicos que trabajamos con materiales nos sentimos un poco incómodos con las denominaciones vidrio y cristal que, indistintamente, se emplean para denominar al producto de los hornos de Murano y otros similares. En el lenguaje científico, vidrio y cristal son justamente lo contrario. Un material cristalino (cristal) es aquel que, al solidificar desde el fundido, da lugar a ordenaciones de los átomos en redes cristalinas bien definidas (cubos, prismas, pirámides). En este Blog ya he puesto diferentes ejemplos de materiales cristalinos como el cloruro sódico (sal común) o las fibras de celulosa. Y ese no es el caso del material que se emplea para el vidrio de ventana o para las artísticas creaciones de mis amigos de Murano. Por el contrario, cuando el material que sacamos de los hornos se enfría bruscamente, las moléculas de los silicatos no se ordenan en absoluto, formando un material que se denomina sólido amorfo o sólido vítreo (de vidrio). Están tan desordenadas como lo estaban en el fundido, sólo que en éste la cosa se movía y al solidificar se queda quieta. Este Blog contiene entradas sobre otros materiales amorfos como la plastilina o el almidón, que podéis leer usando el buscador que aparece arriba a la izquierda.


En el lenguaje popular, ciertamente, la cosa está algo más enrevesada. El propio Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española entiende por cristalino "lo relativo o parecido al cristal". Y si uno va a la voz cristal, la primera acepción se refiere a "los sólidos cuyos átomos o moléculas están regular y repetidamente distribuidos en el espacio". Aunque también, cristal es sinónimo de vidrio de ventana. Así que se entiende la polémica. Pero hecha esta aclaración tiquismiquis de profesor en desuso, sigamos con la historia y la química de los vidrieros.

Parece que fueron los mesopotamios los primeros en ser capaces de ingeniárselas para conseguir vidrios “artificiales” según una mezcla parecida a la arriba mencionada. En la naturaleza, los vidrios se producen cuando rocas y arenas son fundidos, por ejemplo en forma de lava de un volcán, y esa lava se enfría bruscamente (por ejemplo, al entrar en contacto con agua). Así se forman vidrios como la obsidiana u otras gemas que han sido usadas en civilizaciones anteriores como elementos de corte y otros usos. Pero aquí hablamos de un vidrio hecho por el hombre que, por tanto, en la terminología de los que en este Blog trato de rebatir, habría que denominar “artificial” o “sintético”. Desde Mesopotamia, la manufactura y el arte del vidrio pasó a Egipto. En ambos casos, eran objetos de lujo, que pronto se aprendió a colorear con óxidos de cobre y cobalto (azules), manganeso (púrpura), antimonio o plomo (amarillos), etc.

El soplado del vidrio, el proceso por el que un soplador introduce aire en una masa fundida de silicatos y le va dando forma a medida que lo va enfriando y calentando, parece que data del primer siglo antes de Cristo y se ha localizado geográficamente en Siria, desde donde los romanos expandieron la técnica por todo su Imperio. Tras la caída del imperio romano, hay que esperar casi hasta el siglo X para ver la reintroducción de los objetos de vidrio, precisamente por parte de los venecianos que comerciaban con Oriente. El negocio del vidrio se convirtió en algo tan importante que los hornos proliferaron, llegando a ser un auténtico peligro para la Ciudad Serenísima, debido a los múltiples incendios que dichos hornos generaban. Así que, a partir de finales del siglo XIII, parece que la industria del vidrio fue obligada a trasladarse a la cercana isla de Murano. Otros dicen que ese traslado fue una forma de mantener el secreto de la fórmula que los vidrieros utilizaban.

La decadencia de este mercado se inició cuando en Europa se empezó a obtener vidrio sobre la base de mezclar y fundir cuarzo (básicamente sílice) con óxido potásico obtenido de cenizas de árboles autóctonos. Este vidrio es el que se utilizó preferentemente en los ventanales de las catedrales de la Edad Media. Posteriormente, ya en el siglo XVII, alemanes e ingleses incorporaron óxido de plomo para dar lugar a un vidrio con un índice de refracción más elevado, más claro, más pesado y más fácil de grabar sin peligro de rotura. Y, finalmente, ya en la modernidad, tenemos el vidrio borosilicatado (Pyrex) que resulta de la sustitución del óxido potásico antes mencionado
por óxido bórico. Es el vidrio por excelencia en los laboratorios, pero también en otras muchas aplicaciones domésticas que más de uno tenéis al alcance de la mano.

En su libro "Molecules at An Exhibition" John Emsley mantiene una curiosa hipótesis, según la cual el vidrio borosilicatado fue descubierto en tiempos de los romanos, más concretamente en tiempos del pedófilo Tiberio, el cafre que ejecutaba esclavos echándolos desde los acantilados de Capri, muy cerca de un Hotel en el que mis huesos han reposado en un par de ocasiones. Cuentan Plinio y Petronio que apareció por la corte un vidriero que fabricaba objetos que no se rompían al dejarlos caer. Al preguntarle el emperador de qué estaban hechos, el vidriero sólo quiso comentar que de martiolum, jactándose de que sólo él conocía la fórmula y no pensaba compartirla. El emperador le dejó fabricar variados objetos pero acabó por ordenar ejecutarlo, no se sabe si cabreado por que no le contaba el secreto o como una forma de proteger su exclusiva colección de objetos irrompibles. La hipótesis de Emsley es que ese pobre desdichado manejaba vidrio borosilicatado.

Igual os cuento algo más cuando progrese con el libro. O cuando vuelva a Venecia y Murano, algo que no puedo retrasar mucho más, no me vaya a dar un yuyu.

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domingo, 22 de febrero de 2015

Vascos y murcianos

Ya se que puede resultar extraño que un ñoñostiarra como yo sea miembro de la Asociación de la Divulgación Científica de la Región de Murcia, a más de 800 Km de mi nido permanente. Pero los que me conocen saben de mi vinculación a una parte de esa Región donde, desde hace casi quince años, ando persiguiendo bolas de golf una o dos veces por año. Y donde, entre swing y swing, he conocido e intimado con dos de los blogueros más conocidos de España. El primero de ellos, José Manuel (Jose) López Nicolas (http://scientiablog.com), anda ahora metido en la tele en lides gastronómicas con otro vasco, mi amigo Xabi Gutiérrez del Restaurante Arzak (http://xabiergutierrezcocinero.com). Y, por otro lado, Daniel (Dani) Torregrosa (http://www.esepuntoazulpalido.com) quien, a la chita callando, inició y ha jaleado permanentemente la ya larga serie de los Carnavales de Química en las redes sociales. Jose fue el primer Presidente de ADCMurcia hasta hace poco, cuando Dani le sustituyó en el cargo ante la alocada agenda de su amigo.

Así que cuando otra componente de la Junta de Gobierno de ADCMurcia, Mariajo Moreno, me pidió que le escribiera un post para el blog de la Asociación, tardé poco en hacerlo. Y el resultado lo podéis leer en este enlace. Va del primer plástico del que tiene memoria este vuestro Búho. Y de las lentes de contacto (lentillas), que siempre me he negado a usar. No porque me parezcan mal invento, sino porque soy un punto presumido y me veo mucho más "intelectual" con mi plateado toque en las sienes y unas gafas comme il faut.

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martes, 10 de febrero de 2015

Ciencia patológica y Poliagua

En el estupendo libro Cathedrals of Science que ya hace años me recomendó mi nunca bien ponderado amigo Fernando Cossío, su autor, Patrick Coffey, recoge integramente una conferencia pronunciada el 18 de diciembre de 1953 por Irving Langmuir, una de las figuras preclaras de la Química, Premio Nobel 1938 "por sus descubrimientos e investigaciones en la Química de superficies". Quizás porque en esos años no eran tan habituales los fraudes científicos, que hoy leemos bastante a menudo en los periódicos, o porque no quería meter mucho el dedo en el ojo a sus colegas, Langmuir prefirió acuñar el término Ciencia patológica en lugar de otros alternativos algo más faltones, como Ciencia errónea o Ciencia fraudulenta, para describir en la conferencia una serie de casos en los que, tras la publicación de resultados científicos impactantes y la defensa a ultranza de su veracidad por parte de sus autores, la cosa se había quedado en nada, bien porque los citados resultados no habían podido ser repetidos por otros investigadores o, simplemente, porque se habían refutado de forma contundente.

Langmuir llega incluso a describir hasta seis síntomas para detectar casos de esa Ciencia patológica. Otro personaje que aparecerá posteriormente en este post, Dennis Rousseau, prefería resumir esos síntomas en tres: Uno, el efecto estudiado está a menudo en los límites de lo que puede ser detectado o tiene una relevancia estadística poco significativa. Dos, en general estos resultados sorprenden porque van contra leyes normalmente bien establecidas, por lo que sus descubridores tienen que elaborar nuevas teorías a contrapelo de lo asentado para explicar así sus resultados.Y, finalmente, y aquí va lo de patológico, los autores acaban por creerse realmente sus resultados, a pesar de que se les propongan otros experimentos que pudieran ser reveladores para establecer la veracidad de sus resultados.

Langmuir (que había muerto en agosto de 1957), no pudo describir entre los ejemplos de Ciencia patológica de su charla uno que empezó a causar furor en publicaciones científicas (y no científicas) a mitad de los años 60: el caso de la Poliagua o Polywater. En el verano de 1966, el científico soviético Boris Deryagin anunció en un Congreso en Londres (en esa época los soviéticos no iban mucho a Congresos en países "enemigos") que al condensar agua en unos tubos capilares de Pyrex, extremadamente finos, se obtenía una sustancia con propiedades sorprendentes y bien diferenciadas del agua original: congelaba a cuarenta grados bajo cero, no se podía hervir y tenía una viscosidad mucho más alta que la del agua normal. Ahora se sabe que había precedentes de este comportamiento desde los años cuarenta, ocultos en una serie de oscuros artículos, muchos de ellos en literatura soviética.

En plena guerra fría, el descubrimiento fue un bombazo por las posibles implicaciones del mismo. La cosa se complicó además cuando alguien de la CIA cayó en la cuenta de que el descubrimiento tenía que ver con lo descrito en el libro Cat's Crundle, publicado en 1963 por Kurt Vonnegut, una novela de ciencia-ficción en la que científicos crean un nuevo material, llamado ice-nine, con una estructura cristalina peculiar que podía funcionar además como núcleo de cristalización sobre el que más agua normal se agregara formando más y más cristales del nuevo material. Un arma descontrolada que podía congelar en un santiamén el agua del cuerpo de un humano con tal de meter unos cristalitos de ice-nine en su interior o, incluso, con la capacidad de congelar la totalidad del agua contenida en los océanos de los mares.

La cosa llegó a las más altas Instituciones y científicos americanos e ingleses se pusieron manos a la obra para tratar de reproducir los resultados. En la National Bureau of Standards (hoy National Institute of Standards and Technology, NIST), una de las más prestigiosas Instituciones científicas del mundo, dos de sus científicos, Robert R. Stromberg y Warren Grant, reprodujeron rápidamente y de forma sencilla el experimento. En realidad era tan fácil que, años después, la revista Popular Science publicó un artículo titulado "Cómo crear su propia poliagua".

A principios de 1969, la cosa estaba ya hasta en la sopa del americano medio y la Office of Naval Research organizó un simposio sobre el material de marras, a la que únicamente invitó a científicos americanos, en una estrategia claramente militar, tratando de ganar terreno sobre los soviéticos. En esa conferencia, Stromberg se encontró con otro químico de la Universidad de Maryland, Ellis Lippincott, que impartió una charla sobre los decepcionantes resultados que había obtenido al intentar caracterizar unas muestras de poliagua que le habían proporcionado unos colegas ingleses, utilizando una técnica entonces emergente, la combinación de la espectroscopia infrarroja con la microscopía. La razón de sus males estribaba en que las cantidades que le habían enviado eran tan minúsculas que no había tenido para una serie consistente de experimentos.

Así que se juntaron el hambre con las ganas de comer. Stromberg sabía producir cantidades razonables de poliagua pero no tenía acceso al equipamiento que tenía Lippincott. En poco tiempo, Stromberg entregó las muestras y Lippincott las pasó por sus equipos, encontrando como resultado que los espectros obtenidos no coincidían con ninguno de los contenidos en una de las bases de datos más conocida de la época, base que contenía decenas de miles de diferentes espectros (que son como huellas dactilares de las sustancias químicas).

Para explicar los resultados, la pareja elucubró y publicó en Science, a finales de junio de 1969, una hipótesis según la cual las primitivas moléculas de agua que habían dado lugar a la poliagua estaban ahora unidas entre si por enlaces covalentes, dando una especie de "polímero" o "plástico" de agua con estructuras como las que se pueden ver clicando en la figura de la cabecera. Lo del nombre poliagua resulta así de lo más natural. Y aquí es donde Langmuir vuelve a aparecer porque Kurt Vonnegut, el autor de la novela arriba mencionada, era hermano de Bernard Vonnegut, un colaborador de Langmuir, a quien había visto una notas con estructuras parecidas a la de las figuras mencionadas. Cuando Langmuir murió y nadie se acordaba del asunto, Bernard se quedó con la idea y se la pasó a su hermano novelista. De hecho, un científico un poco loco que aparece en la novela, Felix Hoenniker, es, en realidad, un remedo del propio Langmuir (que, dicho sea de paso, no sale muy bien parado).

Solo en 1970 se publicaron 100 artículos sobre la poliagua, consecuencia del interés generado y de los fondos que muchas agencias americanas desviaron hacia el asunto, pero algo empezaba a moverse con tintes escépticos. Entre ellos, Dennis Rousseau y su jefe Sergio Porto que en la Southern California University empezaron a tratar de reproducir los resultados de Lippincott, sobre todo los de otra técnica conocida como espectroscopia Raman. Y aquello no funcionaba. Cuando iluminaban la muestra con el láser del aparato todo se chamuscaba. Dándole vueltas a los resultados y leyendo los oscuros artículos publicados por los rusos arriba mencionados, Rousseau y Porto empezaron a confirmar que, en las muestras analizadas, había contaminaciones de iones como sodio, calcio, potasio...

No se sabe muy bien qué bombillita se le encendió un día a Rousseau pero decidió hacer un espectro a los "jugos" de su sudada camiseta tras un partido de balonmano, al que era aficionado. Et voilà!, el espectro era casi idéntico al de la poliagua: lactato de sodio, que se había introducido en los tubos capilares proveniente del sudor de los investigadores al preparar tan arduamente el "nuevo" compuesto.

En pocas semanas todo se aceleró. Rousseau publicó sus resultados en 1971 en Science, Romsberg y Lippincott, buenos científicos, comprobaron la hipótesis de su colega y publicaron su conformidad con el mismo y, poco después, los propios rusos confirmaron también los resultados.

Todo se diluyó como un azucarillo en agua y alguno se quedó sin el Nobel que había soñado que pasaba por su puerta a lomos de la poliagua.

Referencias

1. Joseph Stromberg, "The curious case of Polywater".
http://www.slate.com/articles/health_and_science/science/2013/11/polywater_history_and_science_mistakes_the_u_s_and_ussr_raced_to_create.html
2. Patrick Coffey, "Cathedrals of Science". Oxford University Press (2008)
3. Dennis Rousseau, "Case Studies in Pathological Science", American Scientist, 80(1), 54-63 (1992)

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